ETA padece desde sus inicios un mal endémico: la inconsistencia de su mando, al que los aparatos estatales de represión -no sólo el español- hostigan y neutralizan con creciente eficacia, obligando a la organización a cambiar cada dos por tres de equipo dirigente. En cuanto una promoción de jefes empieza a adquirir una cierta experiencia […]
ETA padece desde sus inicios un mal endémico: la inconsistencia de su mando, al que los aparatos estatales de represión -no sólo el español- hostigan y neutralizan con creciente eficacia, obligando a la organización a cambiar cada dos por tres de equipo dirigente. En cuanto una promoción de jefes empieza a adquirir una cierta experiencia y algún conocimiento de por dónde va la realidad, se ve desarticulada, con lo que pasa a ser sustituida por otra más joven y más tosca, que ni sabe ni quiere saber de qué va la vida y cuál es la auténtica relación de fuerzas que afronta. El mismo ciclo se reproduce una y otra vez. Es un continuo volver a empezar.
Los republicanos irlandeses huyeron de ese peligro sometiendo a su brazo armado (el IRA) al control de su brazo político (el Sinn Féin). Los activistas podían ser detenidos y encarcelados, pero el mando político, predominante, se mantenía. E iba madurando. Y asumiendo sus limitaciones. Se atuvieron a la consigna del joven Mao Zedong: «Hay que poner la política en el puesto de mando».
En Euskadi todo ha venido funcionando al revés. Cada vez que la dirección de ETA es asumida por una nueva hornada de militantes novatos, volvemos a toparnos con la misma estrategia, tan cruel como torpe. Creen que matando y sembrando el terror van a conseguir convertirse en insoportables y que eso obligará al Estado a ceder. No se dan cuenta de que cuando la clase política española los califica de «insoportables» lo hace de manera meramente retórica. Por brutal que resulte decirlo, son soportables. Indignantes, pero soportables. Nada de lo que hacen tiene fuerza suficiente como para obligar al Estado español a variar de rumbo.
Alguien sentenció que ETA es para el Estado como una úlcera, porque le molesta y le duele, pero no amenaza su existencia. Para mí que ni eso. La violencia de ETA lacera a sus víctimas directas, y a muchos más, por simpatía, pero al Estado, en tanto que tal, ni lo roza. Y además le da pretextos para endurecer posiciones y leyes en contra de muchos otros que jamás han empuñado una pistola, pero que le causan más problemas.
ETA es, a la vez, una maldición y un fracaso.