Presentación de Juan Vivanco
El ventenio de Berlusconi ha causado estupor desde sus comienzos. ¿Cómo fue posible que un magnate de los medios de comunicación, en poco más de un mes, formara un partido político y ganara unas elecciones? ¿Cómo es posible que la sociedad italiana tolere, y premie electoralmente, la combinación perfecta entre los intereses empresariales del Cavaliere y su función pública? Para encontrar una respuesta no inmediata y trivial, sino meditada y honda, podemos acudir a los Escritos corsarios de Pasolini. Este libro, recopilación de artículos publicados en los años 1970, poco antes de su asesinato, sostiene fundamentalmente la tesis de que Italia estaba experimentando una verdadera mutación antropológica, inadvertida por sus propios actores. Ojalá la agudeza de Pasolini pueda inspirarnos para vislumbrar la evolución del laboratorio italiano (¿europeo?), tan grotesco como inquietante. Publicamos un extracto de la nueva traducción española del libro.
Escritos Corsarios
Pier Paolo Pasolini
Traducción de Juan Vivanco Gefaell
Ediciones del Oriente y el Mediterráneo
(colección encuentros – serie comunicación)
5 Año edición: 2009
ISBN: 978-84-96327-72-6
11 de julio de 1974. Ampliación del «boceto» sobre la revolución antropológica en Italia*
Pier Paolo Pasolini
Los intelectuales siempre tendemos a identificar la «cultura» con nuestra cultura, y por lo tanto la moral con nuestra moral y la ideología con nuestra ideología. Esto significa: 1) que no usamos la palabra «cultura» en el sentido científico; 2) que así expresamos cierto racismo irreducible hacia quienes tienen, precisamente, otra cultura. La verdad es que gracias a mi vida y mis estudios, he podido librarme bastante de caer en estos errores. Pero cuando Moravia me habla de gente (es decir, prácticamente todo el pueblo italiano) que vive en un nivel premoral y preideológico, me demuestra que ha caído de lleno en estos errores. Lo premoral y lo preideológico sólo existen si se supone la existencia de una sola moral y una sola ideología histórica justa; que sería la nuestra, la burguesa, la suya, de Moravia, o la mía, de Pasolini. Pero en realidad lo premoral y lo preideológico no existen. Simplemente existe otra cultura (la cultura popular) o una cultura anterior. Sobre estas culturas se implanta una nueva opción moral e ideológica: por ejemplo, la opción marxista, o bien la opción fascista.
Esta opción es fundamental. Pero no lo es todo. En efecto, tal como observa el propio Moravia, no debe juzgarse en sí misma, sino por sus resultados teóricos o prácticos (el cambio del mundo). ¿Cómo es posible que ciertas opciones justas ―por ejemplo, un marxismo maravillosamente ortodoxo― den unos resultados tan horriblemente equivocados? Exhorto a Moravia a pensar en Stalin. Por mi parte, no tengo la menor duda: los «crímenes» de Stalin son el resultado de la relación entre la opción política (el bolchevismo) y la cultura anterior de Stalin (es decir, lo que Moravia llama, con desprecio, premoral o preideológico). Por otro lado, no hace falta recurrir a Stalin, a su opción justa y a su fondo cultural campesino, clerical y bárbaro. Hay infinidad de ejemplos. Yo también, según Maurizio Ferrara (que me hace en L’Unità la misma crítica que Moravia, es decir, me recuerda severamente el valor esencial y definitivo de la opción), he escogido una opción justa, pero la he aplicado mal, según parece a causa de mi irracionalidad cultural, es decir, de la cultura anterior en la que me he formado.
Ahora vamos a multiplicar por millones estos casos individuales. Millones de italianos han hecho su elección (bastante esquemática): por ejemplo, millones de italianos han optado por el marxismo, o al menos por el progresismo, mientras que otros millones de italianos han escogido el clericalfascismo. Estas opciones, como ocurre siempre, están incluidas en una cultura. Que es, precisamente, la cultura de los italianos. Pero mientras tanto la cultura de los italianos ha cambiado por completo. No, no lo ha hecho en las ideas expresadas, en la enseñanza, en los valores defendidos conscientemente. Por ejemplo, un fascista «modernísimo», es decir, motivado por la expansión económica italiana y extranjera, sigue leyendo a Evola. La cultura italiana ha cambiado en la vivencia, en lo existencial, en lo concreto. El cambio consiste en que la vieja cultura de clase (con sus divisiones netas: cultura de la clase dominada, o popular, y cultura de la clase dominante, o burguesa, cultura de las minorías selectas) ha dado paso a una nueva cultura interclasista que se expresa a través del modo de ser de los italianos, a través de su nueva calidad de vida. Las opciones políticas que se nutrían del viejo mantillo cultural eran una cosa, las que se nutren de este nuevo mantillo cultural son otra. Un obrero o un campesino marxista de los años cuarenta o cincuenta, en el supuesto de una victoria revolucionaria, habría cambiado el mundo de una forma; hoy, en el mismo supuesto, lo cambiaría de otra forma. No quiero hacer profecías, pero no oculto que soy desesperadamente pesimista. El que ha manipulado y transformado radicalmente (antropológicamente) a las grandes masas campesinas y obreras italianas es un nuevo poder que me cuesta definir, aunque estoy convencido de que es el más violento y totalitario de la historia, pues cambia la naturaleza de la gente, entra en lo más hondo de las conciencias. Por lo tanto, bajo las opciones conscientes, hay una opción cautiva, «ya común a todos los italianos», que no puede dejar de deformar las otras.
(…)
Fue la propaganda televisiva del nuevo tipo de vida «hedonista» lo que determinó el triunfo del «no» en el referendo. Porque no hay nada menos idealista y religioso que el mundo televisivo. Es verdad que durante todos estos años la censura televisiva ha sido una censura vaticana. Pero el Vaticano no ha comprendido qué debía censurar. Por ejemplo, debía censurar Carosello, porque es en Carosello donde se exhibe, omnipotente, nítido, tajante, perentorio, el nuevo tipo de vida que los italianos han de imitar. Y no es precisamente un tipo de vida en el que pinte algo la religión. Por otro lado, los programas de carácter específicamente religioso de la televisión son tan aburridos, tan sumamente inexpresivos, que lo mejor que habría podido hacer el Vaticano era censurarlos todos. El bombardeo ideológico televisivo no es explícito: está en las cosas, es indirecto. Pero nunca se ha podido propagar con tanta eficacia un «modelo de vida» como con la televisión. El tipo de hombre o mujer que cuenta, que es moderno, que debe imitarse y lograrse, no se describe o ensalza, ¡se representa! El lenguaje de la televisión es, por naturaleza, un lenguaje físico-mímico, el lenguaje del comportamiento. Que es trasladado sin más, sin mediaciones, al lenguaje físico-mímico y al lenguaje del comportamiento en la realidad. Los héroes de la propaganda televisiva ―jóvenes en moto, chicas al lado de dentífricos― proliferan en millones de héroes semejantes en la realidad.
Justamente por ser totalmente pragmática, la propaganda televisiva representa el aspecto acomodaticio de la nueva ideología hedonista, y por lo tanto es enormemente eficaz.
Si en todos estos años la televisión ha estado al servicio de la Democracia Cristiana y el Vaticano en el plano de la voluntad y la conciencia, en el plano involuntario e inconsciente, por el contrario, se ha puesto al servicio del nuevo poder, que ya no coincide ideológicamente con la Democracia Cristiana y no sabe qué hacer con el Vaticano.
(…)
Lo que más impresiona cuando se pasea por una ciudad de la Unión Soviética es la uniformidad de la muchedumbre: nunca se advierte ninguna diferencia sustancial entre los transeúntes en el vestir, en los andares, en la seriedad, en las sonrisas, en la gesticulación; en suma, en el comportamiento. El «sistema de los signos» del lenguaje físico-mímico, en una ciudad rusa, no tiene variantes, es totalmente idéntico en todos. ¿Cuál es la proposición primera de este lenguaje físico-mímico? Es esta: «Aquí no hay diferencias de clase». Y es algo maravilloso. A pesar de todos los errores y las involuciones, a pesar de los crímenes políticos y los genocidios de Stalin (de los que es cómplice todo el mundo campesino ruso), el hecho de que el pueblo ganara en el 17, definitivamente, la lucha de clases, y lograra la igualdad de los ciudadanos, es algo que produce un profundo y apasionante sentimiento de alegría y confianza en los hombres. El pueblo conquistó la libertad suprema, nadie se la regaló. La conquistó.
Hoy en las ciudades de Occidente ―pero quiero hablar sobre todo de Italia―, al pasear por la calle, también impresiona la uniformidad de la muchedumbre: aquí tampoco se advierte ninguna diferencia sustancial entre los transeúntes (sobre todo si son jóvenes) en el vestir, en los andares, en la seriedad, en las sonrisas, en la gesticulación; en suma, en el comportamiento. Por consiguiente se puede decir que, como en el caso de la muchedumbre rusa, el sistema de signos del lenguaje físico-mímico no tiene variantes, es completamente idéntico en todos. Pero mientras que en Rusia es un fenómeno tan positivo que emociona, en Occidente, en cambio, es un fenómeno negativo y provoca un estado de ánimo que roza el disgusto definitivo y la desesperación.
La proposición primera de este lenguaje físico-mímico es esta: «El Poder ha decidido que seamos todos iguales».
El afán de consumo es un afán de obediencia a una orden no pronunciada. En Italia todos sienten ese afán, degradante, de ser iguales a los demás cuando se trata de consumir, de ser felices, de ser libres, porque tal es la orden que inconscientemente han recibido y «deben» obedecer para no sentirse distintos. Nunca la diversidad ha sido una culpa tan espantosa como en este periodo de tolerancia. La igualdad no se ha conquistado, es una falsa igualdad regalada.
(…)
Una de las principales características de esta igualdad que se expresa en la vida, además de la fosilización del lenguaje verbal (los estudiantes hablan como libros impresos, los chicos del pueblo han perdido la inventiva jergal) es la tristeza. La alegría siempre es exagerada, ostensible, agresiva, ofensiva. La tristeza física de la que hablo es profundamente neurótica. Obedece a una frustración social. Ahora que el modelo social ya no es el de la propia clase, sino otro impuesto por el poder, son muchos los que se ven incapaces de alcanzarlo. Eso les humilla tremendamente. Pondré un ejemplo, muy humilde. Antes el mozo de la tahona, o cascherino, como se llama aquí en Roma, estaba siempre, eternamente, alegre. Era una alegría verdadera, que le chispeaba en los ojos. Iba por la calle silbando y soltando ocurrencias. Su vitalidad era irresistible. Vestía de un modo mucho más pobre que ahora: llevaba los pantalones remendados y la camisa a menudo andrajosa. Pero todo eso formaba parte de un modelo que en su barrio tenía un valor, un sentido. Y él estaba orgulloso. En el mundo de la riqueza tenía, para oponerle, otro mundo igual de válido. Llegaba a la casa del rico con una risa naturaliter anarquista, que lo desacreditaba todo, aunque tuviese una actitud respetuosa. Pero su respeto era el de una persona profundamente ajena. Y lo que de verdad cuenta: esa persona, ese muchacho, estaba alegre.
¿No es la felicidad lo que cuenta? ¿No es la felicidad por lo que se hace la revolución? La condición campesina o subproletaria sabía expresar, en las personas que la experimentaban, cierta felicidad «real». Hoy en día esta felicidad ―con el Desarrollo― se ha perdido. Lo que significa que el Desarrollo no es en absoluto revolucionario, ni siquiera cuando es reformista. Lo único que produce es angustia. Ahora hay adultos de mi edad tan aberrantes que prefieren la seriedad (casi trágica) con que el cascherino lleva hoy su paquete envuelto en plástico, con melena y bigotito, a la alegría «tonta» de antes. Creen que preferir la seriedad a la risa es un modo viril de afrontar la vida. En realidad son unos vampiros que se alegran de que sus víctimas inocentes también se hayan vuelto vampiros. La seriedad y la dignidad son horribles deberes que se impone la pequeña burguesía, y los pequeñoburgueses se alegran al ver que los muchachos del pueblo también se han vuelto «serios y dignos». No se les ocurre que esa es la verdadera degradación, que los muchachos del pueblo están tristes porque han perdido la conciencia de su inferioridad social, dado que sus valores y modelos culturales han sido destruidos (…).
* En Il Mondo, entrevistado por Guido Vergani.
Fuente: http://cultural.argenpress.info/2009/09/escritos-corsarios.html