Hanna Arendt, que en su obra reflexionó sobre el totalitarismo en los años 50 del siglo XX, sobre la crisis de la tradición humanística en los años 60, y sobre la legitimación de la violencia en los movimientos de protesta de los años 70, es una voz autorizada para contextualizar a estos cachorros provocadores, carentes […]
Hanna Arendt, que en su obra reflexionó sobre el totalitarismo en los años 50 del siglo XX, sobre la crisis de la tradición humanística en los años 60, y sobre la legitimación de la violencia en los movimientos de protesta de los años 70, es una voz autorizada para contextualizar a estos cachorros provocadores, carentes del talento suficiente para alcanzar niveles aceptables de responsabilidad política. Inclusive considerando su concepto de la «banalización de la violencia».
El grado de calculada violencia que provocan con sus mentiras los líderes de la nueva derecha, acerca de nuestro trágico pasado, es equiparable a la misoginia, la homofobia y la xenofobia de la que hacen alarde. Así, se ausentan del debate político que nos haga un país más culto, mejor preparado en lo tecnológico y con claras recompensas al talento, del que carecen, para domiciliarse en alentar el enfrentamiento, promover noches de los cristales rotos y apoyar la ocupación amenazante, cuando no violenta, de los espacios públicos. Por su carácter instrumental, la violencia siempre necesita herramientas, armas y tecnología, pero en cuánto acción tiene resultados impredecibles. Esa será su responsabilidad, aunque los medios del régimen sólo aprecien violencia en las expresiones opuestas.
De lo que debemos reflexionar es si este Estado está moralmente capacitado para cumplir con su finalidad. Hablamos de la relación entre poder y violencia. Porque uno de los atributos del Estado es monopolizar la violencia, como medio para garantizar la convivencia entre todos los ciudadanos. Ahora bien, si ese Estado no es capaz de neutralizar manifestaciones como las vividas en templos, plazas y calles, expresando las virtudes de un genocida desde organizaciones que justifican el exterminio masivo, es que su capacidad para desempeñarse se ha diluido.
La historia reciente de España está en proceso de revisión y son las derechas, de toda la vida, con caras nuevas y no tanto, quienes pretenden hacerlo para blanquear sus hábitos. De aquellos polvos, estos lodos. Una de las leyes aprobadas durante la Transición fue la Ley de Amnistía. Las Cortes se apresuraron en promulgar la ley en octubre de 1977 (las elecciones se habían celebrado el 15 de junio), con el loable fin de poner en libertad a los presos políticos que todavía quedaban en las cárceles. Aquella ley significó lo que vino en llamarse un «pacto del olvido». No solamente se amnistiaba a los presos encarcelados por delitos «de motivación política», incluidos los «de sangre», sino que ha permitido no perseguir ni juzgar los crímenes cometidos por el franquismo y sus dirigentes sanguinarios.
La Ley de Amnistía no contó con el respaldo de Alianza Popular, como ahora sus sucesores en el Partido Popular y Ciudadanos, han rechazado la moción del Grupo Socialista en el Senado de condena del franquismo. El Senado aprobó la moción que también pide la prohibición de las fundaciones que exalten el fascismo y muestra el respaldo para exhumar a Franco del Valle de los Caídos.
Con la ley de 1977, se trataba de dar por acabada una reivindicación muy antigua de la oposición antifranquista. El problema que se plantea ahora es que aquella amnistía, viene a amparar a las personas que cometieron delitos durante la represión franquista, por las violaciones de los derechos humanos cometidas por los aparatos de represión de la dictadura. La izquierda favoreció esta especie de «pacto del olvido», que no de amnesia colectiva, sino de «echar al olvido», según Santos Juliá.
Lo cierto es que la violencia viene ejerciéndose desde una de las partes del tapiz, provocando a quienes legítimamente protestan, para hacer ver y resaltar una situación de injusticia, de pérdida de derechos y libertades. Quienes ejercen la violencia o quienes acusan de violencia a la otra parte, lo que hacen en realidad es provocar, con el ánimo de que los provocados actúen violentamente, para así justificar la contundencia la represión que desean.
Y en estas estamos, cuando reaparece, en estado de promoción de su último libro, el expresidente Aznar, para calmar los ánimos. Asegura que España estará «atascada» hasta que no se resuelva el «golpe» en Cataluña. A su entender, «alguien tendrá que decir hasta aquí hemos llegado, se acabó». Compara la situación con el golpe de Estado de octubre de 1934. Se atreve a decir incluso que es «muy difícil» situar a los socialistas en el ámbito de los constitucionalistas, advirtiendo que solo si gana el «centroderecha», que está fragmentado, se podrá mantener el orden constitucional.
Entre unas cosas y otras, podríamos llegar a ser considerados un «estados fallido». Noam Chomsky señala como estados fallidos a aquellos que «padecen un grave déficit democrático que priva a sus instituciones de autentica sustancia». Después del escándalo del que ha sido protagonista la Justicia, por los manejos políticos de alcance, en la negociación para la renovación del Poder Judicial y la renuncia de Marchena a presidir el organismo, así como el bloqueo en Las Cortes, por el PP y el PSOE a la renovación, han puesto a la institución al borde del precipicio; además de la reprobación, por tercera vez, de la ministra de Justicia, como ha ocurrido esta semana. Para resaltar más la inestabilidad, no podemos dejar de mencionar, que Pablo Iglesias da por rota la mayoría de la moción de censura, porque «No se puede gobernar por decreto con 84 diputados».
En el mismo orden de crisis por la que pasa el Estado, está la bronca en el Congreso entre el diputado de ERC Gabriel Rufián y el ministro Borrel, acompañado de un supuesto «escupitajo», que ha tapado el verdadero debate que se mantenía, que ha pasado desapercibido y nadie recuerda el tema del que se trataba en la sesión de control al Gobierno. Por último y abundando en la crisis, está la convocatoria de las consultas populares convocadas por organizaciones municipales y más de veinte universidades, en las que se pregunta sobre la preferencia del modelo de Estado, si «Monarquía» o «República». Lo que no se preguntó en 1977, la ciudadanía se organiza y responde.
El diario The New York Times situó a España entre las democracias europeas que se derrumban, según un análisis de los politólogos Michael Albertus y Victor Menaldo. Señalan, que en los modelos de transición desde la dictadura a la democracia, como ocurrió en España: «Las instituciones democráticas han sido diseñadas a menudo por el régimen autoritario que terminaba, para salvaguardar a las élites que están en el poder del Estado y ayudarles en la política para después de la democratización». El franquismo, que nunca se fue, diseñó la «Monarquía del Movimiento», ahora se apropian de la Constitución con ánimo de manipulación
Hanna Arendt, nos dice que allí donde hay comunidad política, hay poder, y no necesita justificación, sino legitimidad de origen. «El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda seguir a ésta». Por eso, según ella, la legitimidad mira al pasado, la justificación al futuro, a un fin que se encuentra alejado. El pasado es la victoria del 39. El futuro es radicalizar la toma del poder y consolidar las instituciones neofranquistas. Entre estas últimas podríamos contar a la Iglesia Católica que ha dado cobijo a los mantos franquistas que cubrieron a las vírgenes de los templos.
A través de la violencia de los grupos extremistas, que en España ha aumentado en los últimos tiempos, y actuando con cierta impunidad, ejercen de punta de lanza. De otra parte, la actuación parcial y arbitraria del Poder Judicial y el desprestigio de la política responsable, el Sistema se aleja del modelo de las democracias liberales, para acercarse a las democracias fallidas.
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