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Es la democracia la que está contra las cuerdas

Fuentes: Rebelión

«Mi ideal político es el democrático. Cada uno debe ser respetado como persona y nadie debe ser divinizado.» (Albert Einstein)

El sábado 18 de junio de 2005 tuvo lugar en Madrid una multitudinaria manifestación auspiciada por el Foro de la Familia y apoyada por el Partido Popular, entonces presidido por Mariano Rajoy. Se organizó una gran marcha en contra del matrimonio igualitario en vísperas de la aprobación de la ley que lo iba instituir, promovida por el gobierno del PSOE que presidía José Luis Rodríguez Zapatero. La ley salió adelante en el Congreso de los Diputados el 30 de junio cuando se levantó el veto del Senado a pesar de los votos en contra del PP y Unió Democratica de Catalunya. Meses después, el 30 de septiembre, setenta y dos diputados del PP presentaron un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional contra la reforma del Código Civil que imponía la entrada en vigor de la mencionada ley. El recurso fue admitido a trámite, pero no supuso la derogación de lo aprobado por el Congreso según el veredicto hecho público el seis de noviembre de 2012. Tres años después se celebró la boda de Javier Maroto, exalcalde de Vitoria y uno de los representantes más destacados de los populares durante la época de Rajoy. Según aseguraron testigos, este bailó la conga en el evento.

Se dirá que esto ocurrió hace veinte años largos, que es historia antigua. Pero conviene tenerla presente para así interpretar correctamente lo que en nuestros días acontece y juzgar con el mayor tino posible los comportamientos de unos y otros en el contexto presente. De esa historia quiero destacar la columna que en aquel entonces publicó la veterana periodista Soledad Gallego-Díaz bajo el título Es la razón la que está contra las cuerdas. En ella partía de la susodicha manifestación conservadora para criticar la actitud del principal partido de la derecha española y también la participación activa en la movilización de la jerarquía de la Iglesia Católica. Para la prestigiosa columnista de El País la decisión del PP suponía «alterar una imagen laica [que no laicista, digo yo] duramente ganada en los últimos 25 años». Fue una prueba más de que el eternamente pendiente «viaje al centro» no es sino una engañifa del partido concebido hace ya casi medio siglo por varios ministros de Franco, y que insistentemente ha desaprovechado todas las oportunidades habidas y por haber de romper su cordón umbilical con la dictadura.

Según Gallego-Díaz aquella manifestación fue un síntoma de «la larga preocupación de la Iglesia por el imperio de la razón» o, dicho con otras palabras, por «el fundamentalismo de las luces», que a partir del siglo XVIII habría ido poseyendo, como un demoníaco súcubo, el alma de Europa y, por contagio, del resto del mundo en un proceso de creciente secularización que ha acabado desnortando moralmente a la humanidad entera. En lo profundo de aquella gran marcha en defensa de la familia se encuentra como matriz nutricia la confrontación medieval entre razón y creencia que la modernidad zanjó trazando una nítida frontera entre la una y la otra confinando las creencias al ámbito de lo subjetivo.

Termina la autora su elocuente columna con una referencia a una carta que el profesor norteamericano de Ciencia Política Stephen Bronner le escribió al Papa de por aquel entonces, Benedicto XVI. En ella el filósofo y politólogo le recuerda al Santo Padre una verdad elemental, tan lógica como avalada por la historia: «Fe, mito y dogma están en el corazón de la servidumbre y el autoritarismo. Crítica, ciencia y tolerancia encarnan la pequeña esperanza que le queda a los sin esperanza. Hoy no es la religión, sino la razón la que está contra las cuerdas».

Con la perspectiva de las dos décadas transcurridos cabe ver este texto como un temprano aviso de lo que se nos venía encima, un prematuro pálpito localizado de lo que el teólogo progresista Juan José Tamayo denominó hace unos años «la internacional del odio». Las traumáticas crisis globales que hemos sufrido en este primer cuarto de siglo, empezando por la financiera de 2008, continuando con la pandemia de la COVID-19 y terminando con la liquidación del orden basado en el derecho internacional a través del uso desatado de la fuerza militar, no han hecho sino promover lo peor de la condición humana al púlpito de los poderosos con la cobertura ideológica y tecnológica de los señores de la así llamada «ilustración oscura». Con el concurso –todo hay que decirlo– de una izquierda desorientada, la derecha reaccionaria ha implantado el imperio de la irracionalidad. Eso significa el deterioro hasta su extinción de los valores que legitiman la democracia, a saber: la libertad política, la justicia social y el cosmopolitismo.

Ya hemos rebasado la fase de los populismos, que nos pilló por sorpresa, cuando Trump llegó por primera vez a la Casa Blanca, y la fuerza de su ola consiguió sacudir la que quizá es la democracia europea más arraigada provocando el shock del Brexit. Desde entonces, las actitudes defensivas nacionalistas, excluyentes, antisolidarias, individualistas, propiciadas por las organizaciones de derecha extrema, no han hecho sino crecer en todas las democracias del planeta. Y no es raro encontrar fuertes vínculos entre esas organizaciones y los movimientos religiosos. Como explica Juan José Tamayo en su libro La internacional del odio una nueva religión ha nacido fruto de la unión entre la extrema derecha política y los movimientos cristianos fundamentalistas. La internacional cristoneofascista se nutre del odio y, mientras se regodea con él, gana adeptos inoculándolo a la ciudadanía y minando así su virtud cívica. Se dirige, como es evidente, contra el feminismo y la así llamada «ideología de género», el movimiento LGTBI, el laicismo, los inmigrantes, los musulmanes, el socialismo. En definitiva, todo lo que juzga que puede ser una amenaza contra ese modelo de familia heteropatriarcal entendida como un verdadero microcosmos de una sociedad con una fuerte identidad tribal, rígidamente jerarquizada en beneficio de una élite que pugna por detentar todos los poderes: el económico, el político y el cultural.

Si hace veinte años la voz de alarma apuntaba a que es la razón la que está contra las cuerdas, actualmente podemos afirmar, sin temor a dramatizar, que es la democracia la que está contra las cuerdas. Y no es casual que lo segundo haya venido tras lo primero. Es verdad que la democracia es un producto de la historia; y en este sentido no es inteligente adscribirse al esencialismo democrático, según el cual existe una esencia de la democracia en el mundo platónico donde reside el ser genuino de las cosas. Es la democracia real la única verdadera democracia, la de las mujeres y los hombres de carne y hueso, imperfecta forzosamente, como nosotros; una compleja estructura institucional, resultado de múltiples y diversos ensayos y pruebas históricas que probablemente no concluirán nunca. Pero funciona como sistema de organización de la convivencia, porque permite la gestión pacífica de las diferencias, la pluralidad y los conflictos de intereses que conllevan, asegurando una cierta estabilidad a través de los cambios sociales, culturales y económicos en progresiva aceleración. Atendiendo a su origen, cuando fue creada en la Atenas de hace dos mil quinientos años, se ve claro que su motivación primigenia, la que otorga sentido a su puesta en funcionamiento, reside en la necesidad de ponerle riendas al poder. Esta es su razón de ser. El poder es intrínsecamente pulsional y, en tanto que tal, tiende de suyo a lo que los griegos denominaban ύβρις (hibris), es decir, a la trasgresión de los límites, a la desproporción expansionista; es irracional de suyo. La democracia es el artilugio de la razón para ponerle freno. Este es el sentido de la tan manida expresión inglesa –tan sobada desde que empezamos a sufrir la segunda réplica del terremoto Trump– del check and balances (o controles y contrapesos), referida a ese diseño institucional de la democracia moderna. Los tres poderes definidos por Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) –legislativo, ejecutivo y judicial– se vigilan los unos a los otros atentos a cualquier manifestación del vicio del poder que es esa ύβρις contra la que los antiguos atenienses inventaron el artífico político contra natura que es la democracia. Contra natura porque el estado natural es el de la guerra de todos contra todos, como advirtiera el filósofo inglés Thomas Hobbes en su Leviathan (Leviatán), obra publicada en 1651, tres años después de la firma del Tratado de Westafalia que puso fin a la cruenta Guerra de los Treinta Años, un aterrador ejemplo de los muchos que la historia nos puede ofrecer de lo que ocurre cuando el poder se pone al servicio del imperio de la irracionalidad. No en vano su título completo era Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Ecclesiasticall and Civil (Leviatán, o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil). Otro filósofo inglés, Bertrand Russel, ya en el siglo XX, en fecha también propia de un contexto bélico como 1938, concibe la democracia como una forma de «doma del poder» en su ensayo Power: A new social analysis (Poder: un nuevo análisis social).

No discutiré que el diseño institucional es clave en la conformación de la democracia para hacerla eficaz a la hora de cumplir con ese objetivo primordial de doma del poder. Podría decirse que el sistema de sus instituciones es su cuerpo. Y hay cuerpos distintos con diferente genética, siguiendo con la analogía orgánica, como se puede comprobar por la diversidad de diseños institucionales que nos ha regalado la historia de la democracia; puede ser que reconozcamos la democracia en un cuerpo institucional que tiene por Jefe de Estado a un monarca, como es el caso del Reino de España, o a un Presidente, como es el caso de una República. Ahora bien, todas comparten el mismo espíritu por así decir revolucionario que expresó el Fernando Savater de su Diccionario filosófico de hace tres décadas –que no es el mismo Savater de ahora–: «¿En qué consiste la revolución democrática? En convertir a los individuos en portadores del sentido político de la sociedad. (…) En su nivel superior, consiste en ofrecer razones y atender a las que recíprocamente se nos brindan, para configurar mediante tal colaboración dialéctica la siempre revocable verdad política y la también cuestionable (nunca absoluta e inapelablemente cierta) verdad teórica». Hay que reconocerle al filósofo español que aquí acierta (aunque diríase, a la luz de su más reciente conducta, que a él se le han olvidado sus propias palabras).

El lenguaje de la democracia es el lenguaje de la razón, pues. Por eso también la laicidad es parte esencial del espíritu democrático: porque las creencias religiosas no valen en el espacio público y común del debate democrático en el que todos los ciudadanos estamos obligados a dar razones no sirviendo el aval de las doctrinas y mucho menos de los dogmas. Es por esto también que es tan valiosa la libertad de conciencia en la sociedad democrática. Su salvaguarda como derecho fundamental es obligada para garantizar el vigor de ese espíritu democrático. Los ciudadanos no pueden ser portadores del sentido político de la sociedad sin libertad de conciencia; y esta no puede ejercitarse si no es por vía racional.

La victoria del populismo es el triunfo del imperio de la irracionalidad y, en consecuencia, el debilitamiento del espíritu de la democracia. Su actitud frente a la realidad no es la de tratar de conocerla, sino la de impregnarla de una emotividad distorsionadora que impide al sujeto establecer o captar las relaciones de las cosas que hacen que dependan las unas de las otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra. Supone la negación de la verdad. De este modo no sólo se logra manipular el sentido político de la sociedad que se destaca en la cita de Savater, sino que también se abre una peligrosa puerta al delirio colectivo. Una muestra de ello –de las muchas que la actualidad nos proporciona en abundancia– es la reciente advertencia pública de Trump, con puesta en escena surrealista incluida, sobre el supuesto vínculo causal existente entre la ingesta de paracetamol y el padecimiento de autismo.

Las creencias no deben perderle la cara a la realidad so pena de acabar generando una pseudorrealidad paralela a la que ya le puso nombre Kellyanne Conway, la consejera del primer Trump, al echar mano en un momento de apuro en una entrevista a la expresión alternative facts (hechos alternativos). Si el sujeto que sostiene determinadas creencias no quiere o no puede dar razones mediante las que esas creencias respondan ante la realidad de los hechos nos introducimos peligrosamente en los dominios del delirio; porque si el delirio es una creencia de origen patológico, la creencia por completo desvinculada de la razón puede convertirse en un delirio de origen cultural, inoculado socialmente. Qué necesidad tenemos hoy la ciudadanía de nuestro sentido crítico, porque nunca antes fue tan capaz la tecnología de dotar de poder de credibilidad a los delirios convirtiéndolos en potentes herramientas de manipulación.

El filósofo francés André Comte-Sponville afirma en su libro Invitación a la filosofía: «La realidad hay que tomarla o dejarla, y nadie puede transformarla si primero no la toma». El conocimiento es el único medio válido de tomarla. El éxito de esa empresa es lo que llamamos verdad. Dicho con otras palabras, esta vez del filósofo español José Antonio Marina extraídas de su libro La inteligencia fracasada: «Las necesidades vitales imponen una adecuación a la realidad, una comunicación con otros seres y una cooperación con ellos en el plano práctico». El instrumento que permite hacer eso, humanamente a nuestro alcance, ciertamente tentativo y falible, y por lo mismo forzosamente practicado en formato dialógico y de contraste intersubjetivo, es la razón. Encastillarse en las creencias propias y no estar abiertos a sopesar las evidencias ajenas supone el imperio de la irracionalidad, lo que conduce irremisiblemente a la violencia y pone a la democracia contra las cuerdas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.