Después de la experiencia de estos últimos cuarenta y cuatro años, y visto todo lo sucedido en su transcurso, se me ocurre que, de haber vivido Franco 20 o 30 años más, esta Constitución y el mapa político-administrativo vigente le hubieran servido al aggiornamiento de su ideología: la Constitución de 1978 reemplazaría a las Leyes Fundamentales […]
Después de la experiencia de estos últimos cuarenta y cuatro años, y visto todo lo sucedido en su transcurso, se me ocurre que, de haber vivido Franco 20 o 30 años más, esta Constitución y el mapa político-administrativo vigente le hubieran servido al aggiornamiento de su ideología: la Constitución de 1978 reemplazaría a las Leyes Fundamentales del Reino, nombraría jefe de Estado al que ya tenía preparado para rey, y él pasaba a la reserva para vigilar la transición y cuidar que en adelante todo lo fundamental se ajustase a su ideario. Con un partido conservador libre de sospechas y otro progresista pero dócil en alternancia; con una Diputación en cada provincia, una Audiencia Nacional atenta a los amagos de sublevación, un Tribunal Constitucional corrigiendo la tentación de todo desvío, un Tribunal Supremo a lo suyo pero eminentemente conservador, y un Senado repleto de adictos al Nuevo Régimen, España hubiera seguido su andadura como una balsa de aceite. Así, gradualmente, se hubiese podido llegar algún día a la democracia sin especiales contratiempos ni dolor. Yo mismo hubiera podido sugerírselo dada mi cercanía en su última época, destinado en la Fiscalía General del Estado; destino al que muy pronto renuncié. Al fin y al cabo, la mayoría de las leyes franquistas eran impecables, técnicamente. Sencillamente porque sus redactores, el legislador, no estaban presionados por los mercados, ni apremiados por la impaciencia, como lo están ahora. Y distintos conceptos que suenan bien, como «seguridad», «derechos», «cogestión», etc, estarían cumplidamente atendidos, en la teoría, de esta misma Constitución. Pues así es cómo se pone de manifiesto que la Constitución no fue más que un apaño de siete redactores provenientes del Régimen. Ninguno procedía de las clases populares. Se metió en el paquete a votar, a la monarquía. El ejército vigilaba. El pueblo temía un golpe de Estado a la muerte del dictador y estaba deseando pasar página cuanto antes, por eso firmó lo que fuese con tal de empezar una nueva vida política henchida de libertades. No eran aquellos momentos para analizar el contenido del texto de esta Constitución, ni lo tramposa que podría ser…
Ésta es sin duda la razón de que, según el CIS, un 70 por ciento de los españoles sea favorable a la reforma de la Constitución. Y a propósito de ella, dos pilares: un referéndum monarquía-república, por un lado, y la entronización del Estado Federal. Sin embargo, en tanto esto no suceda, entiendo que no es la Constitución el problema más grave, por arriba, que tiene España. Pues, a pesar de estar viciada en origen y ser centralizadora, contra natura por las muy distintas sensibilidades geográficas, el verdadero problema está en la pésima voluntad interpretativa del texto constitucional mostrada por los gobiernos que se han ido sucediendo, por parte del TC, por parte del TS y por parte del periodismo oficialista al que se suma un periodista salido de cloacas. Pudiendo haberla interpretado con flexibilidad de otro modo -casi todas las normas suelen tener más de una lectura- gobierno, TC, TS y periodismo oficialista, además subvencionado, siempre han interpretado las normas para cerrar el paso a la auténtica libertad de expresión, al desarrollo de las libertades participativas y a toda posibilidad de avance de la idea republicana. Y también, para impedir el cambio del sistema electoral que prima a los dos partidos de la alternancia.
Cuando España comenzó la nueva singladura, esta «aventura democrática», el pueblo esperaba muchas cosas. La esperanza era el motor. Era lógico y natural. Pero luego, a medida que han ido pasando los años, se ha ido agravando más y más la frustración. En lugar del esperado saneamiento de la sociedad, se ha revelado la corrupción generalizada en la clase política y empresarial. En lugar de la esperada disminución de las desigualdades, las desigualdades se han ido ensanchando todavía más. En lugar del esperado progreso político y la esperada separación de poderes del Estado, la clase política se ha mostrado en general más oportunista que servidora pública, cuando no malhechora, y los tres poderes se han manifestado semi fundidos en uno. En lugar del ejercicio democrático a través del referéndum y de las consultas populares previstas en la Constitución y, eventualmente, la esperada autodeterminación de los territorios y pueblos de España, no sólo no ha habido lugar ni al uno ni a las otras en ningún caso y circunstancia, sino que se ha reaccionado por parte de esas cuatro instituciones con parecida represión a la franquista, a pesar de que la Constitución prevé referéndum y consulta popular en su artículo 149, 32º, sólo dependientes de la autorización del gobierno de turno.
Es un cúmulo de cosas que hace indeseable las condiciones en que se ha ido manifestando esta democracia que parece un simulacro. Porque luego, ahí está la permisividad del ejecutivo y del legislativo hacia los poderes fácticos; la benevolencia de la justicia hacia los miembros indeseables y, eso sí, felones que han saqueado las arcas públicas; la respuesta de los gobiernos, del TC, del TS dadas al pueblo y a sus demandas a lo largo de estas cuatro décadas sobre distintas cuestiones… Todo lo que hace aflorarlas fuerzas ocultas manejadas por los poderes bancarios, financieros y de las grandes empresas, y por los reaccionarios franquistas a los que a veces se unen los falsos socialistas con los que comparten los beneficios de las puertas giratorias (139 ministros y altos cargos desde 2014, según «Público»). Fuerzas que frenan la evolución democrática e interpretan las normas de cualquier rango, más en claves franquistas que en términos de la tolerancia que caracteriza a los estados modernos y avanzados. Es más, hubiera bastado una verdadera separación de los poderes del Estado, una interpretación razonable de los artículos de la Constitución, del código penal y otras normas concomitantes, respecto al orden público, respecto al País Vasco y Cataluña y otras cuestiones de calado, por un lado, y una interpretación implacable de las leyes punitivas para castigar a los políticos expoliadores haciéndoles devolver hasta el último euro el producto de su nauseabunda rapiña, por otro lado, para que el pueblo hubiese aceptado como mal menor la Constitución sin deseos significativos de derogarla o reformarla. Porque la separación de poderes siempre ha sido sospechosa, y nunca la tolerancia ha sido la pauta; ni por parte de los gobiernos ni por parte de la justicia. Sólo han sido tolerantes ambos con quienes no debían serlo: con los abusadores del poder y con los forajidos de traje y corbata.
En estas condiciones, aunque nunca las leyes en sí mismas son la solución, porque la solución viene de la catadura de quienes las interpretan y aplican, la reforma de la Constitución que introduzca el Estado Federal y a la larga o a la corta la posibilidad de la República como forma de Estado, es una asignatura tan pendiente que, hasta que no sea realidad, será muy difícil que España viva con estabilidad y verdaderamente en paz. Por eso Catalunya y la deseable exhumación de los restos del dictador se han convertido en otras más de las muchas cortinas de humo provocadas para que en el fondo todo siga igual. Para que todo siga igual, si no es que eclosiona la oficial involución institucional en los inminentes comicios a través del partido oficial de ultraderecha, al que se adhiere como una lapa el que finge ser de centro pero es tan extremoso como él, con la obsecuencia y condescendencia efectivas del partido mayoritario progresista que fue…
Jaime Richart, antropólogo y jurista.
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