España -lo he escrito otras veces- es el único país de Europa donde se puede ser demócrata sin ser antifascista y donde, aún más, el antifascismo se identifica con posiciones «radicales» y «antidemocráticas». Denunciar el fascismo es, en algunos casos, un delito; defenderlo, promocionarlo o practicarlo no. España es el único país donde los vencedores […]
España -lo he escrito otras veces- es el único país de Europa donde se puede ser demócrata sin ser antifascista y donde, aún más, el antifascismo se identifica con posiciones «radicales» y «antidemocráticas». Denunciar el fascismo es, en algunos casos, un delito; defenderlo, promocionarlo o practicarlo no.
España es el único país donde los vencedores de una guerra civil nacida de un golpe de Estado no han perdonado a sus víctimas ni a sus descendientes. Los castigaron durante cuarenta años de dictadura y ahora les acusan de abrir heridas que ellos nunca quisieron cerrar y que estas acusaciones mantienen precisamente abiertas.
España es el único país democrático en el que se considera «revanchismo» enterrar a los propios muertos o borrar del callejero nombres de asesinos notorios; o retirar el cadáver del dictador del mausoleo construido por sus víctimas. ¡Cuarenta años después y aún seguimos con eso!, nos dicen. Muchos hubiéramos querido que no hubiera sido necesario hacerlo nunca; muchos querríamos, en su defecto, que se hubiera hecho hace cuarenta años. Parece un rasgo de aterrador cinismo que los que han impedido o no han querido normalizar en cuatro décadas este país reprochen que se quiera hacer ahora; y que lo reprochen de tal manera que se sobreentienda que enterrar a un pariente muerto es un crimen mucho mayor que haberlo matado y retirar el nombre de un asesino de una avenida -o su cadáver de un mausoleo- es un agravio mucho mayor que encarcelar, torturar y asesinar a cientos de miles de personas.
España es el único páis democrático en que se intenta rehabilitar o, al menos, aligerar una dictadura con el pretexto de que representaba a la mitad de España. En algún momento -hay que decir la verdad- representó a casi toda España y la representó porque la España negada estaba en el exilio, en las cárceles o en las cunetas. O muerta de miedo debajo de una cama o debajo de una máscara. En todo caso Hitler también representó a más de media Alemania y Mussolini a más de media Italia. Los dos llegaron pacíficamente al poder, al contrario que Franco, pero a nadie se le ocurre sostener que no fuera legítimo y, aún más, moral y políticamente imperativo combatir sus crímenes y desmarcarse después por todas las vías -políticas, institucionales, culturales- de su legado. Hoy, por lo demás, el franquismo representa felizmente a una minoría, porque hasta el votante de derechas es mucho más democrático que sus líderes y sus ideólogos, los cuales deberían ajustar su programa a la España desmemoriada del siglo XXI en lugar de reactualizar sin parar -contra Catalunya y contra la izquierda, de manera tan interesada como ideológica- la España del siglo XIX.
España es un país que ha olvidado casi todo -esa guerra lejana, la dictadura, los pecados de la transición- y eso en parte es muy malo y en parte muy bueno. Lo único que no nos dejan olvidar, ochenta años después, es quién gano la guerra. Las víctimas y sus descendientes han olvidado y sólo buscan, si acaso, un poco de normalidad; una normalización que nos homologue al resto de los países europeos. También los descendientes de los vencedores han olvidado a sus abuelos (muchos de los cuales tomaron partido en un contexto muy polarizado y por razones no ideológicas) y sólo quieren también un poco de conservadurismo democrático. Pero no sirve de nada. Porque son los herederos ideológicos de los verdugos minuciosos que atenazaron España durante cuarenta años los que no olvidan su victoria ni los «derechos» que la acompañan. Se dirá que en la izquierda hay también una minoría «estalinista» que no olvida su derrota; la diferencia es que, al contrario que la criptofascista, no tiene ningún poder ni medios para azuzar nuevos conflictos. No se trata de Vox ni de Nueva España. Si en nuestro país no ha habido hasta ahora extrema derecha es porque la extrema derecha de otros países, marginal y derrotada, en España estaba enquistada desde el principio en los aparatos de poder y desde allí ponía límites a la democracia bonsay a la que se había resignado mientras esa misma democracia limitada limitaba, en tiempos de estabilidad y bipartidismo, sus desafueros. El PP ha sido siempre un partido centauro: una mitad franquista reprimida y una mitad democrática a la fuerza. Por eso ahora que se acabó la estabilidad y que Europa recupera también su peor pasado, el PP -con los aguijones de C’s y Vox- invoca con voluntad radicalizadora y propagandística la minoría «estalinista» y espolea a la derecha civilizada con ánimo guerracivilista y des-civilizador. Catalunya, donde todas las partes se han prestado y han alimentado esa polarización, señala el camino de una rememorización liberticida que se querría ampliar a todas partes.
Porque la anomalía española -la de la única democracia europea no construida contra el fascismo- tiene una vertiente positiva y otra muy destructiva y peligrosa. La positiva es que, para hacer olvidar los pecados de la transición, se hizo olvidar todo en general; y unos partidos responsables -y unos medios de comunicación profesionales y democráticos- utilizarían ahora esa trágica amnesia generalizada para enterrar muertos sin tensiones, reparar agravios históricos sin histerias y promover una verdadera reconciliación basada en la aceptación de lo que la mayor parte de los españoles ya ha aceptado: que la guerra acabó hace ochenta años y que hoy no hay ninguna guerra entre españoles. La vertiente negativa tiene que ver, en cambio, con esta dificultad; y es que los descendientes ideológicos de los vencedores -una minoría con bridas firmes en el Estado- no ha olvidado y no está dispuesta a olvidar su victoria militar y, ochenta años más tarde, quiere seguir gobernando basándose en los «derechos» que esa victoria le otorga. No es que no hayan olvidado la guerra civil; es que no han olvidado ni quieren olvidar de dónde viene su poder; y quieren seguir ejerciéndolo desde esa memoria viva y terrible, aún al precio de sacrificar los exiguos, pero irrenunciables, logros conseguidos desde 1975. La prueba simbólica más evidente es la resistencia del PP a condenar en términos institucionales el régimen de Franco; la prueba politica más provocadora es la prisión de los independentistas catalanes. A nadie se le oculta que sería más fácil olvidar de una vez por todas los crímenes del dictador -ya socialmente casi olvidados- si todos los partidos se pusieran de acuerdo en reconocer que lo fueron. No es que la izquierda quiera reabrir viejas heridas; es que nunca se cerraron; es que están abiertas y sólo pueden cerrarlas los que siguen apoyándose en la victoria del golpe de Estado de 1936. Todos hemos olvidado, o estamos dispuestos a olvidar, los crímenes de Franco, salvo esa minoría política que los recuerda sin cesar como un mérito y una victoria. Bastaría que esa minoría olvidara también su ignominioso triunfo para que las aguas cubrieran mansamente doscientos años de historia malhadada y la calidad democrática de nuestro país se refrescara y asentara de una vez por todas.
Nada de eso va a ocurrir y menos en un contexto europeo y español en el que hurgar en heridas sin cerrar y reactivar la peor memoria puede traer réditos electorales y servir además para aplazar de nuevo la revisión de la España ideológica, sectaria y sin hacer, que tanto dolor y tanta violencia ha generado desde hace cinco siglos. Hace cuarenta años tuvimos una oportunidad y la perdimos; hoy tenemos una nueva oportunidad y la perderemos también. Ese aplazamiento es la historia misma de España: ese aplazamiento es un incendio y una llamada a los incendiarios.
El asunto, en definitiva, no es desenterrar de las cunetas a las víctimas del franquismo. El asunto es enterrar a Franco. Hay que enterrarlo de una vez. Está vivo en el Valle de los Caídos y por eso hay que sacarlo de ahí; y está vivo en las cabezas y ademanes de la derecha política y por eso es la derecha la que tiene que matarlo y enterrarlo para siempre. Mientras Franco esté vivo no se le puede enterrar en ninguna parte. Mientras Franco esté vivo no se podrá desenterrar y olvidar del todo a sus víctimas. Creo que la mayoría social de este país -todavía hoy, mañana no sé- estaría dispuesta a ayudar en esta tarea: enterrar a Franco para normalizar el país, desenterrar a sus víctimas para que dejen de ser un remordimiento colectivo -y pasen a ser un asunto privado- y promover un olvido social compartido sobre el que pueda fundarse una España plurinacional en la que, sin riendas en el Estado, quepan incluso los nostálgicos de Franco y los de Stalin. Para esta tarea necesitaríamos algo más que la benevolencia de un pueblo olvidadizo: necesitaríamos una derecha realmente democrática y unos medios de comunicación realmente independendientes. Franco sigue vivo. ¿No es absurdo discutir acerca de dónde lo vamos a enterrar?
Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2018/11/23/exhumacion-franco-valle-caidos-enterrarlo-vivo-alba-rico/
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