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España: ¿hacia la tercera República? (III)

Fuentes: La Jornada

Si el personaje de referencia se llama Francisco Franco (1892-1975), cualquier conservador o liberal puede dar fe de «progresismo». Y, si nos descuidamos, hasta de paladín de la izquierda «moderna» y «tolerante». Se entiende: Franco fue la muerte sin más. No la muerte biológica, digna, natural, sino la muerte en tanto odio razonado y militante […]

Si el personaje de referencia se llama Francisco Franco (1892-1975), cualquier conservador o liberal puede dar fe de «progresismo». Y, si nos descuidamos, hasta de paladín de la izquierda «moderna» y «tolerante». Se entiende: Franco fue la muerte sin más.

No la muerte biológica, digna, natural, sino la muerte en tanto odio razonado y militante contra todas las manifestaciones humanas de la vida. A este personaje, y a todo lo que su régimen de sufrimiento, hambre y dolor representó (1939-75), el rey Juan Carlos I le juró fidelidad y respeto en 1969.

Ahí radica el núcleo duro y conflictivo de la monarquía española, una de las siete que la Unión Europea reconoce como «constitucionales» o «parlamentarias». Que en rigor son 10. Pero Mónaco es un casino, y las de Liechtenstein y Luxemburgo son lavadoras de divisas, o trafican con armas y drogas ilícitas.

De ellas (Reino Unido, Suecia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega) ninguna ha sido, históricamente, más cuestionada que la borbona. Así es que conforme el movimiento antimonárquico vuelve a levantar cabeza, cabe preguntarse cómo se diseñó, desde fines del decenio de 1960, eso que las almas impúdicas llaman «transición democrática».

Para ello pueden consultarse los textos de José María de Areilza (1909-98, graciosamente llamado conde de Motrico), uno de los artífices de la «transición». Areilza fue ideólogo del franquismo doctrinario (fusión de la Falange Española y las Juntas de Ofensiva Nacional de Hierro, JONS), embajador de Franco y, por decisión de Juan Carlos, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno de Carlos Arias Navarro (primero de la monarquía, 1975) y fundador del fascista Partido Popular, junto a Pío Cabanillas y Manuel Fraga Iribarne (1976).

Otra fuente ineludible de consulta sería la de Gonzalo Puente Ojea, quien tuvo ocasión de conocer a Juan Carlos cuando fue encargado de la embajada en Atenas (1962). En la entrevista que me concedió en Madrid, Puente Ojea dijo: «Recuerdo que me chocó su apología de Franco. Mostraba gran indiferencia sobre el mundo de la cultura, y una notable insensibilidad ante los graves problemas derivados de la guerra civil» (La Jornada , 6 y 7 de julio de 2004).

El diplomático añadió: «Quedé sorprendido ante su postura a favor de una vía intermedia que no cuestionase los fundamentos del régimen. Los hechos disiparon mis expectativas en el joven príncipe… Estados Unidos presionó en los países de la comunidad atlántica para establecer una democracia formal, muy reducida en cuanto a su capacidad transformadora… La ley de sucesión fue iniciativa de la dictadura, y estableció cómo se debe restaurar la monarquía».

Un día después de la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975), el príncipe se convirtió en rey. Al año siguiente, en junio de 1976, Juan Carlos I expresó ante el Congreso de Estados Unidos: «La monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados».

Antes de eso, el secretario de Estado del presidente Gerald Ford, Henry Kissinger, sostenía: «… sería mucho más fácil llegar a un acuerdo con el gobierno español para renovar las bases militares en aquel país si Franco siguiera en el poder. Pero él no va a durar mucho, y la transición a la era post Franco ha comenzado ya» (Archivos de la Fundación Ford, caja 12, España).

Simultáneamente, el país real hervía. Según el profesor Vicens Navarro, la oposición de la clase trabajadora en el periodo 1974-78 fue muy activa, «… las mayores en Europa Occidental desde la Segunda Guerra Mundial». El catedrático agrega que en una encuesta de opinión de la época, llevada a cabo durante la dictadura, la mayoría de los españoles indicaban que querían ver fuera de España todas las bases militares estadunidenses (base de Rota y seis más, equivalentes a la Gran Bretaña en el peñón de Gibraltar).

Las palabras del rey tranquilizaron al Congreso imperial, y los yanquis quedaron encantados. Sus intereses económicos y militares quedaban bien custodiados. Inquieto por los acontecimientos de la época (derrota en Vietnam, revolución en Portugal, incendio de la embajada de Madrid en Lisboa), Washington entendió que no podía perder España.

¿Un rey necesario? ¡Venga! El 24 de enero de 1976 se firmó el tratado España-Estados Unidos, origen del llamado Consejo Supremo Hispano-norteamericano, y de un comité militar conjunto.

A fines de mayo, por primera vez en 484 años, un rey de España visitó América Latina. Pero en República Dominicana, Juan Carlos I omitió toda referencia al primer gran genocidio español en aquella isla del Caribe. Y allí fuimos enterados que «todos» éramos «iberoamericanos», «todos» españoles, «todos» europeos, y «todos» fieles al «pacto de la democracia». La reconquista había empezado.