“Se trata de volver a atar el nudo gordiano atravesando, tantas veces como haga falta, el corte que separa los conocimientos exactos y el ejercicio del poder, digamos la Naturaleza y la cultura”. –Bruno Latour [1]
Francisco, el Papa, es categórico al exigir a los países enriquecidos “condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas. Antes que tratarse de magnanimidad es una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la que hemos tomado conciencia: Porque hay una verdadera ´deuda ecológica´, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países (enriquecidos, cabría volver a acotar)”.
Esta conclusión está plasmada en su Bula de Convocación del Jubileo Ordinario del año 2025, publicada el 9 de mayo pasado [2]. Sintetiza el reclamo para anular la deuda externa, en sintonía con el sentido del Jubileo que impulsaron las iglesias cristianas hace un cuarto de siglo, cuya vigencia y urgencia se mantiene en la actualidad, recuperando una vez más el signo de la esperanza. Y como sostuvo el mismo Papa Francisco, el 5 de junio del presente año -Día Mundial del Ambiente-, en una audiencia privada con los participantes de la conferencia “Crisis de deuda en el Sur Global”, impulsada por el Vaticano, es necesario construir “una nueva arquitectura financiera internacional audaz y creativa”, teniendo en cuenta que la deuda externa y la deuda ecológica son “dos caras de una misma moneda que hipoteca el futuro”. [3]
Cuando hablamos de deuda ecológica, no se trata solo de una deuda climática, atada a los impactos derivados de los cambios climáticos en los que la mayor responsabilidad recae sobre las naciones enriquecidas. La deuda ecológica es mucho más compleja, con una larga y a la vez muy actual historia. Encuentra sus orígenes en la expoliación colonial –la masiva y brutal extracción de recursos minerales o la tala masiva de bosques naturales, por ejemplo–; es decir, esta deuda es parte de una deuda histórica colonial, que no ha sido asumida aún de manera alguna. Saqueó que continúa imparable en nuestros días republicanos.
Esta deuda crece a la par de la demanda de recursos naturales por parte de los diversos capitalismos metropolitanos. Las presiones provocadas sobre la Naturaleza a través de las exportaciones de recursos naturales provenientes del Sur global, (casi) siempre mal pagadas, no asumen la pérdida de nutrientes y de biodiversidad, tampoco consideran la destrucción de las comunidades y menos aún las múltiples violencias que desatan. Bien sabemos que se trata de exportaciones exacerbadas por los crecientes requerimientos derivados de la propuesta aperturista a ultranza, propios de los tratados de libre comercio, que no son libres ni solo de comercio; tratados que cada vez más lo único que buscan es asegurar el suministro de recursos naturales para sus procesos de transición energética corporativa (con la demanda de litio, cobre, tierras raras, por ejemplo).
En este punto impactan por igual las condicionalidades para sostener el pago de las deudas externas, forzando las exportaciones sobre todo de bienes primario (y a la par la sobre explotación de la mano de obra). Aquí también influye la creciente financiarización de diversos procesos económicos. No nos olvidemos que el capital, cuando no logra acumular produciendo, extrayendo o comercializando, acumula especulando, incluso mediado por los extractivismos: basta observar los mercados de futuro del petróleo, los minerales o cereales. De ahí viene también la creciente glotonería contemporánea por más y más recursos naturales a los que se mercantilizan incluso antes de extraerlos o de sembrarlos, todo para cristalizar la acumulación. Se trata de un escenario donde la especulación reina y donde la financiarización de los procesos productivos y extractivos está cada vez más presente, con un activa y cada vez mayor participación de los capitales del crimen organizado.
Todo esto provoca una mayor destrucción de la Naturaleza y profundas afectaciones a las comunidades, sobre todo cercanas a los lugares de explotación, al tiempo que impacta en todos los ámbitos de la vida de los países del Sur global, presos de las (imposibles) promesas de la Modernidad. Sus gobernantes y sus élites, lo constatamos hasta la saciedad, están dispuestos a seguir por este sendero buscando el siempre esquivo desarrollo.
En este contexto, si ampliamos la mirada, la deuda ecológica se proyecta no solo en el intercambio ecológicamente desigual, sino también en la ocupación gratuita del espacio natural de los países empobrecidos por efecto del estilo de vida depredador de los países industrializados. Así, esta deuda crece, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente contaminación (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno.
Basta ver lo que ocurre con la emisión de gases de efecto invernadero, que desproporcionadamente emiten los países del Norte global, pero cuyas consecuencias soporta todo el planeta y, en mayor medida, los países del Sur cuyas infraestructuras son más precarias para confrontar con los eventos climáticos extremos. Tan es así que vivimos un colapso ecológico global, cuyos coletazos locales, como vemos a diario, con una acelerada frecuencia, impactan en cada vez más muchas esquinas del planeta.
A todo lo anterior habría que añadir la biopiratería, impulsada por varias corporaciones transnacionales, las que, además, patentan en sus países de origen una serie de plantas y conocimientos de los pueblos originarios, beneficiándose así de los saberes curativos ancestrales, particularmente. En esta línea de reflexión también caben los daños que se provoca a la Naturaleza y a las comunidades, sobre todo campesinas, la introducción de semillas genéticamente modificadas, que conducen a una afectación de la soberanía alimentaria. Y estas naciones enriquecidas, gracias al expolio de otros pueblos y de la Naturaleza, también son corresponsables al expandir por el mundo sus patrones de consumo y producción profundamente depredadores.
Por eso afirmamos que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desequilibrado y desequilibrador. Intercambios que conllevan complejos e incluso depredadores impactos culturales.
Un primer paso hacia la justicia global es, sin duda, asumir el tema de las deudas en su complejidad. Por lo tanto, es indispensable replantearse la lógica de aproximación al tema, entendiendo que los países deudores de las deudas financieras son los acreedores de estas otras deudas. A renglón seguido, urge la desobediencia frente a la deuda externa. La anulación de las deudas externas, como reclama el Papa Francisco, debe ser sin condiciones.
Al mismo tiempo es necesario organizarse para exigir el cobro de la deuda ecológica y la deuda colonial. No se trata solamente de movilizar grandes flujos de dinero de Norte a Sur, ni de país a país, ni hacia comunidades o individuos. Hay que ir mucho más allá, teniendo en la mira la justicia global tanto social como ecológica.
Es importante introducir al debate las nociones de restitución y de reparación, que apuntan a rehacer el mundo desde el principio de dicha justicia global; en otros términos, con otras reglas del juego y con otras estructuras, a fin de crear un orden político completamente nuevo, caracterizado por la autodeterminación y la solidaridad, más no en la dominación y la jerarquización.
Esto demanda, por supuesto, la construcción de otra economía para otra civilización, que requiere otras estructuras internacionales destinadas a desmontar todos los mecanismos de dominación financieros y comerciales, sostenidos por el FMI -Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la OMC – Organización Mundial de Comercio. Urge superar por igual todas aquellas estructuras en donde la especulación campea como consecuencia de la mercantilización de los servicios ambientales, que abren la puerta a los mercados de carbono en todas sus formas. Tampoco debería haber espacio para falsas soluciones, como son los canjes de deuda por Naturaleza o por inversiones sociales, que en su esencia desconocen el origen muchas veces corrupto y usurario de la deuda externa. Terminar con los paraísos fiscales, guarida de la corrupción y de la especulación financiera, es otra tarea inevitable. Todo en clave de construir otra arquitectura financiera y monetaria internacional.
Se trata, entonces, de restituir a los pueblos la soberanía de tomar decisiones colectivas democráticamente sobre su futuro. Eso implica restituir la soberanía sobre la política económica por fuera del yugo de la deuda externa, que tiene en el FMI y el Banco Mundial sus principales garantes; una política económica que libere a los países del Sur global de las imposiciones comerciales expoliadoras propias de los TLCs y de los marcos impuestos por la OMC. Por igual, esta renovada política económica debe restituir las soberanías alimentaria y energética, así como -esto es fundamental- reconocer los modos de vida que giran alrededor de la calidad de las relaciones y del equilibrio entre humanos y con la Naturaleza, en lugar de poner al centro la acumulación de dinero y de poder.
Y este empeño demanda, en suma, identificar todos los mecanismos de dominación, entre los que se destaca históricamente el dispositivo de las deudas, incorporando la deuda patriarcal. Un asunto en donde Francisco, el Papa, nos está debiendo y mucho.-
[1] Bruno Latour (2007); Nunca fuimos modernos – ensayo de antropología simétrica, Siglo XXI Editores, Buenos Aires.
Alberto Acosta: Economista ecuatoriano. Compañero de lucha de los movimientos sociales. Ministro de Energía y Minas 2007. Presidente de la Asamblea Constituyente 2007-2008. Profesor universitario. Autor de varios libros.
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