Unos días después de las últimas elecciones, asentada y asumida la triste situación, la decepción y la desesperación flotan en el aire ante la impotencia de esa enorme mayoría que, por lo que parece, nada puede hacer para remediar la tragedia, fruto de la democracia imperfecta de este país en el que la decisión de […]
Unos días después de las últimas elecciones, asentada y asumida la triste situación, la decepción y la desesperación flotan en el aire ante la impotencia de esa enorme mayoría que, por lo que parece, nada puede hacer para remediar la tragedia, fruto de la democracia imperfecta de este país en el que la decisión de un 23% (33% por 0,7 de participación) trata de imponerse al 77% restante.
Unas leyes torpes e interesadas no permiten resolver la situación actual en la que una aplastante mayoría social quiere cambiar este Gobierno, inmerso en una charca de corrupción y falsedad. Por si fuera poco, las artimañas de los de arriba y la ineptitud de los políticos de turno vienen a echar leña al fuego de la ineficacia. Junto a ello, o por su causa, una serie de rutinas y vicios se han adueñado de la práctica política, incapaz de ir más allá de la mera alternancia de dos partidos que defienden los mismos intereses, aunque se tiñan de colores diferentes para engañar a las masas. Para salir airosos de este espectacular embrollo, que de seguir así se hará crónico, sería necesario cambiar la actual Constitución, a través de unas Cortes Constituyentes, pero para ello habría que poner de acuerdo a una amplia mayoría parlamentaria para autodisolverse y dar pie a una nueva etapa: ¿es esto posible en el actual escenario político?
En una dinámica de enfrentamientos, las convocatorias electorales se plantean como una pugna entre partidos al más puro estilo pugilístico. Se trata de defender los intereses partidistas, de sobrevivir o de conquistar una parcela mayor en el hemiciclo. Los medios de comunicación, los comentaristas, se han adueñado de la opinión, limitándose a criticar los fallos o aciertos en las tácticas utilizadas por los dirigentes de los partidos. Esas opiniones calan en la ciudadanía e, incluso, condiciona el comportamiento de los propios políticos, hasta el punto de llegar a hacerse autocrítica bajo los parámetros marcados por esos medios. De esta manera, las campañas electorales se convierten en puro mercadeo en el que tiene más éxito quien mantiene una mejor imagen y es más hábil en el arte del descrédito del contrario, aunque para ello tenga que tirar de la demagogia y la mentira. La sociedad sufriente ya se ha acostumbrado a ello y sus decisiones a la hora de votar no suelen guardar relación con la defensa de sus propios intereses. Por eso, se da la circunstancia de que ganan las elecciones los grupos que tienen más recursos y más apoyo mediático y económico, aunque sea de manera fraudulenta.
Vivimos en un país en el que la fiesta nacional son las corridas de toros y los festejos más internacionales «los sanfermines», borracheras y violaciones incluidas. Por si fuera poco, le siguen en fama «las fallas» y las procesiones de semana santa. Acontecimientos contraculturales y ausentes de valores, por lo que lo único que, a lo largo nuestra geografía, se cultiva son la irracionalidad, la violencia, el absurdo, el fanatismo, la superchería y la estupidez.
Por si fuera poco, la afición por el fútbol, potenciada por los mass media, y el poder que los sustenta, completa el repertorio, dando lugar al seguimiento masivo en directo o a través de televisión, a la adhesión incondicional y al enfrentamiento entre aficiones, agresiones incluidas. Y todos votamos.
¿Qué se puede hacer con estos mimbres? La situación desborda a los más pacientes. Hace poco un histórico político, Julio Anguita, anunciaba que dejará de hacer declaraciones a los medios de comunicación, que hacen de la política un espectáculo. Otros tantos estamos en la misma línea.
Para llevar a cabo el análisis no basta con el esfuerzo y el rigor. Es necesario, además, que el material, motivo del análisis, sea lo suficientemente interesante, y los elementos en juego medianamente serios, y merecedores de ese estudio. En estos tiempos, todas las demás variables manejadas para el análisis quedan eclipsadas por la ignorancia de las mayorías y la ineptitud de los políticos, de baja talla intelectual, tal como el sistema demanda. Pero es que, además, la miseria humana se extiende a otras instituciones o entidades: judicatura, universidad, medios de comunicación, etc.
Son ya miles de páginas las dedicadas, por nuestra parte, al análisis del actual sistema socioeconómico. Un estudio global en el que ha adquirido cierto protagonismo la coyuntura política debido a las nuevas situaciones que han surgido en los dos últimos años. Sin embargo, no hemos abandonado el estudio de los grandes problemas que nos aquejan, a nosotros y al resto del mundo, si bien es cierto que nos hemos centrado en los países llamados desarrollados y en su proyección sobre los demás lugares del planeta.
Coincide el periodo estival con un cierto hartazgo de la actual situación política de este país. Por estas dos razones, parece adecuado tomar un descanso para la reflexión y la oxigenación de las neuronas. Tal vez volvamos después del verano, pero abordando asuntos que vayan más allá de lo netamente político, porque, no olvidemos, que esos grandes problemas siguen ahí con una clara tendencia a incrementarse. Quiero finalizar con el pensamiento de Gramsci. Dijo: El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos. Ahora estamos en tiempos de monstruos.
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