Contrariamente a lo que sugiere la falsa pero muy popular metáfora de la Isla de Pascua propuesta por Jared Diamond [1], las degradaciones medioambientales actuales no son comparable a las que se produjeron en otros períodos históricos. Las diferencias no son sólo cuantitativas (la gravedad y la globalización de los problemas ecológicos) sino, sobre todo, […]
Contrariamente a lo que sugiere la falsa pero muy popular metáfora de la Isla de Pascua propuesta por Jared Diamond [1], las degradaciones medioambientales actuales no son comparable a las que se produjeron en otros períodos históricos. Las diferencias no son sólo cuantitativas (la gravedad y la globalización de los problemas ecológicos) sino, sobre todo, cualitativas: mientras que todas las crisis medioambientales del pasado se derivaban de tendencias sociales a la sub producción crónica, del temor a la penuria, los problemas actuales tienen su origen en la tendencia inversa: a la superproducción y al sobre consumo, propios de un sistema basado en la producción generalizada de mercancías. Por ello, hay que concluir que el término crisis ecológica es erróneo. No es que la naturaleza esté en crisis, sino que lo que está en crisis es una relación históricamente dada entre la humanidad y el medioambiente. Esta crisis no se debe a la naturaleza de la especie humana sino al modo de producción que se impuso hace ahora aproximadamente dos siglos: el capitalismo, y al modo de consumo y movilidad que derivan de él. Los graves daños que sufre el ecosistema (cambio climático, contaminación química, declive acelerado de la biodiversidad, degradación de los suelos, destrucción de los bosques tropicales, etc.) forman parte de la crisis sistémica global. Todas ellas, en su conjunto, expresan la incompatibilidad entre el capitalismo y el respeto a los límites naturales.
Productivismo sin límites
La razón fundamental de esta incompatibilidad es simple: bajo el acicate de la competencia, todo propietario de capital busca, sin descanso, reemplazar trabajo vivo por trabajo muerto o, lo que es lo mismo, reemplazar mano de obra por máquinas más productivas y, de ese modo, obtener un beneficio superior al beneficio medio. Operación cuyo objetivo no es otro que eliminar la competencia inundando el mercado con mercancías a un precio más bajo. En este modo de producción la innovación no tiene por objeto aligerar la carga del trabajo sino la acumulación incesante de capital. La búsqueda permanente de nuevos campos de valorización del capital lleva al sistema a incrementar sin límites la producción de mercancías innecesarias y dañinas que para lograr venderlas, y realizar así la plusvalía, exigen crear necesidades y mercados cada vez más artificiales. El productivismo -producir por producir- implica necesariamente consumir por consumir y forma parte, al igual que el fetichismo de la mercancía, del código genético del modo de producción capitalista. «El capitalismo no sólo no es nunca estacionario sino que jamás podrá llegar a serlo», decía Schumpeter (2). Efectivamente, para que el capitalismo pueda ser estacionario debería abolirse la competencia entre los numerosos capitales que componen el Capital; algo totalmente absurdo.
Aún así, habrá quien objete que si la eficiencia en la utilización de los recursos aumentara más rápido que la masa de mercancías producidas, la reproducción ampliada del capital no significaría una utilización creciente de recursos naturales. Y si fuera así, el capitalismo sería ecológicamente sostenible. Estamos ante la tesis de la disociación entre el crecimiento del PIB y la huella ecológica ilustrada por la curva ambiental de Kuznets, según la cual el impacto ambiental de una determinada sociedad aumentaría hasta un punto y luego disminuiría en función de su riqueza, del desarrollo de sus fuerzas productivas.
Es cierto que de todos los modos de producción que han existido en la historia, el capitalismo es el que ha aumentado de formas más espectacular la productividad del trabajo y la eficiencia en la utilización de recursos. Lo es porque la búsqueda del sobre-beneficio que impulsa la mecanización favorece al mismo tiempo una economía creciente en la utilización de las riquezas naturales. Sin embargo, esta constatación no desmiente la naturaleza ecocida del sistema y la curva de Kuznets resulta falsa.
Por una parte, el aumento de la eficiencia no es necesariamente lineal en relación al incremento del capital fijo, que, de lo contrario nos llevaría a la conclusión de que el movimiento perpetuo es posible dado que un trabajo podría ser realizado sin pérdida de energía (grosero error cometido por los expertos que evaluaron que el consumo europeo de electricidad podría ser cubierto por el proyecto Desertec que explota los rayos solares en el Sahara) (3). Por otra, está empíricamente constatado que el aumento del volumen de producción va más allá de la compensación por el incremento de la eficiencia, que sólo es relativa. El caso del automóvil es ilustrativo: los motores son más sobrios, pero las necesidades globales en hidrocarburos y las emisiones de gas de efecto invernadero se incrementan de forma considerable debido al aumento incesante del parque de vehículos. El crecimiento capitalista es bulímico: implica, inevitablemente, un consumo creciente de recursos que es irreconciliable con la renovación de los mismos y con los límites de la naturaleza.
El incremento angustioso de problemas ecológicos graves nos lleva a plantearnos algunas preguntas: ¿cuáles son los límites teóricos del crecimiento capitalista y, por lo tanto, de la degradación medioambiental del capitalismo? Para responder bien a esta cuestión hay que tener en cuenta que el capitalismo es, ante todo, una relación social de explotación cuyo desarrollo fue históricamente posible por la apropiación previa que, en nombre del beneficio, realizaron las clases dominantes de los recursos naturales (tierra, agua, bosques…). Tras ella vino la apropiación de la fuerza de trabajo, transformada en mercancía asalariada. El pillaje de recursos y la explotación del trabajo -cuando se considera éste desde un punto de vista social- constituyen, por tanto, las dos caras de la misma moneda.
Ahora bien, si dejamos de lado su función social (la cooperación y sus formas), la fuerza de trabajo humano también puede ser considerada, bajo el ángulo termodinámico, como un recurso natural entre otros (el cuerpo humano es transformador de energía). En ese caso, el pillaje y la explotación ya no constituyen un único proceso de destrucción y el sobre trabajo puede ser descrito como una cantidad de energía acaparada por la patronal. Dicho esto, podemos responder a la cuestión sobre los límites teóricos del capital. De una parte, la expropiación de las y los productores directos, su alienación en relación a la tierra, ha creado una clase social cuyo único medio de subsistencia es la venta de su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Por otra, el empleador pone a disposición del trabajador o trabajadora asalariada todos los elementos necesarios para desempeñar su actividad productiva -herramientas, fábricas y energía- que han sido extraídos de la naturaleza o transformados a partir de ella por el trabajo. En este contexto y teniendo en cuenta que el aumento de la eficiencia solo es relativa, es obvio que la búsqueda incesante de sobre-beneficio por el productivismo capitalista pesa tanto sobre la fracción variable como la constante del capital, de manera que éste se ve inevitablemente obligado siempre a consumir una cantidad absoluta mas grande de fuerza de trabajo y de recursos naturales, a pesar de que favorece su economía relativa. La fórmula enigmática de Marx diciendo que el capital no tiene otro límite que el propio capital quiere decir sencillamente que este modo de producción no se detendrá mas que cuando haya agotado sus dos únicas fuentes de «riqueza; la tierra y el trabajador» .(4)
Esta conclusión deja poco lugar al optimismo de quienes se empeñan en creer, de forma obstinada, que un mecanismo endógeno aún no identificado podría bloquear el sistema antes de que sobrepase este límite teórico. Sin embargo, es necesario constatar que ese mecanismo no existe ni puede existir. Una vez más, la razón es simple y nos remite a las leyes fundamentales del capitalismo: este sistema, basado exclusivamente en la ley del valor-trabajo tiene por único fin la producción de valores de cambio y no la producción de valores de uso. De manera que, estando determinado su valor por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, el capital no dispone de ningún mecanismo que le permita tomar en consideración, espontáneamente, el estado real de las riquezas que la naturaleza pone a disposición de la humanidad gratuitamente. Símbolo y esencia del valor, el dinero, tanto por su abstracción como por la inversión completa de perspectiva que engendra (parece que el dinero otorga valor a las mercancías cuando son éstas quienes le confieren el valor a él) crea la ilusión de que sería posible una acumulación ilimitada. Conviene precisar que el capital, que contabiliza y mide todo, es incapaz de tomar en cuenta cualitativa y cuantitativamente las riquezas naturales, tal y como lo muestra la despreocupación total con la que destruye de forma irreversible los stocks de numerosos recursos naturales a pesar de las advertencias de todo tipo. Esta locura incluso encuentra teóricos entre los neoliberales que defienden, contra toda evidencia, la absurda tesis de la posibilidad de substitución integral de los recursos naturales por productos generados por la actividad humanan…
¿Respuesta política?
Es cierto que algunos capitales se invierten masivamente en el sector verde de la economía ya que, gracias a los subsidios públicos, los beneficios en ese sector son atractivos. Pero el capitalismo verde como tal es una contradicción en los términos. La única cuestión que merece la pena ver es en qué medida la ceguera ecológica del modo de producción mercantil podría estar compensada por medidas políticas exógenas a la esfera propiamente económica. A la vista de lo que hemos comentado más arriba, la respuesta es evidente: la eficacia de las políticas ecológicas depende totalmente de la determinación con que quienes las adoptan osan hacer frente a la libertad del capital; es decir, construyen una relación de fuerzas social necesaria para imponerlas (lo que, por otra parte, significa vincular la solución de la cuestión ecológica a la lucha de las y los explotados: la lucha contra el paro, la miseria, la desigualdad social, las discriminaciones y la degradación de las condiciones de trabajo). Y es ahí donde está el problema.
Probablemente Tim Jackson es uno de los autores no marxistas que mejor ha comprendido que la causa fundamental de la degradación medioambiental está en la lógica productivista del capitalismo. En Prosperidad sin crecimiento, se aleja de las explicaciones superficiales y escribe de forma pertinente que «esta sociedad que echa todo a la basura no es tanto fruto de la glotonería de las y los consumidores como la condición de supervivencia del sistema», un sistema que tiene necesidad de «vender cada vez más e innovar permanentemente.» (5) Pero Jackson evita llegar a la conclusión de este análisis: en lugar de poner en cuestión este modo de producción fija la atención en cuestionar «el deseo de novedad y de consumo que derivan de la naturaleza humana». De ese modo, la montaña pare un ratón:
• En lo que respecta al medio ambiente, Prosperidad sin crecimiento aboga porque el poder político fije severos límites en a la utilización de los recursos en función, exclusivamente, de los límites medioambientales. Exactamente, es lo que convendría hacer…, sólo que no podemos fingir ignorar, como Jackson, que el mundo de los negocios se opone con éxito a cualquier regulación medioambiental drástica, incluso en aquellos casos en los que su necesidad no es puesta en cuestión;
• En el plano social, Jackson tiene el mérito de abogar por la reducción del tiempo de trabajo, sólo que subordinando esta medida a la conservación de la competitividad de las empresas, sin que pueda, por ello, cuantificarla. De hecho, para él, la reducción del tiempo de trabajo es una forma de flexibilidad, no una respuesta colectiva e inmediata al paro, ni un instrumento, mediante la no reducción del salario, para la redistribución de la riqueza. Por otra parte, no la contempla sino como el último recurso en caso de que la conversión de los economistas a un nuevo modelo macroeconómico no fuera suficiente para «desplazar el punto neurálgico de la actividad económica del sector productivo de valor hacia los servicios desmaterializados» . (6)
En general, todas las propuestas orientadas a corregir políticamente la naturaleza ecocida del capital tropiezan con los mismos obstáculos: la lógica del beneficio y la naturaleza de clase de las instituciones. (7)
El milagro de la internalización
Einstein dijo una vez que «No se puede resolver un problema con la forma de pensar que ha conducido al mismo». Este teorema es perfectamente aplicable a la idea de que el capitalismo podría implicarse en la senda de la sostenibilidad si las instancias políticas cuantificarían el precio de los recursos naturales. Dado que la crisis ecológica es una consecuencia de la producción generalizada de mercancías, no va a ser a través de la «mercantilización» del agua, del aire, del carbono, de los genes o cualquier otra riqueza natural, que llegaremos a detener la destrucción medioambiental. Esta internalización de externalidades no sólo no nos acerca a una solución sino que, por el contrario, nos aleja de ella. La transformación de las riquezas naturales en mercancías implica su apropiación por el capital. A partir de ahí el asunto está claro, ya que sometiéndolas a la ley del valor-trabajo quedan excluidas de otro criterio de gestión que no sea la de obtener un beneficio.
En cualquier caso, y más allá de estas consideraciones, la cuestión fundamental es que el propósito de adjudicar un precio a las riquezas naturales se enfrente a una dificultad teórico insuperable: ¿cómo evaluar en términos monetarios los bienes cuya producción no es medible en horas de trabajo, que, por consiguiente, no tienen valor y cuya destrucción se da, además, diferida en el tiempo? La única respuesta que otorgan los economistas liberales a este rompecabezas es pelearse en torno a un impuesto de actualización; y se plantean la cuestión de la disponibilidad de los consumidores a pagar por el medio ambiente o… a aceptar su degradación. Por esa vía, los precios de las riquezas naturales varíaan según si las personas interrogadas son ricas o pobres… Llevado al límite, este método es claramente absurdo: ¿qué valor mercantil podríamos otorgar a un rayo solar sabiendo que la vida de la tierra dependa de él?
La puerta sin salida del cálculo mercantil aparece más clara en la propuesta de un impuesto-carbono para encarecer las energías fósiles frente a las renovables y, por lo tanto, reducir las emisiones de gas carbónico. Como se sabe, para tener alguna opción de no superar los 2ºC de incremento de la temperatura en relación al periodo pre-industrial es necesario que las emisiones de carbono disminuyan de aquí al año 2050 entre el 80 y el 95% en los países capitalistas desarrollados y de 50 al 85% a nivel mundial, situándose, a mucho tardar, el punto de inflexión en el año 2015 (8).
Esta horquilla de cifras, de las que lo más prudente sería tomar en consideración las más altas, implica abandonar las energías fósiles, que actualmente cubren el 80% de nuestras necesidades energéticas (siendo el oro negro la primera materia en la industria química) a lo largo de las dos próximas generaciones. En realidad, la amplitud de las reducciones que hay que realizar de manera urgente y la importancia de la diferencia de coste entre las energías fósiles y las renovables son tales que incluso un impuesto de 600 dólares por tonelada no sería suficiente (según la Agencia Internacional de Energía, sólo permitiría reducir las emisiones globales a la mitad de aquí al 2050). (9) Si tenemos en cuenta que la combustión de mil litros de gasóleo produce 2,7 toneladas de CO2 se puede comprender que, en la práctica, semejante medida sería socialmente inaplicable: los empresarios no la aceptarían más que si fuese integramente transferida a los consumidores finales, al mismo tiempo que la mayoría de la población, exhausta ya por la austeridad que padece desde hace treinta años, no podría aceptar un deterioro semejante de sus condiciones de existencia.
De ahí que, en la práctica, y a pesar de todas las sofisticadas teorías de los ecological economics, las propuestas políticas de internalización de los costos de la contaminación son a la vez ecológicamente insuficientes y socialmente insoportables. Partiendo de la premisa de que los obstáculos teóricos y prácticos pudieran ser superados, la eficacia de la internalización no dejaría de ser aleatoria, porque el precio no es más que un indicador cuantitativo, incapaz de distinguir entre las diferencias cualitativas entre una tonelada de CO2 evitada a través de medios tan diferentes como el aislamiento de una vivienda, la instalación de paneles fotovoltaicos, plantación de árboles o la supresión de un Gran Premio de Fórmula 1. En efecto, cuantitativamente no hay nada que distinga una tonelada de CO2 de otra. Ahora bien, las diferencias cuantitativas son decisivas a la hora de elaborar estrategias ecológicas adecuadas cuyas medidas estén en coherencia con el fin que se propone: la transición, sin generar un trauma social, a un sistema energético eficiente y descentralizado, basado únicamente en energías renovables.
Gestión racional del metabolismo y lucha de clases
El carácter ecocida del capital tomó cuerpo desde los orígenes del modo de producción capitalista. En el siglo XIX, el fundador de la química del suelo, Liebig, hizo sonar la alarma sobre este tema: fruto de la urbanización capitalista, los excrementos humanos dejarían de ser vertidos en el campo y esta ruptura del ciclo de nutrientes amenazaba con causar un grave empobrecimiento de los suelos. A resultas de estos trabajos, Marx eleva esta problemática a un terreno conceptual, planteando la necesidad general de una regulación racional de los intercambios de las materias (o metabolismo) entre la humanidad y la naturaleza (10). Más tarde, de forma anticipada y guiado por este concepto ecológico, vuelve sobre la cuestión de los suelos para adelantar una perspectiva programática radical: la abolición de la separación entre la ciudad y el campo que, desde su punto de vista, resultaba completamente indispensable junto a la desaparición progresiva de la separación entre trabajo manual e intelectual. Conviene insistir en una cosa: la expresión gestión racional no debe prestarse a la confusión. Para Marx, la naturaleza «es el cuerpo inorgánico del hombre». El buen metabolismo de conjunto no se dará en base a una burocracia de tecnócratas verdes, sino a la supresión de las clases sociales, dado que la división de la sociedad en clases hace imposible una gestión consciente y organizada del intercambio de materias con el medioambiente.
No sólo porque la búsqueda del beneficio empuje a las empresas al pillaje de los recursos naturales sino porque su apropiación capitalista hace que los recursos naturales aparezcan, en relación a los explotados y explotadas, como fuerzas hostiles ante las que se encuentran alineados. A esto se le añade que la competencia entre las y los asalariados y el miedo al paro llevan a los trabajadores y trabajadoras, individualmente, a desear la buena marcha de su empresa y a colaborar de esa forma, involuntariamente, con el productivismo; y, finalmente, que a partir de un determinado nivel de desarrollo del capital, el consumo de mercancías procura a los trabajadores y trabajadoras ciertas compensaciones miserable. Todos estos mecanismos solo pueden ser contrarrestados con la más amplia solidaridad de clase. Es por ello que para Marx la gestión racional del metabolismo humanidad-naturaleza no podía ser realizado mas que por los productores asociados. Y a él le corresponde el haber precisado que ahí es donde reside la única libertad posible.
Aunque en determinadas tomas de posición políticas relativas a la cuestión agraria (11), se pueden encontrar en Lenin algunas referencias sobre esta cuestión de la gestión racional y que Bujarin realizara una presentación inteligente de la misma en su compendio sobre el materialismo histórico (12), este concepto marxista cayó pronto en el olvido. Ningún pensador marxista le ha otorgado la importancia que le corresponde y, sobre todo, ninguno ha visto el interés a referirse a él cuando a partir de los años 60 del siglo pasado la cuestión ecológica se plantea como una cuestión social de primer orden.
No es este el lugar para plantearse las razones de esta solución de continuidad en el marxismo revolucionario (13). Basta con poner en guardia al lector o la lectora contra interpretaciones simplistas: a pesar de que el estalinismo, también en este terreno, supuso una terrible regresión histórica, no es su única causa. (14). Así que, pondremos el acento sobre el hecho de que la ecología de Marx merece ocupar, con urgencia, un lugar central en el pensamiento teórico y en la elaboración programática de los marxistas.
El problema del recalentamiento climático ilustra esta necesidad. La saturación de la atmósfera por el CO2, principalmente debido a la combustión de combustibles fósiles -es decir, a un cortocircuito en el ciclo largo del carbono- constituye un caso flagrante de gestión irracional de los intercambios de materias; y esta irracionalidad sitúa a la humanidad ante un terrible dilema:
• De un lado, tres mil millones de personas viven en condiciones indignas. Sólo se pueden satisfacer sus legítimas necesidades aumentando la producción material. Es decir, transformando los recursos medioambientales. O sea, consumiendo una energía que hoy en día es de origen fósil en un 80% y genera el gas de efecto invernadero;
• Por otro lado, el sistema climático está al borde del infarto. Evitar catástrofes irreversibles (cuyas víctimas se contarán sobre todo entre esos tres mil millones de personas que aspiran a una vida digna) impone reducir radicalmente las emisiones de gas de efecto invernadero. Es decir, reducir el consumo de las energías fósiles necesarias para la transformación de recursos medioambientales.
En el corto espacio de 40 años que, según el GIEC, tenemos para ello y a menos que se de una revolución científica extraordinaria en el dominio energético, esta ecuación no puede encontrar una solución aceptable en el marco del capitalismo.
Efectivamente, un sistema basado en la obtención del beneficio a partir de la competencia es totalmente incapaz de satisfacer masivamente las necesidades humanas económicamente no solventes mediante la reducción durable tanto del consumo energético como de la producción material. Si ya alcanzar estos objetivos de forma separada, uno por uno, resulta incompatible con la lógica del capital, ¿cómo van a ser alcanzados al mismo tiempo? La imposibilidad del reto queda evidente si examinamos los escenarios climáticos propuestos por los gobiernos e instituciones internacionales.
El escenario Blue Map de la Agencia Internacional de Energía, por ejemplo, se plantea reducir las emisiones globales de aquí al 2050 en un 50% (15). Objetivo a todas luces insuficiente y que sólo se podría alcanzar recurriendo masivamente a la energía nuclear, a los agrocarburantes o autodenominado «carbón limpio» (CCS), dejando de lado el gas de esquisto y de las arenas bituminosas. Este panorama (el Blue Map) implicaría la construcción anual de 32 centrales nucleares de 1000 MW a lo largo de más de 40 años, así como 45 nuevas centrales térmicas de carbón de 500 MW equipados de CCS. Sobran las palabras: la terrible catástrofe de Fukushima en Japón ha demostrado sobradamente la aberración de estos proyectos.
Por consiguiente, sólo nos quedan dos opciones estratégicas:
• salir del capitalismo restringiendo radicalmente la esfera y el volumen de la producción capitalista de forma que sea posible limitar al máximo los daños del recalentamiento y garantizando un desarrollo humano digno basado exclusivamente en energías renovables y en la perspectiva de una sociedad que gravite sobre otra economía del tiempo; o
• continuar en la lógica de la acumulación capitalista, de la desregulación climática, restringiendo el derecho a la existencia de centenas de millones de seres humanos y en el que las generaciones futuras estarán condenadas a pagar los platos rotos de una huida hacia delante basada en tecnologías peligrosas.
Obviamente, elegiremos la primera. Pero es necesario insistir que la transición al socialismo está sujeta a compromisos medioambientales estrictos. No hay que subestimar la amplitud del desafío. En la Unión Europea, por ejemplo, reducir las emisiones en un 60% (¡cuando habría que reducirlas en un 95%!) sin recurrir a la energía nuclear, precisaría reducir la demanda energética final en un 40% (16). No resulta fácil medir lo que ello supone para la producción material y el transporte, pero parece evidente que el objetivo no podrá ser alcanzado simplemente con la eliminación de las producciones inútiles y dañinas (armamento, publicidad, yates de lujo y aviones privados, etc.), luchando contra la obsolescencia programada de los productos o suprimiendo el consumo ostentoso de las capas más ricas de la clase dominante… Serán necesarias medidas más radicales; medidas que, al menos en los países desarrollados, repercutirán sobre el conjunto de la población. Dicho de otro modo, la transición al socialismo se deberá hacer en condiciones muy distintas a las del siglo XX.
La estimación realizada de la participación de la agroindustria en la emisión total de gas de efecto invernadero nos proporciona algunos elementos. Según la campaña «No te comas el planeta», del 44 al 57% de las emisiones de gas de efecto invernadero se deben al actual modelo de producción, distribución y consumo de productos agrícolas y forestales. Esta cifra se obtiene añadiendo a las emisiones derivadas de las actividades estrictamente agrícolas (11 al 15%), las de la deforestación (15 al 18%), las de la manutención, transportes y almacenamiento de los alimentos (15 al 20%) y la de los residuos orgánicos (3 al 4%) (17).
Por consiguiente, la lucha para estabilizar el clima al mejor nivel posible no debería limitarse a la expropiación de los expropiadores-contaminadores-
Nuevos tiempos
El Programa de Transición escrito por León Trotsky en 1938 comienza afirmando que «desde hace mucho tiempo, la premisa económica de la revolución proletaria ha llegado al punto más elevado que puede alcanzar bajo el capitalismo» y concluía que «las premisas objetivas (…) no sólo están maduras, sino que han comenzado a pudrirse. Sin revolución socialista en el próximo período, la civilización humana está bajo la amenaza de ser arrasada por una catástrofe.» El fundador del Ejército Rojo se refiere en primer lugar al contexto histórico: victoria del fascismo y del nacismo, aplastamiento de la revolución española y la inminente guerra mundial. Sin embargo, su opinión sobre el pudrimiento de las condiciones objetivas parece tener una proyección histórica más amplia. Este tema vuelve a aparecer en los escritos de Ernest Mandel: «De hecho (a partir de cierto nivel) el crecimiento de las fuerzas productiva y el incremento de las relaciones mercantil-monetarias puede alejar a la sociedad, en lugar de acercarla, de su objetivo socialista.» (18)
Cita remarcable cuyas implicaciones estratégicas merecen ser exploradas. Porque, de hecho, estamos enfrentándonos a una situación sin precedente: a nivel de los países desarrollados, el capitalismo ha ido demasiado lejos en lo que respecta al crecimiento de las fuerzas productivas materiales, de tal modo que una alternativa socialista digna no puede significar continuar por esa vía sino, más bien, retroceder. (evidentemente, hablamos de las fuerzas materiales. No se cuestiona el desarrollo del conocimiento y la cooperación entre las y los productores). Esta nueva coyuntura histórica nos lleva a la necesidad imperiosa de producir y transportar menos con el fin de consumir radicalmente menos energía y suprimir totalmente las emisiones de CO2 fósil de aquí al final del siglo.
El hecho que el desarrollo de las fuerzas productiva materiales nos haya alejado objetivamente de una alternativa socialista constituye la clave de bóveda que fundamenta y justifica el nuevo concepto de ecosocialismo. Lejos de tratarse de una nueva etiqueta al uso, este concepto introduce al menos cinco novedades que he esbozado en mi libro El imposible capitalismo verde y a las que haré mención de forma breve:
1. Es necesario abandonar la noción del «control humano sobre la naturaleza». La complejidad, las incógnitas y el carácter evolutivo de la biosfera implican un grado de incertitud irreductible. La imbricación de lo social y lo medioambiental debe pensarse como un proceso en constante movimiento, como un producto de la naturaleza.
2. Es necesario enriquecer la noción clásica del socialismo. En adelante, el único socialismo posible es aquel que satisfaga las necesidades humanas reales (despojadas de la alienación mercantil) democráticamente determinadas por las y los interesado, a partir de los recursos limitados que disponemos y cuestionándose seriamente sobre el impacto de las mismas y de la forma en que deben ser satisfechas.
3. Hay que ir más allá de una visión compartimentada, utilitarista y lineal de la naturaleza como especio físico en el que actúa la humanidad. A imagen de un centro comercial en el que se apropia de los recursos necesarios para la producción de su existencia y de un vertedero en el que deposita sus residuos. La naturaleza es todo a la vez: el centro comercial, el vertedero y el conjunto de procesos vivos que, gracias al aporte de la energía solar, distribuye la materia entre los distintos polos en constante reorganización. Los residuos y su almacenamiento deben ser compatibles, tanto cuantitativa como cualitativamente, con las capacidades y ritmos de reciclaje de los ecosistemas. Es decir, el buen funcionamiento del conjunto depende de la biodiversidad, que debe ser protegida.
4. Las fuentes de energía y los métodos de conversión no son socialmente neutros. Por consiguiente, el socialismo no puede definirse tal y como lo hizo Lenin: «los soviets más la electricidad». El sistema energético capitalista es centralizado, anárquico, derrochador, ineficiente e intensivo en trabajo muerto; basado exclusivamente en fuentes no renovables y orientado hacia la acumulación capitalista. Una transformación socialista digna de ese nombre, tiene necesariamente que reemplazarlo de forma progresiva por un sistema descentralizado, planificado, ahorrador, eficiente e intensivo en trabajo vio, basado exclusivamente en fuentes renovables y orientado a la producción de valores de uso durables, reciclables y reutilizables. Criterios que han de aplicarse a la producción energética en sentido estricto y al conjunto del aparato industrial, a la agricultura, al transporte, al ocio y la ordenación del territorio. Una transformación profunda como sólo puede realizarse a nivel mundial.
5. La superación del umbral a partir del cual el crecimiento de las fuerzas productivas materiales complican la transición al socialismo implica una actitud crítica hacia el incremento de la productividad del trabajo. En determinados dominios, la puesta en pie de una alternativa anticapitalista respetuosa con el medio ambiente exige reemplazar el trabajo muerto por el trabajo vivo. Es, manifiestamente, el caso de la agricultura, donde el sistema agroindustrial ultra mecanizado, gran consumidor de inputs y de energía fósil deberá ceder el lugar a otro modo de explotación más intensivo en trabajo humano. Lo mismo cabe decir en relación al sector de la energía. La producción descentralizada basada en energías renovables exigirá mucha mano de obra, sobre todo de mantenimiento. En general, la cantidad de trabajo vio deberá aumentar radicalmente en todos los dominios vinculados directamente al medio ambiente. Lo mismo en lo que respecta al cuidado de las personas, la enseñanza y otros sectores en los que la izquierda considere necesario desarrollar el empleo público: la inteligencia y las emociones humanas, junto a una cultura de «cuidados» son, efectivamente, cuestiones que plantean la interacción con la biosfera.
Los espíritus dogmáticos pensarán que estas reflexiones abren la puerta a una revisión del marxismo revolucionario bajo la forma de concesiones a la ofensiva de austeridad contra la clase obrera en los países desarrollados. Nada de eso.
No tiene sentido ceder lo más mínimo a los discursos culpabilizadores que utilizan la crisis ecológica para tratar de desarmar a la clase obrera y a sus representantes. Una línea de demarcación clara entre el ecosocialismo de una parte, la ecología política y el decrecimiento de otra, es la actitud frente a la lucha de clases. Seguimos firmemente convencidos que las y los explotados aprenden en la lucha colectiva, comenzando por la defensa de los salarios, el empleo y las condiciones de trabajo. Toda lucha de los trabajadores y trabajadoras, incluso la más inmediata, tiene que ser apoyada y considerada como una oportunidad para aumentar el nivel de conciencia y orientarla hacia una perspectiva socialista. Desde esta perspectiva estratégica, la constatación de que, hacia delante, la transición socialista debe operarse en los límites que impone el medio ambiente no implica un debilitamiento de las posiciones anticapitalistas; al contrario, las refuerza.
Pero la verdad es revolucionaria y no se puede ocultar el hecho de que la transformación socialista implicará renunciar, y probablemente en gran medida, a ciertos bienes, servicios y hábitos que impregnan profundamente la vida cotidiana de amplias capas de la populación, al menos en los países capitalistas desarrollados. Por ello, hay que poner en primer lugar los objetivos capaces que compensen esta pérdida mediante un progreso sustancial en la calidad de vida. Creemos que es necesario que privilegiar dos pistas:
1. La gratuidad de los bienes básicos (agua, energía, movilidad) hasta un nivel social medio, lo que implica la extensión del sector público.
2. La reducción radical (59%) del tiempo de trabajo sin pérdida de salario, con contratos proporcionales y reducción de cadencias.
Marx decía que «Toda la economía se reducía, en última instancia, a una economía del tiempo». Afirmar la necesidad de producir y de consumir menos es reivindicar tiempo para vivir y vivir mejor. Esto supone abrir un debate fundamental sobre el control del tiempo social, sobre lo que es necesario a cada cual, por qué y en qué cantidad. Supone despertar el deseo colectivo de un mundo sin guerras donde se trabaje menos y se trabaje de otra manera; un mundo en el que se contamine menos y en el que se desarrollen las relaciones sociales y se mejore sustancialmente el bienestar, la sanidad públicas, la educación y la participación democrática. Un mundo que no será menos rico como afirma la derecha, ni tan rico para la mayoría de la población, como dice cierta izquierda. Pero que será menos vacío, menos estresante, menos exprimido; en una palabra: más rico. * Este artículo se publicará en Nouveaux Cahiers du Socialisme, septembre 2011
Notas
[1] Jared Diamond, Collapse. How Societies Choose to Fail or Survive, London, Penguin Books, 2005. Des critiques de la thèse de Diamond sont proposées notamment par Benny Peiser, » From ecocide to genocide : the rape of Rapa Nui «, Energy and Environment, vol. 16, n° 3-4, 2005 ; par Terry L. Hunt, » Rethinking Easter Island’s ecological catastrophe «, Journal of Archaeological Science, 2007, n° 34, p. 485-502 ; et par Daniel Tanuro, » Catastrophes écologiques d’hier et d’aujourd’hui : la fausse métaphore de l’île de Pâques «, Critique Communiste, n° 185, décembre 2007.
[2] Joseph Schumpeter, Capitalisme, socialisme et démocratie, Paris, Petite Bibliothèque Payot, 1942.
[3] L. Possoz et H. Jeanmart, Comments on the electricity demand scenario in two studies from the DLR : MED-CSP & TRANS-CSP, ORMEE & MITEC engineering consultancy, Belgium, http://www.dlr.de/tt/
[4] Karl Marx, Le Capital, Paris, Éditions sociales, Livre premier, Tome II, 1973 [1867], p. 181-182. Souligné par Marx.
[5] Tim Jackson, Prospérité sans croissance, Bruxelles, Etopia, 2010.
[6] Daniel Tanuro : » Prospérité sans croissance » : un ouvrage sous tension
[7] Esto es particularmente cierto en lo que respecta a los indicadores alternativos o complementarios al PIB. Que el PIB no mide la calidad del medioambiente es una evidencia, porque su objetivo no es ése, como tampoco lo es el del capitalismo. El PIB mide la acumulación de capital… Por lo tanto, está perfectamente adaptado al capitalismo. Hacer créer que bastaría con modificar el intrumento de medida para que el sistema cambie de lógica muesta o ingenuidad o mala fe intelectual.
[8] GIEC, Contribution du Groupe de travail III au rapport 2007, page 776.
[9] AIE, Perspectives des technologies de l’énergie. Au service du plan d’action du G8. Scénarios et stratégies à l’horizon 2050, 2008.
[10] Karl Marx, Le Capital, Moscou, Éditions du Progrès, 1984 [1867], p. 855.
[11] Vladimir I. Lénine, La question agraire et les critiques de Marx, Moscou, Éditions du Progrès, 1973, chapitre IV.
[12] Nicholas Boukharine, La théorie du matérialisme historique. Manuel de sociologie marxiste, Paris, Anthropos, 1967.
[13] Daniel Tanuro, » Marxism, energy, and ecology : The moment of truth «, Capitalism Nature Socialism, deécembre 2010, p. 89-101.
[14] Daniel Tanuro, Écologie : le lourd héritage de Léon Trotsky.
[15] AIE, op. cit.
[16] Wolfram Krevitt, Uwe Klann, Stefan Kronshage, Energy Revolution. A Sustainable Pathway to a Clean Energy Future for Europe, Stuttgart, Institute of Technical Thermodynamics & Greenpeace, septembre 2005.
[17] Rapporté par Esther Vivas, » Ne mange pas le monde » : Une autre agriculture pour un autre climat, traduction française d’un article dans le quotidien catalan Publico.
[18] Ernest Mandel, Ten Theses on the Social and Economic Laws Governing the Society Transitional Between Capitalism and Socialism.
[19] Daniel Tanuro, L’impossible capitalisme vert, Paris, La Découverte, 2010.
Traducción de Josu Egireun
Fuente: http://www.vientosur.info/