A medida que pasa el tiempo se van cumpliendo las expectativas de la industria nuclear. Los siete años transcurridos desde el comienzo de la catástrofe nuclear de Fukushima son una prueba evidente. Mejor unos breves apuntes, exteriores e interiores, que permitan un acercamiento a lo que ha supuesto este séptimo aniversario; en lugar de un […]
A medida que pasa el tiempo se van cumpliendo las expectativas de la industria nuclear. Los siete años transcurridos desde el comienzo de la catástrofe nuclear de Fukushima son una prueba evidente.
Mejor unos breves apuntes, exteriores e interiores, que permitan un acercamiento a lo que ha supuesto este séptimo aniversario; en lugar de un balance global, unos cuantos botones de muestra de la situación. Botones que, pese a sus limitaciones o precisamente por ellas, permiten imaginar todo lo que se mueve detrás.
Comencemos por el exterior de Japón. En primer lugar hay que apuntar la reducción de la cantidad de las informaciones. Una simple búsqueda en internet con las palabras «2018 Fukushima», muestra que el número de referencias estrictas no llega al centenar y que, como sucedió en el caso de Chernóbil, esas referencias cristalizan en una serie de tópicos que se repiten con variantes mínimas. Luego hay que mencionar el discurso dominante de presentar la catástrofe en términos de cosa pasada, es decir se silencia el dato de que la reacción nuclear continúa activa y que las secuelas de dicha situación se multiplican a todos a los niveles (sanitarios, ambientales y sociales). Lógicamente aparecen las anécdotas que ocultan la ausencia de la información significativa del alcance global de lo que pasa. Por ejemplo, el 7 de marzo, cuatro días antes del aniversario, circuló profusamente la noticia de que los restaurantes de sushi de Tailandia se enfrentaban a una crisis por la llegada de partidas de pescado de Japón que provenían de aguas cercanas a Fukushima, y que la organización de consumidores de Tailandia exigía medidas al gobierno. En cambio, sobre la creciente contaminación radiactiva del océano Pacífico y sus consecuencias globales poco o nada. Las informaciones más críticas se han centrado en la constatación de nuevos vertidos de radiación, pero sin situarlos en el contexto de una catástrofe global y de alcance planetario.
Si nos referimos a la situación dentro de Japón la palabra clave es «censura» o, en lenguaje políticamente correcto, las «restricciones a la libertad de información», lo que da por supuesto que la tal «libertad de información» está plenamente vigente, cosa altamente dudosa: el informe de Reporteros Sin Fronteras ha vuelto a situar Japón, en 2017, en el número 72 de la escala de países clasificados por la libertad de prensa, el mismo lugar que ocupaba en 2016, lo que supone un retroceso, o una estabilidad, teniendo en cuenta que en 2015 estaba en el puesto 61 y que en 2010, antes de que comenzase el desastre, estaba en el 11.
Aquí también podemos reseñar otro botón: el 1 de marzo la rama japonesa de la organización Greenpeace hizo público un informe que mostraba que en zonas que el gobierno japonés ha ido desclasificando como «zonas de exclusión», es decir, zonas a las que se anima a regresar a la población, las medidas de radiactividad continuaban siendo altas, superiores a las que el gobierno declaraba oficialmente. Pues bien, dicha información, que tuvo una cierta repercusión mediática en medios europeos, norteamericanos y latinoamericanos, sólo apareció de manera mínima en escasos medios japoneses.
Si en 2017 las imágenes de millones de bolsas negras llenas de tierra contaminada apiladas cubriendo áreas extensas, o dispersas a los lados de las carreteras o en medio de los bosques, aún proporcionaban una referencia de impacto global, este año no han existido imágenes de ese tipo, lo que puede vincularse a la política que aplica el gobierno japonés de «diluir» los residuos radiactivos mezclándolos con otros materiales y promoviendo su uso en diversas obras de construcción o restauración de terrenos. Han predominado las asépticas imágenes descontextualizadas de trabajadores con monos blancos.
Cabe prever que a medida que se acerque el año 2020, la fecha de celebración de los Juegos Olímpicos de Tokio, la información sobre Fukushima pasará de discreto murmullo a leve susurro, y que la mayoría de la sociedad japonesa se volverá aún más de espaldas al conocimiento de la realidad. Ello no supone ninguna contradicción con que se mantenga la lucha silenciosa, tenaz, llena de escaramuzas políticas y judiciales, de determinados municipios o prefecturas para bloquear los intentos del gobierno y las compañías eléctricas de poner en funcionamiento reactores nucleares que están parados desde 2011. Pero dada la enorme magnitud de la catástrofe sanitaria, ambiental y económica que Fukushima supone para Japón, la negativa a saber sea tan rechazable como humanamente comprensible.
[Keiko N. es una ciudadana japonesa residente en Barcelona. Miguel Muñiz Gutiérrez es miembro de Tanquem Les Nuclears-100% RENOVABLES, del Col·lectiu 2020 LLIURE DE NUCLEARS y del Moviment Ibèric Antinuclear a Catalunya. Mantiene la página de divulgación energética www.sirenovablesnuclearno.org]
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-167/notas/fukushima-siete-anos