Formularios para la diversidad Cada año llega a manos de los jóvenes universitarios la guía de los cien mejores antros de Marco Beteta (Folleto comentado y repartido gratuitamente en las universidades privadas). El pequeño libro negro incluye entre sus recomendaciones desde el arrabalerísimo Salón Los Ángeles en la Colonia Guerrero, hasta el exclusivo Palmas 500 […]
Formularios para la diversidad
Cada año llega a manos de los jóvenes universitarios la guía de los cien mejores antros de Marco Beteta (Folleto comentado y repartido gratuitamente en las universidades privadas). El pequeño libro negro incluye entre sus recomendaciones desde el arrabalerísimo Salón Los Ángeles en la Colonia Guerrero, hasta el exclusivo Palmas 500 en Polanco. ¿Qué tienen en común estos centros de diversión de clases sociales tan dispares? Una voz «autorizada» los ha catalogado como parte de la experiencia nocturna en la ciudad.
No es in sobrevivir día con día en la Guerrero e ir los fines de semana con tus mejores trapitos a desfogarte en el Salón Los Ángeles; sí lo es, por el contrario, pertenecer a la clase media o media alta e ir a disfrutar del ambiente pintoresco que los vecinos le dan al lugar. Lo que hace que el Salón Los Ángeles esté incluido entre los cien mejores antros es la supuesta trasgresión que implica visitarlo: su nombre, clientela y localización se vuelven sinónimos de aventura y «estilo». La visita al Salón Los Ángeles no es, de ningún modo, un acercamiento al otro México; la cercanía física que implica visitar el lugar es la afirmación de una distancia social y simbólica insalvable.
Así se juegan las políticas del estilo y la normalización social en nuestro país, se vuelve cool (chida) la trasgresión que de forma aparente acerca a la otredad, aunque en realidad separa aún más de ella. Se crea la ilusión de que hoy en día todas las diferencias son aceptadas, de que pueden atravesarse las fronteras de clase, raza y género a voluntad, y de que la supuesta trasgresión no conlleva sanciones sociales, sino que es la clave para tener un «estilo original». La reinvención constante de la farsa está de moda.
Es un lugar común decir que vivimos en un mundo «posmoderno» en el cual se aceptan todo tipo de ideas, creencias y actitudes. Hay quienes condenan la supuesta posmodernización de nuestra sociedad aduciendo que ya no hay «valores», por lo que los jóvenes ya no saben lo que está bien o mal; otros la exaltan pues creen que es sinónimo de que en las nuevas generaciones hay más tolerancia e igualdad.
En la actualidad, sin embargo, existen claramente parámetros para definir cuáles son las diferencias aceptadas y cuáles no, qué trasgresiones están de moda y cuáles son peligrosas para el orden social. Como la guía de Beteta, hay cientos de recetarios sobre cómo ser diferentes y trasgresores. Estos formularios de la diferencia establecen los patrones de consumo que definen qué es ser hippie, darketo, punk, etc.; indican cuáles son los lugares, la vestimenta, la música e incluso las ideas que hay que consumir para pertenecer a cada grupo, para distinguirse de los demás. Como señala Hobsbawn en Historia del siglo XX, la cultura juvenil nació cuando surgieron los productos que definieron a la «juventud» como un grupo social aparte.
Los «estilos originales», productos de las diferentes pautas de consumo no son invariables, se transforman una y otra vez bajo el influjo de la publicidad y de los distintos discursos que buscan definir la identidad de los consumidores. Tal vez por eso Lawrence Ferlinghetti, el último poeta beat, afirmó en su última visita a México que ya no existe la contracultura, pues ha sido incorporada a la clase media y asimilada por los medios masivos.
La muerte de las vanguardias
El renacimiento del feminismo en los años sesenta, setenta y ochenta, empezó en Estados Unidos y se extendió rápidamente por los países desarrollados y las mujeres pertenecientes a las clases medias cultas en el mundo subdesarrollado.
Hoy en día, tanto en el primer mundo como en el tercero el feminismo sigue siendo un movimiento de clases medias ilustradas. Sin embargo, mientras su auge estuvo caracterizado por el protagonismo de las mujeres jóvenes, ahora éstas son las que se alejan cada vez más de él. El feminismo de antaño era una vanguardia, una de las principales luchas radicales en las que se vio inmiscuida la recién nacida cultura juvenil. Para las nuevas generaciones significó el cuestionamiento del modelo de familia burguesa y el papel de la mujer dentro de ella, revolucionó las expectativas que las mujeres tenían sobre sí mismas, trasgredió la frontera entre lo privado y lo público, arremetió contra la moral sexual tradicional y desnaturalizó la violencia contra las mujeres. Los y las jóvenes no querían vivir en una familia como en la que habían crecido, no deseaban una relación de pareja como la de sus padres, tenían nuevas aspiraciones, exigían más derechos y, sobre todo, querían apropiarse de su cuerpo, hacer el amor más que sus padres y sin ataduras: «El nuevo feminismo… acaso fue el resultado más duradero de los años de radicalización» diría también Hobsbawn.
Se han terminado los años de radicalización. Un icono de la rebeldía juvenil en el tercer mundo, como el Che Guevara, ha quedado reducido a una imagen que, cual arma de la cultura de consumo, se repite incesantemente hasta adquirir el estatus de una lata de sopa Campbell’s. Por su parte, los guerrilleros del siglo XXI -en voz del subcomandante Marcos- dicen que se cagan en las vanguardias (carta dirigida a la organización político-militar vasca Euskadi Ta Askatasuna, ETA), mientras que la mayoría de los jóvenes no conocen el término o lo identifican como lo más nuevo en el mercado.
Es difícil encontrar jóvenes que se definan como feministas. En las relaciones cotidianas autodenominarse como tal despierta enojo, desconfianza, reserva y frecuentemente, descalificaciones. Me he topado desde los comentarios más pedestres como: «es la peor tontería que se ha inventado», «¿pero por qué eres eso?», «¿eres de ésas a las que no les gusta que les abran la puerta y les paguen la cuenta?», hasta la desconcertante respuesta de «esto no es feminismo» o «yo no soy feminista», a pesar de que mi interlocutor o interlocutora estén expresando ideas claramente feministas. Los comentarios que suscita mi autodenominación como feminista provienen de jóvenes universitarios de clase media, grupo que antaño tal vez fue el más ferviente abogado del movimiento. Es común encontrar entre ellos algunas ideas propias del feminismo, aunque existe una negación tajante a reconocerlas como tales.
Los y las jóvenes de clase media en los países del tercer mundo parecen aceptar y vivir ciertas ideas básicas del feminismo, como el hecho de que las mujeres puedan trabajar fuera del hogar, votar y usar anticonceptivos. Sin embargo, todos estos derechos están limitados: es posible casarse más tarde, pero hay que casarse, no se cuestiona la institución del matrimonio; las mujeres pueden usar anticonceptivos, pero en algún momento de su vida deben tener hijos; pueden votar y participar políticamente, aunque si no son candidatas es porque no tienen suficientes méritos; pueden acceder a empleos remunerados, siempre y cuando éstos no la coloquen en una posición social y económica mejor que la de su marido.
Uno de los puntos neurálgicos del feminismo es entender las relaciones entre los sexos como relaciones de poder. Estas relaciones son distintas en diferentes culturas, sin embargo la inequidad es una constante; por doquier la diferencia sexual ha sido traducida en desigualdad social. Las jóvenes de clase media en México no suelen considerarse inmersas en relaciones de poder. Perciben la inequidad como algo lejano y creen que las mujeres discriminadas pertenecen a otro tiempo, clase, cultura, pero nunca son ellas.
Ciertos triunfos en materia de derechos se interpretan como el logro de la «igualdad», aunque se mantengan intactas relaciones desiguales en el ámbito privado y en el público. No sólo creen poseer una igualdad de derechos, sino que difícilmente reconocen las limitaciones que los estereotipos de género imponen tanto a hombres como a mujeres. Las jóvenes clasemedieras en países como éste tienen, como se dice popularmente, lo mejor de dos mundos: algunos derechos antes inimaginables, sin perder la «feminidad».
La clase media no entiende la necesidad de un movimiento como el feminismo cuando, supuestamente, se ha conseguido lo que buscaba el llamado feminismo de la igualdad. Pareciera que el discurso apabullante de la igualdad de derechos hace creer que los tenemos. En este caso la palabra no le da existencia a algo, sino que al ser repetida innumerables veces sin un referente real, da lugar a una omnipotencia del signo en detrimento del significante. Se produce una especie de halo de los derechos que crea la imagen de éstos como algo dado, en lugar de algo por lo que hay que luchar.
Cuando la feminista llega a la fiesta armónica de las diferencias desgarra el velo de la igualdad. Amenaza los formularios de la diferencia porque estos «conviven» bajo el halo ficticio de una igualdad de derechos. Por ello, asumirse hoy como feminista es de mal gusto, no es parte de las diferencias consideradas como aceptables, de ésas que se incluyen en las guías de «estilo». La feminista reconoce que la diferencia sexual y la red de símbolos que se tejen en torno a ella -el género- marcan la experiencia social de manera inequitativa. A partir de este reconocimiento, adopta una postura política que amenaza las relaciones institucionalizadas entre los sexos, no sólo en la arena pública, sino también en la privada, donde se tejen vínculos afectivos y de poder. La feminista se mete con las relaciones más «sagradas» e íntimas, sus críticas se cuelan entre las sábanas de las alcobas, en las cocinas, las salas familiares y los baños.
La feminista de hoy posee ciertas reminiscencias de la figura de las brujas y las locas. Esas mujeres que, por serlo, son de antemano sospechosas, pero lo son aún más cuando escapan a sus papeles tradicionales y rompen con los esquemas de feminidad de la sociedad en la que viven. La bruja y la loca son cautiverios de las mujeres, parafraseando a Marcela Lagarde, para marcar a las mujeres atípicas, a esas que saben algo o poseen poderes ocultos. Entre la juventud de hoy, la que se declara feminista despierta suspicacia: tal vez le va muy mal con los hombres, o es muy fea o demasiado lista. Tal vez es bruja o loca.
Ninguna joven quiere ser la bruja, la loca o la feminista. Quieren ser la que no incomoda con sus statements (alegatos) políticos y es feliz bajo el velo de la igualdad, es decir, mujer moderna: femenina, pero liberada. La mujer que sabe que no sirve de nada ser exitosa si una no se ve bien, por lo que «elige» consumir maquillaje, ropa, dietas, revistas para mujeres, cirugías, etcétera, para con ello acreditar su identidad como «mujer». La que convive con las demás diferencias bajo el halo de la igualdad y va al salón Los Ángeles para tener un «estilo original» y refrendar la distancia que la separa de las vecinas de la Guerrero.
Ser y tener
Dentro del juego de las diferencias mediadas por el consumo, se da un fenómeno notorio, una mayor disposición de algunas jóvenes a declararse interesadas en estudios de género, en lugar de definirse como feministas. Ser feminista implica una forma de identidad, interiorizar un movimiento. Es procurar definir y desarrollar un modo de vida alternativo, una manera de relacionarse consigo y con los demás que escape a formas institucionalizadas. Decir que se tiene interés o que se está involucrado en estudios de género, anula toda referencia a la identidad y abre una brecha entre el sujeto y el objeto al que éste se aproxima. Referirse únicamente a la categoría «género», academiza la discusión sobre las relaciones entre hombres y mujeres, y relega la práctica, que ha sido piedra angular del feminismo. El feminismo no sólo es un cuerpo teórico, sino también un movimiento político. Por el contrario, es imposible hablar de un movimiento de género, se habla más bien de estudios de género o perspectiva de género. Estos apelativos son políticamente más correctos, ya que parecen neutralizar los reclamos políticos del feminismo e ir acordes con los mandatos de las agencias internacionales «progresistas», las cuales llaman a incluir la perspectiva de género en todos los análisis.
La relación que se establece por medio del lenguaje con el término «género», le da un estatus de mercancía, ya no se trata de algo que se es, como el feminismo, sino de algo que se posee, que se manipula. Se posee la perspectiva de género, se aplica a las políticas públicas, se usa para analizar las relaciones sociales. Tal vez por eso declararse interesado en asuntos de género vaya más acorde con las diferencias de formulario que declararse feminista. La perspectiva de género se consume, mientras que el feminismo se asume.
* Estudiante de Ciencia Política del ITAM, 23 años