Se cumplen siete años del accidente nuclear de Fukushima, en medio de los intentos infructuosos del Gobierno nipón para tratar de pasar página de la catástrofe. Los altos niveles de radiación en la zona, la incapacidad para controlar la situación y los vertidos radiactivos continuados al mar hacen que la pesadilla continúe. La idea de […]
Se cumplen siete años del accidente nuclear de Fukushima, en medio de los intentos infructuosos del Gobierno nipón para tratar de pasar página de la catástrofe. Los altos niveles de radiación en la zona, la incapacidad para controlar la situación y los vertidos radiactivos continuados al mar hacen que la pesadilla continúe.
La idea de que una catástrofe nuclear puede ser «limpiada» y de que los afectados pueden retomar sus vidas con normalidad es un mito. La realidad es muy distinta: estamos ante escenarios de contaminación a muy largo plazo y con consecuencias directas sobre la salud y el medio ambiente.
Se cumplen siete años del accidente nuclear de Fukushima, en medio de los intentos infructuosos del Gobierno nipón para tratar de pasar página de la catástrofe. Los altos niveles de radiación en la zona, la incapacidad para controlar la situación y los vertidos radiactivos continuados al mar hacen que la pesadilla continúe.
La idea de que una catástrofe nuclear puede ser «limpiada» y de que los afectados pueden retomar sus vidas con normalidad es un mito. La realidad es muy distinta: estamos ante escenarios de contaminación a muy largo plazo, y con consecuencias directas sobre la salud y el medio ambiente.
El levantamiento parcial el pasado marzo de las órdenes de evacuación de las localidades de Namie e Iitate, situadas entre 10 y 40 kilómetros de la central de Fukushima, se ha acabado convirtiendo en un escándalo. Con ello se pretende dar una imagen de normalización, pero según Greenpeace, la radiación continúa en niveles «muy por encima de los estándares internacionales». De hecho, de los 27.000 habitantes de Namie e Iitate solo han regresado unos 950, un 3,5 %, según datos del propio Gobierno de la prefectura de Fukushima. Cientos de habitantes de la zona se manifestaban ayer mismo protestando contra la medida del Gobierno japonés.
A pesar de los constantes intentos de minimizar su impacto, el efecto del accidente de Fukushima sobre la salud empieza a hacerse visible: el primer efecto esperado es el incremento de cáncer de tiroides en niños y jóvenes a partir del tercer o cuarto año del escape nuclear. Pues bien, el primer estudio epidemiológico publicado constata esa realidad: se ha encontrado un aumento del cáncer de tiroides en el área de Fukushima entre 2011 y 2014, que ya es 30 veces superior al resto de Japón.
En realidad, el intento de minimizar la imagen de catástrofe de los accidentes nucleares es una constante por parte fundamentalmente de la industria. Quizás el caso más sangrante fue el intento de dejar fuera de las estadísticas de víctimas de Chernóbil a los cientos de miles de «liquidadores» que participaron en los equipos que actuaron en los primeros momentos del accidente y que se vieron gravemente afectados por la radiación.
Lo que es evidente es que Fukushima nos recuerda cada día que el riesgo nuclear sigue latente. Es necesaria una transición energética hacia un modelo limpio que prescinda de las nucleares y transite hacia la descarbonización. El reto no es fácil, pero es mucho lo que nos jugamos.