Presas en el penal de Santiaguito, dos estudiantes detenidas durante el operativo policiaco del pasado 4 de mayo en San Salvador Atenco narran las vejaciones y agresiones sexuales a que fueron sometidas por policías estatales y federales. Abogados del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez obtuvieron este testimonio que da a conocer La […]
Presas en el penal de Santiaguito, dos estudiantes detenidas durante el operativo policiaco del pasado 4 de mayo en San Salvador Atenco narran las vejaciones y agresiones sexuales a que fueron sometidas por policías estatales y federales.
Abogados del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez obtuvieron este testimonio que da a conocer La Jornada. A petición de las víctimas, se omite su identidad.
Su denuncia evidencia el sadismo y la crueldad con que los agentes del orden sometieron a los detenidos ese día, sobre todo a las mujeres, muchas de las cuales sufrieron abuso sexual y hasta violaciones.
Lorena, estudiante universitaria de 22 años, cuenta que cuando la policía estatal y federal ocupó Atenco, se refugió con otras personas en una vivienda: «A las 8.30 de la mañana nos encontrábamos escondidos en una casa siete hombres, dos mujeres y un niño de 14 años. Llegaron 15 granaderos insultándonos. Golpearon al niño, que trataba de cambiar su camisa porque estaba impregnada de gas lacrimógeno; entre varios lo golpearon hasta dejarlo ensangrentado.
«Empezaron a golpearnos con las macanas en la cabeza. Me empezaron a hacer tocamientos en ambos senos y nalgas. De pronto sentí que una mano tocaba mis genitales e introducía sus dedos en mi». Les ordenaron ponerse de pie y dos mujeres policías los filmaron e interrogaron sobre sus datos personales. «A cada pregunta y respuesta nos daban una cachetada», explica Lorena.
«Siguieron los golpes y nos ordenaron salir de la casa. Nos mantuvieron en una banqueta. A un compañero lo golpearon brutalmente entre más de cinco policías. A otra compañera le hacían tocamientos en los senos. Como estaba al final de la fila, me dieron golpes con la macana en las costillas. El dolor era terrible, y aunque prefería no agacharme, me volvían a golpear para que me doblara.
«Nos subieron con la cara tapada a un camión, no recuerdo de qué color era. Nos ordenaron acostarnos uno encima del otro, amontonados. Fui la última en entrar, por lo que quedé mero arriba, boca abajo.
«Un policía, creo que era comandante, me preguntó de dónde era. Le respondí y le gritó a otro: ‘Mira, esta perra es de …’. Su compañero me jaló de los cabellos y me empezó a dar cachetadas hasta hacerme sangrar (…). El policía me decía: ‘te vamos a hacer lo mismo que le hicieron a nuestro compañero’. Luego escuché a otro policía que le dijo: ‘ya déjenla’. En eso cerraron la puerta del camión (tipo Van) donde nos tenían y uno dijo: ‘a esta perra hay que hacerle calzón chino’, y me empieza a jalar la pantaleta. Se da cuenta que estaba en mi periodo de menstruación, porque tenía una toalla sanitaria. Le gritó a otros policías: ‘Miren, esta perra está sangrando, vamos a ensuciarla un poquito más’. Sentí cómo introdujo violentamente sus dedos en mi vagina repetidamente hasta el cansancio. Yo ya no estaba bien, pero me acuerdo que decía: ‘Dios mío, qué me van a hacer’.
«Nos ordenaron entrar a otro camión. Busqué el primer asiento detrás del conductor. Apenas me senté me gritaron ‘ni madres, no merecen estar sentados, se van a ir hincados’, y nos hicieron agachar la cabeza. La forma de contarnos era dándonos un golpe con la macana en la cabeza. Si alguien se quejaba del dolor, porque las rodillas y las piernas se adormecían, venían y te daban otro golpe.
«Subieron a más mujeres, escuchaba sus gritos, decían que no las tocaran. Los policías gritaban: ‘gime perra, gime como una puta’.
«Me di cuenta que el compañero que venía a mi lado, encapuchado, estaba inconsciente. Cuando despertó, empezó a quejarse de dolor. Llegaron a golpearlo nuevamente y le decían: ‘tú no llegas al penal, pendejo, te vamos a bajar antes’. Cada vez que se quejaba, volvían nuevamente a golpearlo.
«Yo le decía que mejor no se quejara, que se callara (…) y vinieron a golpearnos a los dos. Uno me pisó la cabeza hasta que me topé con el piso. Ahí se quedó y luego intentó introducir su mano por mi trasero, pero me apreté entre el asiento de adelante y el mío. Entonces el policía sólo me golpeó las nalgas y se fue. El trayecto duró de tres a cuatro horas».
Al llegar al penal de Santiaguito los formaron, pero el martirio de Lorena y sus compañeros continuó: «Un policía empieza a patear detrás de mis tobillos a fin de abrirme las piernas, empalma sus genitales en mi trasero. Sentí que ya estaba excitado y me toca de nueva cuenta mis senos. Otro policía le dice: ‘ya déjala, acá está la prensa’. El policía le responde: ‘pero si apenas me empiezo a divertir’, luego se separa y dice violentamente: ‘chingada madre’, y avienta mi cabeza contra la pared.
«Nos ordenaron pasar en medio de filas de policías. Fue horrible: nos insultaban, me golpearon con sus macanas en la cabeza y costillas, me pellizcaron los senos y las nalgas. Cuando me revisaron, me dijeron que tenía desgarre vaginal y una infección. De medicamento sólo me dieron un óvulo».
Otro testimonio
Claudia, estudiante de 19 años, también relató a los defensores de derechos humanos su traumática experiencia:
«Estaba en el centro de Atenco. Fui con mi pareja a fotografiar y a grabar lo que estaba pasando. De pronto llegaron los policías y aventaron bombas de gas lacrimógeno. La gente empezó a correr. Nos refugiamos en una casa al lado de la casa de cultura, entramos como cuatro o cinco personas. Uno iba herido por un petardo (…). Tomé fotos de todo lo que veía.
«De pronto irrumpieron en la casa (…) Cuando nos vieron a mí y a mi pareja con las cámaras y la grabadora, se fueron contra nosotros. Nos decían: ‘con que ustedes son los chismositos, hijos de puta’, y nos empezaron a golpear con sus macanas. Nos hincaron boca abajo. A mí me hicieron tocamientos en los senos, me apretaban y me pellizcaban. Luego nos ordenaron subir a una camioneta con las camisetas sobre los rostros. En eso me bajaron el pantalón junto con la pantaleta y me hicieron tocamientos. Nos encimaron uno sobre otro. Quedé mero abajo y sentía que me faltaba aire y aún así me alcanzaron a golpear…
«Luego nos ordenaron sentarnos. Seguía con la camiseta sobre mi rostro, por lo que tenía al descubierto el brassier. Me lo empezaron a jalar y me pellizcaron; sentí que me mordían los senos. Nos gritaban que las viejas éramos ‘unas pendejas’, ‘unas putas’. Uno decía: ‘mira cuánta vieja, ¡qué rico!’.
«Cada vez que me tocaban, escuchaba que le decían a mi pareja: ‘¿así te la coges, cabrón?’ Cuando vieron que tenía un tatuaje en mi espalda se ensañaron más (…) Iba hincada con la cara agachada y las manos atadas atrás. El camino duró como cuatro horas. En ese tiempo también sentí que un policía quería meter su mano en mis partes, pero no me dejé, me moví todo lo que pude (…) Desde atrás me empezó a patear en mis genitales. Escuchaba que mujeres extranjeras iban gritando ‘ya déjenme’. A todas nos decían: ‘tú vas a ser mi puta para siempre’, o ‘así le va a pasar a tu mamá’.