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Gramsci en la América Latina actual

Fuentes: Revista Barataria

El pensamiento gramsciano sigue siendo una guía insustituible a la hora de emprender una reformulación del mundo social entendido como una totalidad, aspiración situada en la base misma del proyecto socialista original. Al plantear la necesidad de encarar la especificidad de la problemática ético-política sin abandonar la ‘estructural’, al desarrollar el concepto de hegemonía en […]

El pensamiento gramsciano sigue siendo una guía insustituible a la hora de emprender una reformulación del mundo social entendido como una totalidad, aspiración situada en la base misma del proyecto socialista original.

Al plantear la necesidad de encarar la especificidad de la problemática ético-política sin abandonar la ‘estructural’, al desarrollar el concepto de hegemonía en un sentido complejo y multidimensional, G señalaba el camino para un proyecto que no se inclinara a descubrir una sola clave de la sociedad existente para impugnarla desde allí.

En un justificadamente famoso pasaje de su obra carcelaria, Gramsci da quizá la mejor definición de «hegemonía». Señala que una clase alcanza el más elevado grado de homogeneidad, autoconciencia y organización cuando «…se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su desarrollo actual y futuro, superan el círculo corporativo…y pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados.» De ese modo la lucha pasa del plano corporativo al ‘universal’ «…creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»

Es en el propósito de construir una hegemonía distinta y antagónica a la actual, una «contrahegemonía» que ascienda desde abajo, que se encuentra un eje fundamental de la obra del pensador italiano. Puede afirmarse que, en lo sustancial, la América Latina actual se enfrenta a similar problema.

Hay una afinidad relevante entre la época de Gramsci y la presente, que insufla actualidad a sus planteos: la sociedad capitalista atraviesa una crisis de enormes proporciones, pero ésta no aparece como terminal, y son muchos los indicios de que una ‘sobrevida duradera’ aguarda al capitalismo.

La ‘revolución en Occidente’; y América Latina lo es en los términos definidos por Gramsci; de una sociedad compleja y con vasto desarrollo de la sociedad civil, requiere un trabajo mucho más prolongado y denso de organización de la propia masa, y paralela desorganización del enemigo, de configuración y expansión de una visión del mundo, acompasada con la formación de los ‘intelectuales orgánicos’ de las clases que aspiran a refundar la sociedad. Las ‘superestructuras de la sociedad civil’ resultan el terreno privilegiado de la lucha de clases. La revolución no es un acto ‘taumatúrgico’, un vuelco repentino de una situación, sino un proceso de construcción social prolongado, surcado por múltiples mediaciones, atravesado por avances, retrocesos y ‘desvíos’.

Ello indica la necesidad de involucrar al conjunto de la sociedad y no a una minoría, el requerimiento de la ‘concentración inaudita de hegemonía’ necesaria para vencer, entraña la acumulación de poder requerida para plantear seriamente la disputa hacia una ‘reforma intelectual y moral’. Plantearse la ‘guerra de posiciones’ significa abandonar toda idea de avance sobre el poder con un esquema de tipo estrechamente ‘jacobino’. Y ello no puede resolverse con un proceso de reformas pacífico y gradual, como han propuesto muchos. Se trata de un camino más difícil y costoso, de una complejidad mucho mayor en cuanto a los factores que intervienen.

Los movimientos revolucionarios latinoamericanos se han caracterizado en su mayoría, al menos hasta la década de los 70′, por una concepción del tipo ‘guerra de movimientos’´ y adolecido de una visión unilateral, limitada, de la dominación de clase, que tendía a minimizar el rol de los procesos que se subsumen bajo el término gramsciano de ‘hegemonía’.

El planteo era de lucha directa contra las relaciones de propiedad que viabilizan la explotación económica. La impugnación al estado burgués se hacía desde una visión unilateral del mismo, que lo percibía como un orden fundamentalmente ‘político-militar’, que comprende a lo ideológico, pero reduciéndolo a ‘propaganda’ manipulatoria, tal como lo caracteriza Joaquín Brunner: «…una visión utilitaria y militante de la lucha ideológico-cultural, que aquí es nada más que lucha política en las regiones de la superestructura.»

La prioridad absoluta otorgada a la opresión económica, de clase, y a la ejercida por un estado al que se veía sólo como brazo represivo de la anterior, obturaba la visión sobre otras formas de opresión, y por consecuencia directa, la posibilidad de articular una verdadera acción contrahegemónica.

Los defensores de reivindicaciones étnicas, de género, ambientales u otras, corrían el riesgo de aparecer como ‘desviando’ a las fuerzas contrarias al orden existente de sus objetivos principales, en vez de ser éstas aceptadas y promovidas como vehículo para ‘comprender y sentir’ la sociedad en términos más complejos que lo que se venía haciendo, aptos para superar esquemas preconcebidos con resonancias ‘iluministas’. De esa forma, no se sumaban sino que se restaban, diversos ángulos de cuestionamiento, y diferentes aliados en la lucha contra una opresión y alienación multiformes que se prefería visualizar como ‘monocolor’. Faltaba la labor de verdaderos ‘intelectuales orgánicos’ que entendieran la vinculación, la mutua necesidad, entre los distintos prismas de crítica al sistema. Gramsci define al Estado como la suma de las funciones de dominio y hegemonía, incorporando en un lugar destacado la consecución del ‘consenso activo’ de los gobernados:»Estado es todo el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados…». Es desde la recuperación de esa visión gramsciana que puede rescatarse la complejidad y multiplicidad de dimensiones de la lucha política.

En el fondo, se alentaba una concepción de élite revolucionaria, de ‘vanguardismo’ atravesado por esos ‘hermanos enemigos’ que son el voluntarismo y el economicismo, y que tiene como visión de sus acciones, el disciplinamiento y manipulación de las masas movilizadas. Se albergaba asimismo una visión de las sociedades latinoamericanas que las imaginaba al estilo del ‘Oriente’ gramsciano, con la sociedad civil ‘primitiva y gelatinosa,’ ignorando o subestimando la existencia de complejidades mucho mayores, algunas existentes desde el siglo XIX, otras incorporadas por instancias reformistas como el ‘cardenismo’, el «varguismo» o el «peronismo»: El papel de los sindicatos del ‘sistema’, el peso de movimientos políticos con ideología ‘burguesa’ pero real penetración nacional-popular, una mitología del ‘progreso social’ dirigido por burguesías locales autónomas.

Se prefería una visión simplificadora del funcionamiento de las clases dominantes y del Estado, en el que las empresas trasnacionales y el Departamento de Estado norteamericano, acompañados por un reducido grupo de ‘sirvientes nativos’, dirigían a un Estado semicolonial, acorazado por la coerción instrumentada por ejércitos caratulados como ‘perros guardianes del imperialismo’, sin ningún arraigo en la sociedad. En consonancia con el pensamiento simplificador sobre las sociedades latinoamericanas, ejércitos nacionales de prolongada historia; basados en el reclutamiento ciudadano obligatorio, a los que el pensamiento oficial hacía aparecer con éxito como indisolublemente ligados a la existencia del estado-nación a partir de las guerras de independencia, no eran claramente diferenciados de las ‘guardias nacionales’ mercenarias de algunos países centroamericanos y caribeños.

El resultado era una apreciación equivocada de la capacidad militar, o mejor ‘político-militar’ del orden social a vencer. Se pensaba a la opresión de clase como más fácil de ‘transparentar’ por la doble razón de que sólo se visualizaban sus aspectos más brutales, y se juzgaba a la experiencia cotidiana, vívida, de la opresión, como generadora más o menos automática de una conciencia revolucionaria.

La idea de una contestación de masas, basada en la ‘iniciativa popular’ autoorganizada, no entraba en los cálculos de buena parte de la dirigencia revolucionaria latinoamericana, cautivada por la perspectiva de convertirse en »vanguardia’ de un movimiento popular que debía dejarse conducir por consignas que, supuestamente, iban al encuentro inexorable de su ‘conciencia verdadera’.

Otros sectores de la izquierda alentaron otro falso ‘camino corto’ hacia la transformación social. Nos referimos al sueño recurrente de una perspectiva de cambio encabezada por algún sector burgués radical o un ala militar ‘progresista’. En esa visión, aquellas fuerzas debían hacerse con el control del aparato del estado, para a través de algunas medidas fuertes de modificación de las relaciones de propiedad, impuestas desde arriba, como nacionalizaciones de sectores económicos clave, plantearan un escenario que fuera ‘antesala’ de transformaciones más radicales. La ‘revolución peruana’, el proceso panameño encabezado por Torrijos, entre otras tentativas, parecían indicar la viabilidad de ese camino.

Era la ilusión de un ‘atajo’ que permitiera ahorrarse la laboriosa construcción en el movimiento social, la creación de una ‘contracultura’ que se oponga a la oficial; para abrir una transformación relativamente ‘sencilla’. No se espera entonces un ‘asalto al poder’, que se intuye improbable, sino de una ‘revolución pasiva’ por vía de un desprendimiento del aparato del estado o de los aparatos hegemónicos del orden de clase existente. Se pensaba en términos de un ‘salto’ permitido no por la fuerza propia sino por la ajena, que revirtiera casi mágicamente la debilidad política e intelectual del campo propio.

En definitiva, el asalto al poder, y el liderazgo más o menos providencial provisto por la propia clase dominante, son versiones diferentes de la idea de la ‘vía fácil’, del ‘golpe de mano’ que reduce a ‘acontecimiento’ repentino un proceso social complejo y prolongado, y elude ilusoriamente la necesidad de la desgastante ‘guerra de posiciones’. Ambos parten de seguir confundiendo a ‘Oriente’ con ‘Occidente’, y al Estado con un armazón coercitivo ajeno a la sociedad, mas allá de una pequeña minoría privilegiada que lo controla. Ambos tienen en común eludir la problemática de la construcción contra/hegemónica, abandonar un camino prolongado y espinoso de transformación social, por otros senderos que, en definitiva, terminan negando esa transformación de fondo. Están incapacitados, por sus propios presupuestos, para apostar a una sociedad realmente basada en la autonomía y la autoorganización del conjunto social, y la disolución de las relaciones jerárquicas, de sometimiento, para dar paso a otras ‘horizontales’, de perspectiva igualitaria.

La derrota experimentada en carne propia; en algunos casos, la visión de los contrastes ajenos en otros, la reversión del orden mundial que quedara sintetizada en la ‘Caída del Muro de Berlín’, el cambio general del ‘clima de época’, hicieron que aquella visión de la transformación social quedara, sino sepultada definitivamente, seriamente dañada en sus posibilidades de generar movimientos políticos eficaces. Se abría un abismo para las izquierdas.

Uno de los grandes interrogantes que queda abierto, es acerca de los modos de re-construir la acumulación de fuerza en el ‘abajo’ social, para enfrentar la dominación de clase reorganizada, en contra de la multiplicidad de voces que pregonan alguna forma de ‘adaptación’ al nuevo orden existente que, tal como está dada la modalidad de ejercicio de la supremacía social, política y cultural, deja justamente poquísimo margen para una respuesta adaptativa.

Se requiere articular la reflexión crítica sobre el pasado, de una forma que no sea el lamento de la derrota, ni tampoco la adaptación pacífica al orden existente. Un problema para la construcción de una praxis efectivamente de izquierda, radica en la necesidad de incorporar a su visión del mundo los cambios estructurales producidos en los últimos años, sacar plenas consecuencias de los mismos, y pasar por el tamiz crítico (y no por el rechazo unilateral) las aportaciones de los teóricos de la «transición democrática» en los ochenta.

La crítica de variados aspectos del revolucionarismo sesentista, tales como la subestimación o la ignorancia de la complejidad y multiplicidad de las bases del dominio de clase, incluyendo toda la problemática de la hegemonía, la existencia de una concepción groseramente instrumental del estado, la visión ‘estatalista’ de la construcción del socialismo, completada por el ‘productivismo’, la noción vanguardista y jacobina de partido, merecen una seria atención. A esos puntos de vista, debería aplicárseles el criterio que G desarrolló a propósito del pensamiento croceano: ‘retraducirlo’ a términos de la ‘filosofía de la praxis’, para hacer retomar a ésta un ‘impulso adecuado’, que no tiene por qué reproducir las conclusiones finales de esa crítica pero sí utilizarla como basamento de la re-construcción del campo ideológico propio.

Ello implica re-instalar la problemática de la formación de ‘intelectuales orgánicos’ capaces de ser protagonistas de un gran cambio político-cultural que se expanda desde la izquierda radical a un campo más vasto de pensamiento y acción crítica, estrechamente vinculada a las organizaciones populares y el movimiento social en general.

Se necesita recrear un enfoque revolucionario latinoamericano, que debe ser articulador de realidades sociales y culturales afines pero diversas, con trayectorias históricas similares, pero no exentas de diferencias importantes entre sí; con formaciones sociales que comparten la ubicación periférica, la suerte del ‘Sur’ del mundo, pero tienen diversos grados de desarrollo relativo y de complejidad.

No se trata de reemplazar el discurso socialista por una impugnación limitada del ‘modelo’, en clave ‘anti-neoliberal’, que elude confrontar con el capitalismo, y que corre serios riesgos de no aportar a ningún tipo de modificación de la realidad, ni moderado, ni radical. La búsqueda válida, nos parece, es retomar, con todos los enriquecimientos devenidos de la gigantesca reorganización de la dominación capitalista, el eje anticapitalista de las luchas. Entendiéndolo no sólo como ‘expropiador’ de los propietarios, sino como contrario a la mercantilización de las relaciones sociales y a la alienación que no dejan de avanzar.

El cuadro social actual no es de los que puedan modificarse seriamente por un cambio de gobierno o por reformas que ‘perfeccionen’ el régimen político, sino que requiere una confrontación de más largo plazo, y realizada en múltiples terrenos. En primer lugar, se requiere la disputa en torno a la constitución del sentido común de las masas. Y se hace insoslayable la re-articulación del contenido internacionalista del conflicto, lo que, por supuesto, no puede transitar las coordenadas de las ‘Internacionales’ del pasado, pero de ser eludida, lleva a un ‘latinoamericanismo’ que no tiene propuestas de alcance mundial, mientras las clases dominantes hacen de su mundialización la base para proclamarse invencibles y sin rivales a la vista.

El propio decurso de vastas áreas de América Latina en los últimos años provee al menos la materia prima para algunas respuestas. Desmintiendo palmariamente las teorizaciones en torno al ocaso definitivo de la ‘política de masas’ y del abandono del ámbito ‘callejero’ del debate político para recluirse en los media, los levantamientos populares se fueron sucediendo a partir de los últimos años 90′. Tuvieron frecuencia e intensidad creciente, hasta configurar un verdadero ciclo de ‘rebeliones populares’ en América del Sur, que dieron por tierra con presidentes en Ecuador, Argentina, Bolivia, Perú y Paraguay o defendieron a un presidente dotado de consenso popular y sustento organizado de las clases subalternas, en Venezuela.

Y al menos en dos casos, Venezuela y Bolivia, han dado lugar a experiencias de gobierno capaces de articularse con la organización y movilización popular autónomas, y a desarrollar un grado de enfrentamiento con el gran capital y una perspectiva de cambio profundo en la conformación social y cultural. Esos procesos auspiciosos no debieran dar lugar a la admiración incondicional, y menos a la identificación autómatica del rumbo transformador con los dictados de los respetivos aparatos estatales. La posibilidad abierta y real de un flujo de abajo-arriba es sin duda una virtud central del devenir venezolano y boliviano.

Por lo demás, en la mayor parte del resto de los países los alzamientos populares no dieron lugar a procesos de vastas transformaciones sociales y de predominio de la iniciativa popular, sino a recomposiciones, más o menos precarias, pero eficaces, al menos en lo inmediato, del poder político de las clases dominantes (y aun de su predominio cultural). Las luchas populares alcanzaron cotas altas pero desnudaron la inexistencia de una conformación contrahegemónica susceptible de disputar con éxito el poder. Incluso en algunas de las sociedades no tan afectadas por la crisis política, y poseedoras de una izquierda con fuerza social y peso electoral en proceso de ‘moderación’, se ha posibilitado el acceso de esas izquierdas al gobierno, como en Brasil y Uruguay, ampliando así el diapasón de propuestas de gobierno disponibles, sin riesgo para los establishments respectivos.

Fortalecimiento organizativo, coordinación, construcción de un discurso alternativo creíble y eficaz, son requerimientos impostergables. Pero también lo es la superación de las trabas que hoy se oponen, en la mentalidad colectiva, a la militancia activa por la transformación.

Estamos además ante la necesidad de un replanteo de la visión histórica acerca de las clases subalternas, y de la propia idea de la centralidad histórica del ‘proletariado’ y del tipo de coalición social que puede sustentar un proyecto contra-hegemónico. El propio instrumento primario de organización obrera, el sindicato, se enfrenta hoy a la clausura de un modelo basado en trabajadores del sector formal y estables. Y los partidos de raigambre entre los trabajadores, tanto revolucionarios como reformistas, sufren profundas metamorfosis, muchas veces alejándose de esa referencia de clase original. Parece claro, sin embargo, que la construcción de fuerzas revolucionarias no puede hoy vaciarse en el molde leninista, sino avanzar sobre líneas novedosas, que incluso pongan en tensión la forma ‘partido’ como tal, sin desecharla a priori.

Se requiere, en cambio, la confianza en las posibilidades de unas clases subalternas social, política y culturalmente plurales, pero susceptibles de articularse en un haz contrario al capitalismo, que apunte a re-fundar la utopía socialista, sobre la base de la multiforme pero omnipresente lucha entre expropiadores y expropiados. El interrogante es acerca de qué proceso cultural, moral y político se deberá atravesar para constituir un espacio social que aspire a formar un nuevo ‘bloque histórico’ a partir del cuestionamiento radical del orden existente.

La dispersión, la falta de articulación con otros espacios que no sean los del propio sector o ‘asunto’, el aislamiento y la inorganicidad a las que muchos cantan loas en nombre de la diferencia y la elusión de tentaciones autoritarias, no pueden ser un camino sino hacia la conservación de la sociedad existente. La aspiración a mantener la fragmentación actual está marcada, con mayor o menor grado de conciencia, por la renuncia a cuestionar al orden social en su totalidad. Los actuales pensadores de la dominación le dejan con gusto a las organizaciones de las clases subalternas el terreno de lo ‘micro’, de lo estrictamente local o sectorial, cuando más pequeño y localizado mejor; de la ‘pequeña política’ que sólo disputa sobre cuestiones ‘parciales y cotidianas’, para mejor encubrir la renuncia a la ‘gran política’, la que se abandona con exclusividad a las clases dominantes. Las organizaciones populares, nuevas y viejas, deben enfrentarse a fuertes presiones hacia su ‘domesticación’, a encuadrarse en los límites de una ‘gobernabilidad’, entendida básicamente cómo que las clases subalternas ejerzan su libertad de organización y movilización, pero absteniéndose de todo lo que pueda perturbar las relaciones de poder existentes, y a que se coloquen bajo la tutela, directa o mediata, de organismos internacionales o de agencias gubernamentales, que les provean financiación al mismo tiempo que les señalen los límites de su acción.

La ‘autorreforma’ intelectual y moral de la izquierda es indispensable, un requisito de cambio en el propio campo para poder pensar y actuar seriamente hacia el cambio social global. Quien lo niegue quedará sujeto a la inoperancia, expuesto a convertirse en vestigio del pasado al tratar de pensar el presente con las herramientas de aquél. Existe la posibilidad de y llevarla a efecto como un programa teórico y práctico que re-defina los objetivos revolucionarios, siempre en torno al eje anti-capitalista, sobre el ideal de la construcción de una sociedad sin explotación ni alienación, creativa e igualitaria. Esa ‘autorreforma’ requiere abarcar a los modos de pensar y comportarse, el reconocerse parte del conjunto social y no una minoría ilustrada y ‘naturalmente’ dirigente. La ruptura con ese ‘renacentismo’ al que lleva la idea exacerbada de ‘vanguardia’, hace recordar la idea gramsciana de la necesidad de conjugar ‘renacimiento’ y ‘reforma’.

Se requiere continuar pensando la revolución social, entendiéndola en línea con las enseñanzas de Gramsci y otros cultores del marxismo crítico: a) como un proceso y no como un ‘acontecimiento’ único, al que se adjudica la apertura de una nueva era por su sola producción b) de una manera en que sea decisivo su componente de ‘iniciativa popular’, de autogobierno y autoorganización de las masas, de generación y difusión de una ‘visión del mundo’ antagónica a la predominante; que ocupa un lugar al menos tan importante como el de las medidas de ‘expropiación de los expropiadores’.