No hay duda de que existe una taxativa diferencia entre, por ejemplo, la lapidación de mujeres en algunos países islámicos y la frecuente tortura y muerte de mujeres en Ciudad Juárez (México). La primera está insólitamente amparada por la ley o por el estado mientras que las segundas parecieran estar protegidas más bien por el […]
No hay duda de que existe una taxativa diferencia entre, por ejemplo, la lapidación de mujeres en algunos países islámicos y la frecuente tortura y muerte de mujeres en Ciudad Juárez (México).
La primera está insólitamente amparada por la ley o por el estado mientras que las segundas parecieran estar protegidas más bien por el silencio cómplice de las autoridades civiles y policiales de la región.
Sin embargo en el primer caso, imagen mediante, nos sentimos horrorizados por la incalificable crueldad de un castigo que conduce a la muerte y en el otro la fría mención de las cifras aunque el número de mujeres asesinadas sea considerablemente mayor en la frontera del norte mexicano nos deja tal vez asombrados pero casi indiferentes.
Pareciera que la reiteración de tan incalificable fenómeno le otorgara a sus autores una especie de «patente de corso» para el crimen y pareciera también que al entrar en las estadísticas el horror dejara de golpear en la conciencia de la gente. Un asesinato, una muerte próxima, una víctima identificada nos conmueven pero los crímenes masivos no dejan huella y hasta en situaciones bélicas llegan a ser cínicamente calificados y aceptados como «daños colaterales»
Frente a la condena por lapidación de la iraní Sakineh Ashtianí, y de la nigeriana Amina Lawal la sociedad se movilizó y centenares de miles de personas en todo el mundo firmaron cartas en las que pedían, en ambos casos, y consiguieron la anulación del castigo. Un castigo que no está ciertamente ni aprobado ni establecido por el Corán sino que tiene su origen en la tradición judeo-islámica y puede aplicarse también, llegado el caso a los varones. Este tipo de movilizaciones aparentemente teñidas sin embargo de cierto tufillo islamofóbo no encuentran lamentablemente correlato para las múltiples denuncias mexicanas que afectan a un número creciente de mujeres de entre 14 y 25 años.
En Ciudad Juárez al borde de la frontera mexico-usamericana según organizaciones no gubernamentales se han producido más de 350 asesinatos de mujeres y alrededor de 400 desapariciones en la última década que las autoridades por incompetencia o amedrentadas suelen calificar como fruto de la violencia doméstica.
Sin embargo según las investigaciones llevadas a cabo por Amnesty Internacional muchos de los crímenes tienen sus raíces en la discriminación aunque también se manejan otras hipótesis relacionadas con el narcotráfico, la trata, el tráfico de órganos y las películas snuff un género también conocido como white heat o the real thing, en las que se tortura, viola y asesina con el único objetivo de registrar esos hechos con algún medio audiovisual y comercializarlos luego a valores incalculables. Sobre esta última suposición no se han hallado constancias que puedan acreditarla aunque no parece tan disparatado pensar que en nuestra enferma sociedad, no haya individuos que disfruten – intelectual o comercialmente – con este tipo de producciones.
Algunos analistas sostienen también que podría tratarse de macabros rituales celebrados con el objeto de establecer la cohesión entre los miembros de grupos mafiosos y sellar la pertenencia al grupo, por parte de los asesinos, con pactos de sangre.
Según la investigadora Rita Laura Segato, «los feminicidios de Ciudad Juárez no son crímenes comunes de género sino crímenes corporativos y, más específicamente, son crímenes de segundo Estado (…) que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región y con tentáculos en las cabeceras del país». Pero lo más alarmante es que esta lacra ha llegado también al llamado «triángulo de la violencia» Guatemala, El Salvador y Honduras, según la descripción acuñada por Naciones Unidas, que ha alcanzado las más altas tasas de femicidios de la región ya no relacionadas con los conflictos armados, que asolaron a esos países en un no muy lejano pasado. Y podría continuar extendiéndose.
Y si seguimos descendiendo hacia el sur vamos a encontrar que tampoco nuestro país se halla exento de un desmedido incremento de las consecuencias que hasta ahora parecieran limitarse a casos aislados pero cada vez más frecuentes de lo que aquí también se califica como producto de la violencia familiar. Las muertes de mujeres quemadas con alcohol o con bencina en «accidentes domésticos» que curiosamente no suceden en soledad sino ante la (¿impotente?) presencia del marido o compañero, han venido aumentando desde un primer suceso en el que la justicia determinó la imposibilidad de probar la culpabilidad del testigo presencial (en este como en casi todos los casos, el marido) por suceder en el ámbito privado y ser muy difícil establecer si realmente el hecho es atribuible a un accidente o a un asesinato.
Toda esta manifiesta agresividad masculina hacia la mujer no es una consecuencia más de las condiciones de vida contemporánea a las que solemos atribuir los males que nos circundan sino que pareciera arraigar en el más profundo primitivismo humano. Desde el principio de los tiempos privilegiar la muerte ha sido un denominador común de muchas culturas, no de otro modo se entiende la exaltación del héroe, del guerrero, del combatiente encarnando siempre los valores del arrojo, de la audacia, de la valentía, de la virilidad, del coraje, de la intrepidez en función de ¿qué? pues tan solo de la muerte, una función reservada a los hombres de la tribu, del estado, del imperio… en la que solo mitológicamente participaron alguna vez las mujeres o sus equivalentes las nórdicas walkirias o las amazonas griegas, compartiendo, en su condición de diosas, los campos de batalla.
Mientras que la función de dar vida que solo le ha sido conferida a la mujer fue secularmente subestimada y confinada al rutinario ámbito doméstico y su importancia diluida hasta casi desaparecer entre las pedestres tareas cotidianas, de las ollas y las sartenes, los biberones y los cuadernos escolares, producto de una cultura ciertamente elaborada por solo media humanidad. Media humanidad que necesitó construir un imaginario de fuerza, de vigor, de invencibilidad para disimular tal vez la frustrante sensación de esterilidad y de impotencia que debió provocarle al hombre, desde siempre, el misterio de la preñez y del alumbramiento en la mujer, junto a la menoscabante convicción de que es algo a lo que a pesar de su fuerza y de su ingenio jamás podría acceder.
Todo esto parece tener en realidad raíces tan profundas que no solo en nuestra civilización judeo-cristiana encontramos evidencias ciertas y reiteradas de subestimación, de sometimiento, de menosprecio como reacción al temor que genera la mujer al parecer dotada de «poderes» que escapan completamente al arbitrio de los hombres. Los estudios de antropología han demostrado que es habitual en todas las culturas que los hombres experimenten cierto sentimiento de inferioridad, frente a la capacidad procreadora de la mujer, sentimiento que tienden a revertir asumiendo para con ella conductas prepotentes teñidas de menosprecio y humillación. Un temor que también debe haber jugado un importante papel en el ajusticiamiento y condena de las brujas medievales.
Importantes y minuciosos estudios realizados en los códices mayas y aztecas ponen igualmente de relieve que «El hombre, en su función de genitor, brilla por su ausencia. Si el nacimiento por partenogénesis de dioses tan importantes como Quetzalcóatl y Huitzilopochtli no deja de reforzar la importancia de la figura materna puede suscitar también angustias e inquietudes en el seno de una población masculina incapaz de legitimar ahora la primacía del falo y, por lo tanto, de su poder».
Dice la antropóloga francesa Françoise Héritier que «no es el sexo sino la fecundidad lo que representa la verdadera diferencia entre lo masculino y lo femenino» y agrega Nicolas Balutet «que, en la sociedad azteca, la fecundidad estaba en la base de las angustias del hombre. El rechazo a las mujeres que expresan las creencias y las supersticiones va más allá que el tabú relacionado con los fluidos de las menstruas y del parto.» (La puesta en escena del miedo a la mujer fálica durante las fiestas aztecas» – Contribuciones desde Coatepec, UNAM, México).
De modo que para terminar, pese a los grandes avances logrados por las mujeres en materia de igualdad de derechos en las sociedades contemporáneas es evidente que nos queda aún un largo camino por recorrer para superar y remover tabúes, usos y costumbres, que no por atávicos y ancestrales estamos condenadas a soportar eternamente. Ellos y nosotras debemos encontrar, en cambio el modo de integrar nuestras disímiles capacidades, de construir una relación hombre-mujer basada en el reconocimiento y la aceptación de nuestras diferencias, capaz de ahuyentar los fantasmas de ese pasado que ha generado y sigue generando tanto dolor y para poder entonar juntos un canto a la vida que es el prodigio más maravilloso con que Dios o la Creación nos han honrado.
http://desdemimisma.blogspot.com/2010/09/femicidios-realidades-y-tabues.html