¿Neoliberalismo? El relato político nos cuenta como, después del 68, lo que parecía un armónico pacto entre capital y trabajo se convirtió en un avispero revolucionario en el que distintas formas culturales y políticas ponían en cuestión el reparto del producto social. Peligraban los beneficios capitalistas. La respuesta: los muy ricos, los propietarios del capital, […]
¿Neoliberalismo? El relato político nos cuenta como, después del 68, lo que parecía un armónico pacto entre capital y trabajo se convirtió en un avispero revolucionario en el que distintas formas culturales y políticas ponían en cuestión el reparto del producto social. Peligraban los beneficios capitalistas. La respuesta: los muy ricos, los propietarios del capital, tomaron las riendas de las políticas públicas desde principios de los ochenta para liquidar la insurrección y reafirmar el poder de mando del capital. Las vías con las que el estado neoliberal decretó recomponer los beneficios capitalistas tenían tanto de disciplinamiento político como de receta contraproducente para el propio desarrollo capitalista: atacar a los salarios, recortar del estado de bienestar y prohibir que el estado incurra en déficits produce una escasez crónica de demanda que impide que el crecimiento económico despegue.
La contrarrevolución neoliberal estaba buscando una vía de escape para su brutal nihilismo social (y económico). El principal motor político del nuevo modelo neoliberal, los ricos, no tenía problema: cada vez acumulaban más y más riqueza con este arreglo. El problema eran las llamadas «clases medias», un estrato que se había movido al ritmo del constante crecimiento de los salarios y había crecido durante los años sesenta engrosado por la clase obrera industrial y un creciente acceso a posiciones profesionales cualificadas. Los activos financieros, la Bolsa, el crédito y los mercados inmobiliarios fueron «la carta» material (la ideológica sería la «nueva derecha») que el neoliberalismo se guardaba en la manga para intentar conseguir que esa cosa llamada clase media no pasase a engrosar las filas del tradicional proletariat y, desde ahí, se pusiera en peligro la hegemonía neoliberal. La fórmula es aparentemente sencilla: que todos los recursos que los propietarios de capital roban a la sociedad sean devueltos en forma de crédito, que alimente el consumo y el trabajo (precario) y luego vuelva acrecentado a los propietarios de capital y de títulos financieros. En lo que esto sucede, la desposesión continúa: recortes, privatizaciones, descenso de los salarios y saqueo de bienes naturales. Es la llamada financiarización del capital.
Lo sucedido en España durante la belle époque 1995/2007 es fruto de una extraña colisión entre este modelo y una mutación del muy hispánico y muy bizarro desarrollismo. Durante la autocracia franquista, la solución a los problemas económicos y sociales fue poner el activo number one de España, «El sol y la playa», en el mercado internacional. Lo que comenzó como un entretenimiento estival para «suecas» y obreros fordistas de Dusseldorf y Manchester, acabó siendo una maquina de producir entradas de flujos internacionales de capital sobre el sector inmobiliario español. Por otro, lado la obra social franquista, con su gran sentido de lo vertical y lo otorgado, anticipando en treinta años a Margaret Thatcher, se ponía a fabricar propietarios de vivienda para ir a contrapelo de la lucha de clases. Desde la transición, unas políticas públicas dispuestas a todo con tal de meter más madera a la maquina turístico-inmobiliaria hicieron lo demás. A partir de mediados de los noventa, mientras el resto de la UE, EE UU y Japón chapoteaban en la atonía económica y la involución social, España se convertía en una de las mecas del capitalismo financiarizado y, encima, desde 2004 se las daba de «progre».
Se llama «efecto riqueza» a la sensación de afluencia que proporciona el crecimiento del valor de los activos financieros o inmobiliarios aunque, y suele ser el caso, estén financiados a crédito. Su traducción, en el caso español, fue una oleada de euforia en el consumo (la demanda), aunque siempre por barrios, ocasionada por una fuerte subida de los precios de la vivienda. Este fenómeno recompuso una clase media que perdía posiciones sociales pero mantenía una importante base patrimonial compuesta, casi exclusivamente, por viviendas o, en su (triste) caso, por una hipoteca. La llegada de la crisis inmobiliaria borró este efecto de la noche a la mañana. Comprimiendo en cuestión de meses un proceso que en las anteriores crisis capitalistas podía durar decenios, el desplome de la riqueza financiera/inmobiliaria dejó al descubierto un panorama de salarios menguantes, precariedad laboral, derechos sociales en recesión y la apertura de una brutal brecha generacional entre las posiciones económicas de las anteriores generaciones y los jóvenes.
Del «efecto riqueza» al «efecto pobreza», la proletarización del estrato central de la sociedad, aparece en toda su violencia material y psicológica, mientras por arriba los poderes políticos se pliegan milimétricamente a las demandas de los verdaderos jefes de todo esto, los propietarios del capital. De manera algo gruesa, se puede resumir el 15M como el momento en que buena parte de las clases medias españolas dejaron de confiar en las soluciones económicas para lanzarse a la arena de la política, que es donde se juega el verdadero partido. Desde ahí, lejos de los pavoneos económicos del ciclo anterior, el 15M tiene algo que enseñar al resto del mundo: en España, hasta 2007, hemos visto «lo mejor» que puede ofrecer el capitalismo financiarizado global en los próximos decenios. Y sabemos que es un callejón sin salida. Por eso, la única salida verdadera a la crisis económica es una crisis política tan profunda que sea capaz de cuestionar quién tiene derecho a apropiarse de lo que producimos entre todos y quién tiene derecho a decidir sobre lo que es de todos.
Isidro López (Observatorio Metropolitano)