Uno de estos días playeros, por casualidad, encontré en una estantería del supermercado de la urbanización donde veraneamos un solitario y ajado ejemplar de una novela de Gerald Durrell, cuyo título (The Aye Aye And I) se había traducido al castellano por «Misión de rescate en Madagascar» (sic!). Parece que había quedado abandonado en el […]
Uno de estos días playeros, por casualidad, encontré en una estantería del supermercado de la urbanización donde veraneamos un solitario y ajado ejemplar de una novela de Gerald Durrell, cuyo título (The Aye Aye And I) se había traducido al castellano por «Misión de rescate en Madagascar» (sic!). Parece que había quedado abandonado en el estante, víctima de algún desaprensivo lector del periódico ABC que no había considerado oportuno abonar los euros de más que le habrían cobrado en caso de llevarse también el libro a casa. Yo tenía otra lectura prevista para esos días -ahora estoy con ella: «La formación de América del Norte», de Asimov; está entretenida-, pero no me resistía a volver a disfrutar con la deliciosa prosa de Gerry, como lo han llamado siempre sus familiares y amigos, y decidí comprar el libro.
Este Durrell, que me hizo pasar muy buenos ratos hace años, mientras gozaba de la trilogía en la que cuenta sus años griegos, durante los que vivió, junto a su madre y sus hermanos, en la paradisíaca isla jónica de Corfú, se ha ganado un sitio preferente entre los grandes autores de la literatura británica. Eso a pesar de ser el hermano menor de Lawrence (Larry, en la trilogía aludida), uno de esos escritores de brillante inteligencia, pluma afortunada e inmensa cultura, que hacen parecer a sus colegas unos aficionados a emborronar papeles sin ton ni son. En realidad, fue el propio Lawrence quien convenció a su hermano pequeño de que se dedicase a escribir, actividad que perfectamente pudo compaginar con la suya principal: Gerald dedicó toda su vida al estudio y la conservación de la fauna planetaria, y creó una notable fundación para la preservación de la vida animal salvaje, con sede en la isla de Jersey, que lleva su nombre y que funciona igual de bien tras su muerte, hace ya nueve años.
Por no sé qué despiste, en la portada del libro que me ocupa aparece una foto de un lémur de cola anillada, animal que si bien sólo se encuentra en Madagascar (cuando se encuentra), como el verdadero protagonista de la historia -el aye-aye-, Durrell no menciona en ningún momento de la narración. Ésta arranca con el enternecedor relato del encuentro entre el autor y un ejemplar de esta minúscula especie mamífera, en grave peligro de extinción. Es precisamente dicho encuentro el que anima al naturalista y escritor a embarcarse en una expedición de rescate a la apasionante tierra malgache, en busca de ejemplares sanos de aye-ayes que poner a salvo en Inglaterra. Él y su equipo aprovechan el viaje, naturalmente, para ocuparse de otras especies en peligro, como las tortugas de reja de arado, los lémures mansos y los ratones saltadores, durante cuya búsqueda y cuidado la expedición se tropieza con innumerables problemas de toda condición, y se suceden anécdotas sin parar, narradas con un finísimo sentido del humor y la justa cuota de apacible ternura que merecen los personajes que rodean los campamentos, ya sean niños pequeños aturdidos por la novedad que los vahaza (los blancos) traen a su diminuta ciudad, o tres crías de pato que deciden instalarse con ellos, en vista de las ventajas que ofrece su compañía.
Sin embargo, las sensatas e inquietantes reflexiones de Durrell acerca de lo difícil que es proteger la fauna en los países tan pobres como Madagascar son, desde mi punto de vista, lo más interesante que ofrece el autor en este libro, y probablemente también lo que más le preocupase. Como tantos países de la zona, Madagascar sufre las consecuencias de la colonización europea: su independencia de Francia no evitó la degradación medioambiental que la sobre-explotación de sus recursos naturales provoca sin remisión. La deforestación en pro de cultivos utilitarios -que dan precariamente de comer a la mayor parte de la población- está desertificando amplias zonas de la isla, convirtiendo en suelo inútil lo que antes eran vergeles. Las especies animales que allí solían vivir, únicas en el mundo, tienen ahora que arreglarse con pequeñas superficies arboladas, a riesgo de que cualquier campesino acabe con ellos, entre otras cosas para tener algo de carne que echar a un estofado. ¿Y quién se lo reprocha? Pensad que hablamos de un país paupérrimo, en muchas zonas del cual una lata de sardinas vacía es un tesoro. Ni siquiera podemos achacarle toda la responsabilidad al gobierno local: parece evidente que en un país de tales características, hay otras prioridades que la protección de la fauna autóctona. Su parte de culpa tienen las autoridades, de todos modos: tampoco era necesario claudicar de la forma en que lo han hecho sus dirigentes ante el Fondo Monetario Internacional. Por otra parte, no creo que la «modernización» de su economía los lleve a ningún puerto recomendable, aunque no sé si les quedaba otra. Pero me estoy apartando de la línea argumental que quería introducir: si a los noroccidentales amantes de la naturaleza nos interesa que ésta se preserve en los países menos desarrollados, no cabe otra que asumir nuestra responsabilidad en este desastre natural que la industrialización ha provocado. Se puede evitar la caza de algunas especies animales y la protección concreta de ciertas áreas verdes del mundo, y seguir como si nada durante algún tiempo. Pero no se puede detener la destrucción generalizada de los recursos naturales sin frenar contundentemente esta alocada carrera por la obtención de beneficios que sólo unos pocos disfrutan a placer. Y, ¿de qué vamos a vivir, sin recursos naturales?
El otro día leí que el llamado «efecto invernadero», provocado por la emisión constante de gases nocivos a la atmósfera, acabará irremediablemente por trastocar la vida de todos los habitantes de la Tierra en unas décadas. Cambiará el clima, subirá el nivel de las aguas, se inundarán cada dos por tres los campos y las poblaciones. Lo lógico es que mueran millones de personas. A nadie parece preocuparle demasiado este apocalíptico vaticinio, y lo cierto es que no encuentro nada más desasosegante, fuera de la muerte propia, para cualquier ser consciente del problema. Supongo que no hay nada que podamos hacer, ¿o sí? ¿Podéis imaginaros qué ocurriría si se acaba el agua potable en los países en los que aún se goza de este bien imprescindible? Frecuentemente se habla de cuál será la situación del mundo actual el día en que se agoten los combustibles fósiles, y coincido con la opinión general: su fin provocará una catástrofe. Sin embargo, creo que podemos rehacer la humanidad sin petróleo o sin gas. Ahora bien, la falta de alimentos y de agua no tiene remedio alguno.
El panorama es tan desolador y tan angustioso que resulta difícil reflexionar acerca de él. Lo entiendo perfectamente: a mí me ocurre lo mismo. Además, nuestra vida es desdichadamente corta, y los pronósticos catastrofistas nos quedan lejos aún. Habrá que seguir adelante, y ya veremos con lo que nos encontramos. Mientras tanto, nos queda la National Geographic Society y sus documentales. Y escritores como Gerry, naturalmente.
Para escribir a la autora: [email protected]
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«En el portal de Belén»