En Fahrenheit 9/11, el documental de Michael Moore, las imágenes son tantas y tan elocuentes que su mera enumeración ocuparía páginas. Todo comienza con un sueño que parece salido de las películas, con Ben Aflek, Robert de Niro y Stevie Wonder celebrando entre la multitud la victoria de Al Gore en 2000. Enseguida, el golpe […]
En Fahrenheit 9/11, el documental de Michael Moore, las imágenes son tantas y tan elocuentes que su mera enumeración ocuparía páginas. Todo comienza con un sueño que parece salido de las películas, con Ben Aflek, Robert de Niro y Stevie Wonder celebrando entre la multitud la victoria de Al Gore en 2000. Enseguida, el golpe mediático de la cadena Fox, la traición de Gore y los jerarcas demócratas.
En fin, el comienzo de la mascarada bushiana. En una desarmante sesión de maquillaje, desfilan ante nuestros ojos, uno por uno, los nuevos gobernantes republicanos de Washington: George W. Bush, Donald Rumsfeld, Dick Cheney, Colin Powell, Condoleezza Rice, Tom Ridge, John Ashcroft, Paul Wolfowitz. El reparto completo.
Pero algo hay de obsceno en todos ellos; lo saben y no lo ocultan a una cámara que creen suya. Nunca pensaron que ese material llegaría a manos del documentalista.
Del mismo modo seguiremos al presidente Bush en su vilipendiada toma de posesión, en medio de un motín popular que le impide descender de la limusina; sus eternas vacaciones jugando golf, pescando, cortando leña, haciendo las declaraciones más cínicas y osadas. Y entonces, los famosos siete minutos en un kínder de Florida leyendo (o mirando) el cuento Mi chivito con todos los infantes, inmediatamente después de saber que un avión chocó con las Torres Gemelas, y enseguida otro. Que los estaban atacando. Sin nadie que le dijera qué hacer, no hizo nada.
Moore se toma la libertad de conjeturar qué cruzaba por la mente del mandatario, si acaso algo, en esos momentos. Luego explica los vínculos financieros entre las familas Bush y Bin Laden, y las de la elite bushiana con la casa real de Arabia Saudita. Los sauditas poseen, nos enteramos, 7 por ciento de la economía estadunidense.
El documental muestra imágenes y testimonios in situ de la guerra en Irak que nadie conocía en Estados Unidos. Fiel a su estilo, el cineasta reportea y crea situaciones que exponen a senadores, diputados, el servicio secreto, los reclutadores del ejército. Exhibe la cobardía de los demócratas, el descaro de las grandes corporaciones, la construcción de un «consenso» mediático, la repetición ad nauseam de las mentiras que inspiraran miedo y justificaran la guerra.
Vemos la carnicería, el embotamiento moral de las tropas estadunidenses y aun el sufrimiento de sus heridos, el aspecto de sus cadáveres. Los cateos casa por casa, la humillación a las mujeres, el pánico de los niños. Fahrenheit 9/11 desnuda ante el público la degradación de su gobierno, de sus tropas y de las grandes televisoras. Aunque le pese a Ray Bradbury, el documental Fahrenheit 9/11 indica la temperatura a la que se inflaman y arden las libertades civiles.
Entre las decenas, quizás un centenar, de artículos, ensayos, reseñas, entrevistas y diatribas que ha generado Farenheit 9/11, no ha faltado quien la compare con Lisístrata, de Aristófanes, donde la ciudad entera hace la comedia y escarnece a sus señores. Mezcla de reportero y comediante, Mi-chael Moore bien puede considerarse aristofánico, pero a decir verdad, la historia que cuenta, cargada de momentos chuscos y expresiones risibles de los señores, más que comedia resulta tragedia, y aun en los mo-mentos de hilaridad del auditorio acecha un fondo de indignación.
Como en Bowling for Columbine, cuenta la historia de un crimen cometido a los ojos de todos pero que pocos supieron o pudieron ver. Un crimen que sigue su cur-so. Las guerras pueden ser crímenes a largo plazo. De aquí la explícita intención del cineasta: detener a Bush en su carrera hacia la desgracia colectiva. Para eso echa mano de la edición y la justeza de los numerosos instantes y episodios grabados, y ante el cinismo de los protagonistas el público de-viene sensato, pues son los hechos los que hablan y aconsejan.
Una de las muchas historias que se entretejen y evolucionan en el filme es la de Lila Lipscomb, madre, ama de casa y trabajadora social de Flint, Michigan. Como la Hécuba de Eurípides, orgullosamente ha entregado sus hijos a la patria y los ha perdido por la codicia de los reyes en guerra, y nada la detiene en su determinación de arrancar los ojos al culpable de la muerte de su hijo m-nor. Reina de Troya, madre de Héctor y Pa-ris, enfrenta a Polimnéstor, rey de los tracios quien, tomada Troya, y «menospreciando la amistad en la hora de la desgracia» como dicen los comentaristas clásicos, mató a Polidoro, el hijo menor de Hécuba.
Lila Lipscomb es una rolliza y orgullosa ciudadana que apoya a su gobierno y nada la honra más que tener a sus hijos en el ejército luchando por la libertad. Una hija participó en la «guerra del golfo» Pérsico, y el hijo menor en la nueva conflagración en Irak. Cada mañana la mujer despliega frente a su casa una gran bandera del país, y a lo largo de varias conversaciones con Moore explica sus razones para sentirse completamente «americana«.
Flint, ciudad natal del cineasta, ha sido destruida por el neoliberalismo y la voracidad corporativa. Los jóvenes encuentran en la carrera militar una salida al desempleo y las drogas. No obstante, Lila Lipscomb, elocuente, proletaria, sólida, se aferra a la dignidad de su determinación. Pues bien, un día recibe una llamada de Donald Rumsfeld, secretario de la Defensa, para notificarle con frialdad que su hijo cayó en Irak. Lila relata su reacción ante la noticia, y da lectura a la última carta que escribe su hijo desde las trincheras, cansado de una guerra que no comprende y ha descubierto injusta; sólo piensa en salir de allí cuanto antes. Ro-deada por su multirracial familia all american, Lila se derrumba.
Tiempo después invita a Moore para que la acompañe a la Casa Blanca. La procacidad del escenario supera cualquier ficción. La madre arrastra sus pies con dolor y topa con una cerca, pues los jardines se encuentran en reparación. No hay puerta. («El oro, si quisieras decir la verdad, mató a mi hijo, y también lo hizo tu deseo de lucro», dice Hécuba al rey Polimnéstor).
¿Está Lila Lipscomb al final del sueño americano? La casa presidencial de Bush, los distantes guardias, la realidad del poder; nadie ve ni oye a la madre doliente. Hécuba (año 424 antes de nuestra era) otra vez: «Entre los hombres sería necesario que la lengua jamás tuviera más fuerza que los hechos. Sino que, quien ha obrado bien debería hablar bien, y quien ha obrado mal, que sus palabras fueran de mala ley, y que jamás pudiera elogiar lo injusto».
«Blame on you, mister Bush», vociferaba Michael Moore en cadena mundial la última noche de los Oscares. Ahora, con Farenheit 9/11, deja claro a qué se refería.