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Erótica del golf (o de la prostitución del territorio)

Fuentes:

El golf es, aunque sucedáneo mal sublimado de sexo promiscuo, erotismo. Jugadores con su hierro cuatro impulsando sus inmaculadas bolitas hasta meterlas más o menos torpemente y con mayor o menor rapidez en un agujero y en otro distinto y en otro. Hoyos penetrados por bolas y más bolas sin que tenga demasiada importancia a […]

El golf es, aunque sucedáneo mal sublimado de sexo promiscuo, erotismo. Jugadores con su hierro cuatro impulsando sus inmaculadas bolitas hasta meterlas más o menos torpemente y con mayor o menor rapidez en un agujero y en otro distinto y en otro. Hoyos penetrados por bolas y más bolas sin que tenga demasiada importancia a quienes pertenecen, siempre que estén dispuestos a pagar, ni si penetran por primera vez, repiten o han rodado anteriormente por los «greenes» de otros campos de juego hasta alcanzar el clímax orgásmico que supone su entrada en el hoyo.

Erotismo, sí. Pero erotismo machista, como casi todo en la vida, en esta vida. Quizás por eso hasta hace poco tiempo había tan pocas mujeres que lo practicasen. Aunque esto último está progresivamente cambiando, tal vez como consecuencia en parte de la creciente y aberrante masculinización homogeneizante o globalizadora que sufren en la actualidad los roles sociales y sexuales. Tanta política de igualdad, tanta discriminación positiva, tantas vindicaciones del feminismo activo resultan casi estériles ante el hecho evidente de que, en esta sociedad de machos, las mujeres para intentar alcanzar con mayores garantías el éxito (que en conjunción con la competitividad salvaje se constituye como una de las más potentes y perjudiciales modernas «drogas» de diseño) deben uniformarse como hombres, hablar como hombres, actuar como hombres y «jugar» como hombres. ¡Vaya! reconvertirse en el «seso» débil.

En cualquier caso, visto desde una dimensión comparativa erótica, y sin tener en cuenta la preponderancia sexual, social, económica y hasta intelectual que se auto-otorga (nos auto-otorgamos) el hombre, el golf no tiene que ser malo por si mismo. El sexo con amplitud de miras, por mucho que estemos constreñidos en nuestras emociones por convencionalismos pseudo-morales que nos tornan insensibles y que en el imaginario colectivo convierten arbitrariamente el gozo en pecado, es casi siempre una práctica fructífera y positiva, con la condición de que se asiente sobre el respeto mutuo y el cariño.

El problema del sexo, como el problema de casi todo, surge cuando se es arrebatado del ámbito de lo humano para pasar a formar parte (a estar prisionero) de un modelo social y económico que lo transforma-deforma en mera mercancía ajena a las emociones y al sentimiento y torna el erotismo en pornografía para infame negocio de proxenetas.

Ese es también el problema del golf, que ha entrado a formar parte de un modelo de prostitución masiva del territorio al servicio de proxenetas-especuladores. El recurso «sol y playa» es ya una prostituta -vieja, agotada y desposeída de gran parte de sus encantos- que evidencia síntomas de estar dejando de ser coartada o argumento atractivo para seguir jugando el papel de elemento dinamizador del inmenso lupanar de la construcción masiva de apartamentos, adosados y unifamiliares con vistas de privilegio al inminente cambio climático(1) y de «resorts» hoteleros «sostenibles» que, en muchas ocasiones, acaban metamorfoseándose de forma kafkiana en apartamentos-segundas residencias. Y, ya se sabe, es muy difícil, por no decir imposible, exterminar las cucarachas. El golf hace, pues, las veces de puta joven que da un nuevo impulso a un conurbado prostíbulo litoral que hace tiempo superó todos los límites de la sostenibilidad ambiental, territorial, social o económica (entendida és
ta desde el punto de vista de la microeconomía o la economía social). Y que además ya se está lanzando con avaricia a montar sucursales o franquicias en el interior.

Por que no se entiende el golf sin estar estrechamente asociado a la macro-urbanización privatizadora, fragmentadota y, por lo tanto, desestructurante del territorio. Es cierto que ha habido, y habrá, campos de golf que en su origen no han tenido nada que ver con esas impersonales y pulcras urbanizaciones sin emoción que violan con trampa y sin condón nuestro litoral, arrebatándonoslo, y parcelan su territorio para ofertarlo al mejor postor. Pero ¿no es más cierto -como diría el abogado de un mal serial norteamericano- que hasta éstos acaban siendo engullidos por un mar de hormigón y asfalto? (lamento hacer esta comparación tan poco favorable al mar, con su inmensidad y su belleza). Preguntad, por ejemplo, en Marbella.

Pero el golf, como las prostitutas, tiene «mala prensa» entre ecologistas y gente de izquierdas, de la verdadera izquierda, que no tiene por que tener una relación directa y exclusiva con determinadas siglas. Es más que nada cuestión de personas. Una «mala prensa», eso sí, con muchas razones -tantas veces esgrimidas y, a la par, desacreditadas por expertos a sueldo con argumentos falaces- como el enorme consumo de agua o de territorio que suponen las instalaciones para su práctica. Una «mala prensa» que, a menudo, permanece ensimismada (desgraciadamente cometemos una y otra vez el mismo error) ante el aislado verdor decolorido de un «árbol» de artificio que la ciega para alcanzar a vislumbrar y comprender la complejidad perversa del bosque de gris cemento en el que éste se haya inmerso. Nos lanzamos a criticar los campos de golf y solemos quedarnos cortos, pues olvidamos que la crítica, para ser eficaz, debería ser integral y dirigida globalmente a sacar a la luz la podredumb
re y las miserias del modelo al que se asocian. El problema no está en el sexo, ni tan siquiera en las prostitutas, sino en el negocio de proxenetas y tratantes de «blancas» (y negras y amarillas) que lo utilizan, las utilizan (un uso asqueroso, dramáticamente abusivo y sin ética), para montar los burdeles-altares en los que tratamos de mitigar en vano la desazón que nos provocan nuestras egoístas frustraciones y la falta de valentía para enfrentarnos a perniciosos idearios «morales» propios de la afortunadamente extinta Sección Femenina o de mojigatas reprimidas de la España profunda en plena Dictadura Franquista asesina de cuerpos y conciencias.

No obstante, esa «mala prensa», aunque no hace demasiado daño, es una molestia permanente, como las moscas en septiembre. Así que, aunque la nueva puta es joven y atractiva, es preciso maquillarla, vestirla con ropa de diseño y hasta «educarla» para mantener conversaciones «interesantes», de modo que en algún momento tengamos una falsa ilusión de autenticidad en esas relaciones (si es que pueden ser llamadas así) y dejemos de ser conscientes de que nos encontramos en un burdel y de que estamos pagando un precio muy alto, no medido en términos monetarios sino en la pérdida del valor y los valores, por nuestro sadomasoquista acto de enfermizo sexo falseado que sólo beneficia a mafias sin escrúpulos.

Así, asistimos en la actualidad a una ofensiva maquilladora de los campos de golf sin precedentes. Veamos.

Se nos trata de convencer de que a partir de ahora o, según los casos, ya hace tiempo, la construcción de los campos de golf va a estar presidida por una serie de buenas prácticas que harán de estas instalaciones deportivas casi reductos naturales de inmenso valor ecológico o ambiental.

De modo que se nos dice que, en la medida de lo posible, debe procurarse que se sitúen en zonas degradadas, siendo por lo tanto su construcción un elemento clave en la regeneración de las mismas. Aunque reconozco que la comparación no está carente de cierta demagogia y altas dosis de «mala leche», es como si a una mujer gravemente enferma -o a un hombre, que, aunque menos, también hay prostitutos- le aplicáramos una terapia milagrosa y como pago a nuestros servicios la obligáramos a trabajar en un burdel. Esto no resulta lícito. Al igual que los enfermos, las áreas degradadas deberían ser recuperadas sin tener que pagar un precio abusivo a cambio, precio que, el caso de su recuperación gracias al «bálsamo» del golf, consiste en su obligada contribución para hacer de nuevo atrayente y consolidar el lupanar de una salvaje y cuasi criminal urbanización masiva.

También se argumenta que estas instalaciones, bien gestionadas e inmersas en estas buenas prácticas, pueden llegar a ser un santuario para la fauna. Con el gorgojeo de sus hermosos pajaritos y el dulce croar de sus ranitas de San Antón; todo un idílico y bucólico ecosistema. Sólo faltan unos pastorcitos tocando la flauta y correteando alegremente, por afán lúdico y ajenos a cualquier tipo de instinto cazador, tras una mamá conejo y su camada de pequeños conejitos. Pero, al igual que en un prostíbulo para élites no tienen cabida prostitutas que no se ajusten a estrictos «cánones de belleza», tampoco en los campos de golf es bien recibida esta otra fauna «indeseable». ¿Alguien puede imaginar un conejo o un tejón asomando su hocico desde su madriguera recién abierta en el green del hoyo 13 mientras Tigger Woods trata de conseguir el par? Los animales de un campo de golf no forman parte de un ecosistema, como mucho forman parte de un muy selectivo zoológico, sólo que confinados y
aislados en unas «jaulas» un poco más grandes de lo que es habitual, y sin ninguna interrelación con otras poblaciones de fauna cercanas. Por mucho que haya tecnócratas y políticos de baja estopa e imaginación ausente que, tras devanarse los sesos, con poca fortuna por cierto, estén tratando de vender lo maravilloso que resultaría «construir» corredores ecológicos y vías verdes para conectar entre sí los campos de golf. Unos corredores que partirían de una valla o cerramiento más o menos artificial para ir a morir en otra valla similar y que, en realidad, no conectarían nada porque no hay nada que conectar, al menos desde el punto de vista ecológico, por muchos ejemplares de especies de flora autóctona que se expongan en el escaparate de lujo de la sección de flora del supermercado voyerista de los campos de golf. Aunque esto es, a poco que se profundice, una constante para un alto porcentaje de las vías de (in) comunicación que se construyen en la actualidad: que realmente
no nos llevan a ninguna parte o, al menos, a ninguna parte que nos interese. Aunque la mayoría de las veces así lo creamos.

Se nos habla también de los campos de golf como obras maestras de la arquitectura paisajística. Pero el paisaje sólo es rico y diverso cuando ha sido modelado por la sociedad sin prisas, de acuerdo con ritmos naturales y para el beneficio de la colectividad y el enriquecimiento mutuo entre ese paisaje y sus actores humanos. El sexo, para ser sinónimo de belleza, comunicación y encuentro requiere de sensualidad, de caricias y de un consentimiento o deseo mutuo sin prisas y sin precio. Las penetraciones apresuradas y eyaculaciones precoces en un prostíbulo son, en cambio, actos sórdidos mercantilizados que en ningún caso constituyen una obra maestra ni motivo alguno de enriquecimiento (salvo, claro, para el proxeneta de turno). Igual pasa con el paisaje cuando se construye desde una visión arquitectónica constreñida por el mero negocio y el cortoplacismo.

Otro de los problemas que se vislumbra en torno a las urbanizaciones, antaño justificadas por el modelo de «sol y playa» y hoy por la erótica del golf, es el de un modelo de transporte netamente insostenible basado exclusivamente en el vehículo privado. Para nada; a partir de ahora se procurará en el diseño de los itinerarios del transporte colectivo situar alguna parada en las inmediaciones del los campos de golf. No caen en la cuenta (o al menos lo simulan bastante bien) los que han tenido la «genial» idea, de que el modelo de la masiva urbanización dispersa, excluyente, exacerbadamente individualista e impregnada de un abrumante culto a la defensa de la privacidad -defensa de la privacidad que para los casos de comisión de «actos» individuales o «societarios» considerados «impuros»se traduce en deseo de impunidad y anonimato- que predomina en los «paisajes del golf» es incompatible con el diseño de un trasporte colectivo eficaz y eficiente. Por mucho que nos pongan una par
ada de autobús junto al burdel no dejaremos de ir en nuestro coche, que siempre es más discreto. Y más cómodo, sobre todo a la vuelta aunque nos hayamos embriagado de alcohol y falso amor. ¿Tienen muchos conocidos que para «irse de putas» tomen el autobús o el metro? Sobre todo si habitan una de esas fantasmales urbanizaciones dispersas para pudientes plagadas (como las plagas bíblicas) de murallas, sistemas telemáticos de vigilancia y de habitaciones del pánico, y disponen de un automóvil o más de 400 caballos con los que presumir de estatus social y tratar sin fortuna de evidenciar con contundencia su dominación y superioridad sobre las prostitutas. Ya que si fuera cuestión de «pelotas» otro gallo cantaría.

Para ir terminando, y sin llegar a agotar, por inabarcable, toda la casuística «erótica» que se atesora en torno a un «green», otra de los asuntos actuales que más llama la atención en relación con el intento de «santificación» del golf y la pretendida transustanciación en templo del burdel especulativo-urbanístico que lo acoge, es la creciente demanda que reclama que se proceda a la construcción de instalaciones públicas para la práctica de este deporte. Algo así como la democratización formal del golf para tratar de enmascarar la imposibilidad de su democratización en los aspectos participativo y social. Democratización de cartón-piedra, expresión de la parasitaria dictadura de un mercado que acude a lo público sólo en las contadas ocasiones en las que lo necesita para sus fines. Las instituciones públicas no están para eso. No están para «ejecutar» complejos deportivos o turístico-deportivos al servicio de las élites y de los proxenetas o chulos de la urbanización masiva.
La cosa pública debe encargarse, entre otras muchas cosas, de exigir y regular que se proporcionen unas condiciones de vida y de trabajo más dignas a las prostitutas, pero nunca utilizar esto como coartada para fomentar la prostitución ni para justificar la construcción de un burdel con los impuestos que pagamos todos. Algo similar pasa con el golf.

Las prostitutas me merecen un gran respeto. Opino que, por lo general, son mujeres valientes que, «voluntariamente» o engañadas, se enfrentan a la carencia crónica de sus vidas del mejor modo en que son capaces, vista la escasez de posibilidades que se les ofrece desde lo social, lo público y hasta desde lo humano, así como la instrumentalización que de ellas hacen cuatro chulos baratos sin valor ni vergüenza, con la complicidad o ante la indiferencia de una sociedad sin conciencia colectiva y desconocedora de la solidaridad. Pero esta admiración no significa que me vaya a acostar con una de ellas ni que quiera que su número sea cada vez mayor ni que ese respeto sea extensivo a los burdeles y sus proxenetas. Igual me ocurre con el golf, sólo que con la diferencia que no me merece tanto respeto. No obstante, he de reconocer que los campos de golf no son en sí mismos máculas o pecados que merezcan ser estigmatizados o calcinados en hogueras inquisitoriales, pero, al igual que l
as putas, son el instrumento de un modelo (no) ético, social y económico aberrante que lo mercantiliza todo para favorecer los sucios intereses privados de unos pocos a costa de una sociedad que, complaciente, se deja penetrar por detrás con violencia. Y sin vaselina. Siempre nos quedarán las putas como anestésico objeto de regocijo estúpido para monarcas ilusos que sólo lo son por estar tuertos en un país de ciegos.

El golf es en la actualidad una de las piezas clave para la prostitución masiva de nuestro territorio, para su venta parcelada a pésimos amantes, para la conversión de nuestro litoral en un inmenso y gris burdel donde se contagia de forma galopante la mortal enfermedad venérea del cemento que lo aplasta todo sin punto de retorno. Un burdel urbanístico que, además, es un caldo de cultivo idóneo para que prosperen los proxenetas y el lucrativo negocio de la prostitución y todo un sin fin de otros modos de marginación, exclusión y explotación esclavistas. Aunque en esto también existen poderosos intereses en este sistema, soporte adecuadamente fértil para favorecer y acoger la germinación espontánea y empobrecedora de, a modo de cizaña, una gran diversidad de «especies» especializadas en el blanqueo de dinero negro producto de la, aunque legalmente admitida y socialmente tolerada, apropiación indebida a mano armada que constituye el objeto de negocio de delincuentes de cuello bl
anco, o manchado, carentes de escrúpulos.

Pero, no puede negarse, el golf tiene su erótica. Ahora a cada uno nos toca decidir si nos vamos o no de putas para que engorden cuatro chulos de mierda. Yo lo tengo claro. ¿Y tú?

(1) Como de manera genial dejó expresado José Manuel Esteban Guijarro en una viñeta (el Cuadrilátero de Esteban) publicada en el diario Huelva Información -se cumple en este caso el dicho de que una imagen vale más que mil palabras-, creo recordar que a finales de este pasado mes de febrero.