No pocos autores dudan en calificar de «confabulación» el proceso de la transición política española que, paradójicamente, careció de un proceso constituyente democrático. Es decir que los «demócratas» de España se cuidaron de que hubiese ruptura institucional. En el discurso ante las Cortes para exponer la Ley de Asociaciones Políticas (9 de junio de 1976) […]
No pocos autores dudan en calificar de «confabulación» el proceso de la transición política española que, paradójicamente, careció de un proceso constituyente democrático. Es decir que los «demócratas» de España se cuidaron de que hubiese ruptura institucional.
En el discurso ante las Cortes para exponer la Ley de Asociaciones Políticas (9 de junio de 1976) el falangista Adolfo Suárez precisó que los partidos republicanos serían legalizados con la condición de jurar fidelidad y lealtad a la corona. Suárez citó los versos de un poeta: Está el hoy abierto al mañana/ mañana al infinito/ Hombres de España/ Ni el pasado ha muerto/ Ni está el mañana ni el ayer escrito. En el sepulcro, Antonio Machado sintió que estar muerto resultaba más ético que seguir vivo.
Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista (PCE), calificó a Suárez de «anticomunista inteligente». Entonces, Washington extendió visa al «comunista inteligente» para dictar conferencias en Estados Unidos.
En junio pasado, el rey nombró a Suárez «caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro» por su «importantísima actuación en la transición española» (sic). Víctima de alzheimer, Suárez ni siquiera recordaba haber sido presidente del gobierno.
Atrapada en el frenesí consumista y el poder lobotomizador de los medios, la sociedad española internalizó la amoralidad de sus dirigentes políticos. A fines de 1974, el famoso «el marxismo o yo» de Felipe González liquidó al legendario Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Y, por su lado, Carrillo rompía el suyo adhiriendo al «eurocomunismo», engendro ideológico inventado en Italia y Francia por Enrico Berlinger y George Marchais (1977).
El enjuage de la burguesía neofranquista culminó en los Pactos de la Moncloa (25 de octubre de 1977), suscritos por Adolfo Suárez (presidente del gobierno) y Leopoldo Calvo Sotelo (Unión del Centro Democrático), falangistas; Felipe González (PSOE); Santiago Carrillo (PCE), el fascista Manuel Fraga (Alianza Popular) y Enrique Tierno Galván (Partido Socialista Popular), entre otros partidos menores.
Los partidos políticos cayeron de hinojos ante la Constitución de 1978, que en su artículo 1 (apartado 3) establece que la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria. Entre los primeros, el PSOE, uno de los que en 1931 apoyó la proclamación de la II República.
Manuel Vásquez Montalbán (1939-2003) observó entonces: «El mismo espectro social dominante que ganó la guerra civil, en buena medida ganó la transición… no querían cambiar de modelo, y les molestaba recordar a la República porque fue un experimento de ruptura radical y de cambio…»
Sin embargo, a inicios de 1980, en movilizaciones, huelgas y manifiestos las inquietudes republicanas pisaban con fuerza.
Se necesitaba un «escarmiento». En este contexto, se produjo la intentona del golpe fascista del 23 de febrero de 1981.
El conjunto de la sociedad cerró filas diciendo no. Pero los golpistas no eran recién llegados sino oficiales que colaboraban en el entorno íntimo del rey. Juan Carlos se tomó su tiempo, y la embajada de Estados Unidos intervino en el asunto: no conviene. Horas después, el rey apareció en los medios como «titán de la democracia». Carrillo fue el primero en aplaudir: «Hoy, todos somos monárquicos».
La conversión ideológica de los políticos españoles se anticipó a las divagaciones neoconservadoras de la «posmodernidad» (sic), que empezaron a sonar a melodía entre los oportunistas de izquierda de España y América Latina: no hay posibilidad de lucha, porque no hay posibilidad de victoria.
El caso del PSOE fue revelador. Por ejemplo, el sociólogo José María Marevall (uno de sus principales ideólogos y artífice de la victoria política de 1982) planteó la necesidad de «deshacerse de las telarañas seudorrevolucionarias». Asimismo, personajes como Miguel Boyer, ministro de Hacienda y jefe del «socialismo liberal» en el primer gobierno de Felipe, entendieron el mensaje. Boyer se pasó al Partido Popular, y hoy colabora con la fundación del fascista José María Aznar.
En su novela La agonía del dragón, José Luis Cebrián (ex director de El País y escriba de Felipe) sostiene que la «transición» fue un «proceso de reconciliación entre los hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos de la guerra civil… un proceso en el que todos aprendimos algo…» Cebrián aprendió mucho y hoy es, junto a la reina Sofía, uno de los asistentes al club Bilderberg (Holanda), que periódicamente reúne a los megamillonarios de las corporaciones que controlan la economía mundial.
En tanto, Felipe coordina la rapiña de las empresas españolas, a más de prestar asesoría a Carlos Slim. Y para ello, ambos cuentan con una densa red de pajes, oidores y escuderos de la intelectualidad progre de México y otros países del continente. Son los que a diario nos explican los aciertos de la «democracia española» y su política de encomiendas, basada en la reconquista, expoliación y saqueo «modernizador» de los pueblos latinoamericanos.