Uno de los argumentos alarmistas que constantemente se utilizan por parte de aquellos autores que cuestionan la viabilidad del sistema de pensiones públicas es el del envejecimiento de la población, consecuencia del crecimiento de la esperanza de vida y del mayor número de ancianos. Estos hechos contrastan con la disminución de la tasa de fecundidad […]
Uno de los argumentos alarmistas que constantemente se utilizan por parte de aquellos autores que cuestionan la viabilidad del sistema de pensiones públicas es el del envejecimiento de la población, consecuencia del crecimiento de la esperanza de vida y del mayor número de ancianos. Estos hechos contrastan con la disminución de la tasa de fecundidad (es decir, el número de niños por mujer en edad fértil) y de la natalidad (el número de niños nacidos por cada mil habitantes).
El problema con este alarmismo es que asume un determinismo inalterable en el que ninguna de estas variables demográficas puede cambiar, lo cual es un error. La fecundidad en España, por ejemplo, es de 1,3, una de las más bajas de la UE, pero puede (y debe) aumentar considerablemente. En realidad, todas las encuestas señalan que a la mayoría de familias en este país les gustaría tener dos hijos, por cierto, un número muy semejante al que expresan las familias en la UE. Si los tuvieran, ello implicaría que el mal llamado problema de envejecimiento tendría mucha menos importancia de la que tiene ahora. Una de las razones de que no tengan dos niños es que no se ofrecen a las familias las ayudas necesarias para que puedan compaginar sus responsabilidades familiares con sus proyectos profesionales. Y, en España, cuando decimos familia queremos decir mujer. Es la mujer la que lleva la mayor carga de las responsabilidades familiares. El enorme machismo de la sociedad española, y muy en especial de los establishments mediáticos y políticos, explica que las familias estén tan poco apoyadas por el Estado (ver mi libro El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias).
En el año 2000, cuando asesoré a Josep Borrell como candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno, propuse que se estableciera un nuevo derecho en España, el derecho de acceso a los servicios de ayuda a las familias, es decir, acceso a las escuelas de infancia, por un lado, y a los servicios domiciliarios de atención a las personas dependientes, por otro. Tal derecho lo denominé con el nombre del cuarto pilar del bienestar, término que hizo fortuna, de lo cual me alegro -ver mi artículo El cuarto pilar del bienestar (Público, 15-10-09)-. Una parte de este cuarto pilar del bienestar, la de servicios domiciliarios, fue aprobada por las Cortes españolas y está siendo desarrollada por el Gobierno español. Es una buena ley, aunque está subfinanciada y se centra demasiado en prestaciones económicas y poco en servicios. Pero la otra dimensión, el derecho de acceso a las escuelas de infancia, está muy poco desarrollada. Y es un error, pues su impacto en la calidad de vida de las familias (y muy en especial de las mujeres) y de la sociedad, así como en la estructura demográfica, sería enorme.
En España no existe tal derecho y el servicio de cuidado de infantes es muy deficitario. Incluso a los centros de infancia se les continúa llamando «guarderías», como si se tratara de un lugar de aparcamiento para niños, un parking donde se lleva a los niños para que les guarden. Y esto es un problema. Estudios de desarrollo intelectual y emotivo de los infantes, realizados en EEUU y en los países nórdicos de Europa, señalan la enorme importancia que tienen los primeros años para el desarrollo emotivo, psicológico e intelectual de los infantes. Es fundamental para el mejoramiento de toda la sociedad que los niños estén en centros de infancia de alta calidad, atendidos por profesionales altamente cualificados y que dispongan de los medios necesarios. Y, puesto que la educación de los infantes beneficia a toda la población, esta debería estar financiada por todos, es decir, públicamente, lo cual no excluye contribuciones de los padres, que deben ser reguladas y dependientes de su nivel de renta.
Debido a que por razones de exilio he vivido en varios países (Suecia, Reino Unido y EEUU) además de en el mío, España, y tengo familiares en todos ellos, tengo información de primera mano sobre cuánto les cuesta a los padres una escuela de infancia (para niños menores de dos años) en cada uno de estos países. En Nueva York cuesta el equivalente a 1.600 euros al mes llevar a un niño a un centro de infancia (la gran mayoría son centros privados). En Estocolmo (Suecia), los padres pagan según su nivel de renta -aunque nunca una cifra mayor del equivalente a 180 euros al mes-, en una institución pública y de elevadísima calidad. Por último, en Barcelona una escuela privada puede costar unos 700 euros y una pública 300 (130 euros de matrícula más 170 euros en gastos paralelos). En España existe una enorme carencia de escuelas públicas de infancia. Las de mayor calidad son las suecas. Tienen un número menor de niños por profesor y permanecen abiertas durante más horas.
Se me dirá, con razón, que las familias suecas son las que pagan menos por llevar a sus niños a excelentes centros de infancia, pero que, en cambio, pagan más impuestos. De hecho, los impuestos en Suecia son más elevados que en EEUU y España. Pero lo que no debe ignorarse (como hace la gran mayoría de pensadores liberales) es que si sumamos lo que una familia estadounidense paga en atención a sus niños (ya sea en educación o en sanidad), vemos que esas cantidades son mucho mayores que las que pagan las familias suecas, pues en EEUU sólo pagan los padres (y en servicios privados), mientras que en Suecia pagan todos los ciudadanos (y en servicios públicos). Lo cual me lleva a una última reflexión. Suecia tiene una tasa de fecundidad próxima a dos niños por mujer. Mi maestro Gunnar Myrdal y su esposa, Alva (dos de los economistas más influyentes en la socialdemocracia sueca), convencieron al Gobierno socialdemócrata sueco de que tenía que invertir en escuelas de infancia para aumentar la fecundidad y facilitar la integración de la mujer al mercado de trabajo. En España, sin embargo, los equipos económicos de los gobiernos raramente ven las escuelas de infancia como inversiones tan o más importantes que el AVE. Y, en parte, ahí está el problema. No lo entienden. El machismo siempre dificulta la solución de nuestros problemas.
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra, y director del Observatorio Social de España
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/1900/escuelas-de-infancia-y-pensiones/