El prestigio, alcance y potencialidad de un idioma en el concierto de las lenguas viene determinado por su densidad o peso específico. Y ¿qué es el peso específico en esta materia lingüística cultural? Pues el volumen que se mide no por el número de los que hablan un idioma sino por la solvencia cultural de […]
El prestigio, alcance y potencialidad de un idioma en el concierto de las lenguas viene determinado por su densidad o peso específico. Y ¿qué es el peso específico en esta materia lingüística cultural? Pues el volumen que se mide no por el número de los que hablan un idioma sino por la solvencia cultural de los que lo hablan, por la facilidad y simplicidad comunicativa, por las ideas que aporta el idioma, por la solvencia intelectual o moral de sus vectores y por el interés que suscitan sus propagadores más allá de la literatura y las letras aunque naturalmente también cuenta… Todo eso es peso específico de un idioma.
Así pues, cuando un idioma, aparte de sus literatos y musicalidad a la que el lenguaje como combinación de signos y código semiótico le sobran, no ha difundido más que oración, teología y «valores eternos» que se han revelado como no tan eternos y sí en cambio asociados a la represión y a la depredación a lo largo de su historia, ese idioma tiene un valor equivalente sólo al número de sus parlantes. El castellano es más que el Quijote, Machado, Ortega, Calderón y tantos otros geniales escritores. Es más, pero tampoco mucho más que letras. Pues si hablamos de Ciencia o Arte, no mucho más es lo que aportasen al saber científico y al Parnaso españoles de habla castellana que por lo general tuvieron que exiliarse para lucir su genio. Y si es de filosofía seria, a excepción justo de los pensadores árabes, toda la que pasa por tal es sobre todo mojiganga. Este es el encuadre del idioma castellano. Lo siento por los patriotas que todo lo fundan en el empeño de que todos hablemos la misma lengua aunque luego los significados de interés entre unos y otros estén separados por abismos. Guerras, conquistas, dictaduras, santos oficios, superstición y religión sombría es lo que hay tras el «español». Eso es todo. Así, de un vistazo, me atrevo a clasificar al idioma castellano en el gran Teatro del Mundo.
Ahórrense sus monsergas para replicar, los lingüistas y filólogos con su fatuidad creyendo que por haber estudiado en una universidad son más especialistas que nadie y tienen más razón que los demás. No me extraña, de todos modos que lo crean así. Siempre los especialistas oponen su saber a medias al de los profanos a los que dan lecciones que no les hemos pedido; lecciones que a la postre se las dan entre ellos entre sí. Ved cómo discrepan. Pero a mí no me la dan. La lengua, como el Arte y la emoción estética aparejada; la salud de cada cual y la vigilancia que el instinto personal ha de ejercer sobre ella; y la justicia basada en el imperativo categórico universal de no hacer a otro lo que no quieras para ti, no necesitan de hermeneutas o intérpretes que puedan superar ni en una décima los juicios de valor subjetivos de quienes reflexionan a solas y en hondura. De momento el Arte no está para ser «entendido», sino para sentir la emoción estética que nos abstrae justo de la realidad. La salud tampoco, sino para saber preservarnos hasta donde la Naturaleza nos guíe; y en cuanto a la justicia, nadie más injusto con las cosas entre los humanos que un juez pagado por las clases poderosas.
Hablaba yo ayer de las dificultades del euskara, el conflicto que generan las distintas lenguas «del Estado» y las tensiones intermitentes que ello causa en la política de este país.
Las lenguas que se hablan en las regiones tienden a extenderse en función de la penetración del comercio y de otras habilidades. Es lo natural, a menos que de maneras diferentes sean reprimidas manu militari o por otros medios indirectos pero no menos villanos. Y más natural es ser habladas entre los habitantes de una zona geográfica aunque no concurran especiales razones para ello. Lo da el sentido común y los vehementes deseos de convivir en paz. Sin embargo, todos los poderosos castellanos parlantes, el Estado, la ministra del ramo y los seguidores de ambos, y desde luego la oposición se confabulan en esta materia exigiendo a los que hablan euskara, gallego o catalán que retiren su habla o se callen para que retumbe el castellano. Esto tanto en las relaciones sociales, políticas o comerciales. Como en la dictadura. ¿El pretexto? Pásmense ustedes: que peligra el castellano. Cuando lo cierto es que lo que peligra es por definición lo escaso y lo minoritario. No hay más que echar un vistazo al patético estado y progresiva extinción de las especies vivientes.
Este es el encuadre del asunto espinoso por antonomasia lingüística en el Estado de las autonomías. Un Estado cuyos gobiernos del color que sea presumen de una Transición impecable (porque la ciudadanía estaba aún dormida por los coletazos del franquismo) y de una democracia a la altura de la que disfruta la Europa Vieja. Ya se ve: Autonomías que a duras penas respetan las leyes del Estado que no acatan o las burlan. Estado y Autonomías que como la de Madrid y la valenciana en materia de construcción y medio ambiente (aparte el lino, los huertos solares, etc) desprecian las normas de la CEE empeñadas en dar razón a los que dicen que Europa termina en los Pirineos.
El caso es que la nueva titular del Ministerio de Cultura recibió ayer desde Catalunya un primer mensaje de que el camino es pedregoso, con la negativa de Ridao, de ERC, a dirigirse en castellano a los medios estatales, mientras con anterioridad y antes de ser ministra Sinde expresó preocupación por la «marginación» del castellano. Menuda pedagogía lingüistíca se gasta esta mujer…
Mientras el país entero (y cuando digo el país entero se entiende lógicamente que me refiero a peperos y pesoístas) no asuman de buen grado que por lógica social y moral las lenguas, allá donde se hablan, tienen el derecho a pasar al primer plano de la comunicación en todos los órdenes (al igual que cada familia extensa tiene derecho a hablar con claves internas de expresividad) España no habrá completado Transición alguna. Ni siquiera se habrá justificado el ranking que dicen ocupa este país en el concierto de las naciones, y como medios y políticos alardean con su proverbial, pueril y necio triunfalismo.
Que una ministra venga ahora anunciando su aprensión y situando como enemigas peligrosas a las lenguas autóctonas con la excusa de la «marginación» del castellano, es pésima señal para la esperanza en el advenimiento del Estado Federal y de la República: los dos golpes de timón y únicos hitos capaces de sacar a este país del avispero cultural, lingüístico y político en que se ha metido después del franquismo.