Los riesgos nucleares ocupan una posición relevante entre las preocupaciones sociales. Los análisis inmediatos al respecto suelen presentar informaciones contradictorias respecto a sus consecuencias, y debido al alto potencial catastrófico en caso de accidente generan gran inquietud en la población. La evolución histórica de la percepción social del riesgo desemboca en la actualidad con los […]
Los riesgos nucleares ocupan una posición relevante entre las preocupaciones sociales. Los análisis inmediatos al respecto suelen presentar informaciones contradictorias respecto a sus consecuencias, y debido al alto potencial catastrófico en caso de accidente generan gran inquietud en la población. La evolución histórica de la percepción social del riesgo desemboca en la actualidad con los desastres asociados a riesgos accidentales, en la que los riesgos de accidentes nucleares son considerados el clímax.
Estas cuestiones han adquirido gran relevancia tras los catastróficos sucesos de Japón de los últimos días. En el caso japonés, se conjugan el desastre accidental sísmico con las consecuencias de su incidencia en las instalaciones de producción electronuclear. Estamos viendo cómo el terremoto y posterior tsunami han afectado de una manera devastadora al país nipón, a pesar de su preparación estructural ante este tipo de eventos debido a su «tradición sísmica». El riesgo de terremotos en Japón es inevitable y por tanto es asumido y gestionado por las autoridades y la población. Pero, ¿qué hay de los riesgo nucleares derivados del riesgo sísmico? ¿Quién asume y quién gestiona esos riesgos?
En mi opinión, el foco hay que centrarlo en los procesos de toma de decisiones sobre el modelo energético. El debate sobre el riesgo nuclear se suele llevar al campo del conocimiento experto, excluyendo del mismo a otros sectores de la población afectada «por no estar cualificados». Esto es un gran error. La energía nuclear sigue teniendo ese aura de compleja e inaccesible para el gran público, lo que evita la asunción de modelos más democráticos de toma de decisiones en cuestiones que nos afectan a todos.
Por tanto, se suele dejar la iniciativa en este debate a expertos técnicos en la materia como ingenieros nucleares o representantes de instituciones relacionadas con la gestión nuclear. Estos actores suelen ser parte interesada, cuando no directamente representantes del llamado lobby nuclear, conjunto de empresas, asociaciones o colectivos interesados en la promoción y desarrollo de la tecnología atómica.
Las posturas contrarias, capitalizadas generalmente por los grupos ecologistas que aun mantienen como eje estructural la protesta antinuclear, suelen aparecer desacreditadas en el debate público por una supuesta «falta de competencia técnica», cuando no directamente por cuestiones ideológicas.
En este caso, deseo y confío en que la sociedad civil japonesa nos va a enseñar el camino a transitar ante un suceso de este tipo. Su poder de organización e influencia quedaron claros desde los primeros movimientos estructurados tras el llamado Bikini incident en 1954, cuando unas pruebas termonucleares del ejército estadounidense en el Pacífico liberaron una gran cantidad de polvo radiactivo que contaminó un barco atunero japonés. La reacción de la sociedad civil japonesa fue rápida y contundente. Los pescadores y los consumidores (encabezados por las amas de casa) se unieron a los grupos pacifistas antinucleares, y ejercieron tal presión que el ejecutivo japonés dio un giro en su política pro-estadounidense y se puso de lado del pueblo al que representaba.
Sin embargo, en los años sesenta el gobierno japonés optó por nuclearizar el país en aras de la independencia energética y bajo la bandera de la seguridad de las centrales nucleares. En esta ocasión no surtieron efecto las advertencias de los movimientos antinucleares que alertaron, entre otras cuestiones, de los peligros que entrañaba el carácter sísmico del país.
Espero que una vez constatados las consecuencias reales de una catástrofe de este tipo, vuelvan a ser las personas realmente afectadas las que marquen el pulso de los acontecimientos y demanden un modelo energético más justo y sostenible. Y, principalmente, con unos riesgos asumidos y consensuados lo más democráticamente posible.
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