Cuando, en el otoño de 2006, abrí una carpeta (a la que puse el título provisional de Hammett: noches de San Francisco) con el propósito de reunir en ella todos los materiales que tenía dispersos sobre Dashiell Hammett para escribir un libro sobre su vida, dedicando especial atención a los años infames de […]
Cuando, en el otoño de 2006, abrí una carpeta (a la que puse el título provisional de Hammett: noches de San Francisco) con el propósito de reunir en ella todos los materiales que tenía dispersos sobre Dashiell Hammett para escribir un libro sobre su vida, dedicando especial atención a los años infames de la caza de brujas y de la doctrina Truman de contención del comunismo, no imaginaba que hacerlo tendría insospechadas repercusiones, al menos para mí. Es probable que eligiera ese título, primero, porque no tenía ningún otro y fue el que se me ocurrió en ese momento, y, segundo, porque cuando consideraba la posibilidad de empezar a trabajar en el asunto estuve pensando en esa peculiar urbe norteamericana del océano Pacífico que, antes de que se construyese su actual leyenda de tolerante ciudad de la dorada California, estuvo ligada a todos los abusos de la burguesía, adquirió carácter de tierra de frontera y se transformó con su colonia de chinos -que llegaron allí a miles como mano de obra barata y a quienes el capitalismo norteamericano casi esclavizó-. Pensé también, claro, en El Halcón Maltés, en sus historias de contrabandistas, en los años de la ley seca cuando los gánsters controlaban la vida y las haciendas de media California, en su fama de ciudad corrupta, la más corrupta de los Estados Unidos (que ya es decir). Y, era inevitable, pensé en el personaje de Sam Spade, en sus idas y venidas en las noches de San Francisco; y en la vida del propio Hammett, que vivió allí sus primeros años de escritor de historias para los pulp, y donde trabajó para la Agencia Pinkerton, celebró su matrimonio y vio el nacimiento de sus hijas.
Como era previsible, la sencilla carpeta de cartón desbordó pronto su escasa capacidad y se convirtió en un montón de recortes de periódico, revistas, libros, hojas con anotaciones y con ideas inservibles, etcétera: ya conocen ustedes los procedimientos. Con el inicio del año nuevo, empecé a pensar en el índice del libro, en posibles capítulos, en el contenido y extensión de cada una de las partes; y mantuve el título de Hammett: noches de San Francisco. Incluso lo incorporé en la carpeta informática que abrí al empezar a escribir las primeras líneas, a la espera de que se me ocurriese un título definitivo más adecuado. (Creo que lo conseguí. Es el siguiente: Dashiell Hammett. La novela negra y el Hollywood de la caza de brujas . Pueden ir ustedes a adquirir su ejemplar a la librería más próxima).
Ya disculparán ustedes las manías de cronista (de asuntos menores, además), pero debo hacer constar que el día 15 de febrero envié a la editorial una primera versión del libro sobre Hammett: había trabajado como un galeote. Aún faltaban algunos detalles y la corrección de los inevitables gazapos, de manera que en las primeras horas de la mañana del 17 de febrero, puse punto final al texto, envié por correo electrónico la versión definitiva, y me regalé un largo paseo en bicicleta a la orilla del mar. A la vuelta, decidí poner en orden varios asuntos pendientes y repasé el correo que había llegado al buzón del hotmail, depósito al que suelen enviarme comentarios, materiales para que lea y me instruya (es obvio que algunos lectores recelan, con fundamento, de mi competencia), alguna felicitación ocasional e insultos: algunos, ingeniosos. (En una ocasión, el remitente, que a juzgar por su lenguaje poseía alguna cultura y no me tuteaba, seguramente para guardar las distancias, después de llamarme «sabandija comunista», terminaba diciendo: «por favor, deje las drogas y no dirá esas cosas». En otra, muy reciente, un desconocido me felicitaba por la llegada del «año del cerdo», según el calendario chino. No supe qué pensar). En la mayoría de las veces esas notas electrónicas provienen de corresponsales a quienes no conozco y, en los casos en que me dirigen insultos o alguna amenaza, suelen ser anónimos, o utilizan nombres falsos e incluso seudónimos, casi siempre creados desde correos gratuitos. En fin, ya saben ustedes.
Uno de los correos, que estuve a punto de no leer, entretenido como estaba en borrar las porquerías comerciales (o spam, como le llaman ahora), me llamó la atención. Llevaba fecha del día anterior, 16 de febrero de 2007; el nombre del remitente no me decía nada y su contenido me llevó a pensar en las conjuras, como si fuera un pequeño eslabón de algo más complejo. ¿Qué me anunciaba el prolijo correo? Que habían robado la estatuilla del Halcón Maltés que tenían en el restaurante John’s Grill de San Francisco, un lugar donde Hammett iba a comer con frecuencia en los años veinte. Como es lógico, pensé que el correo era una broma urdida por algún conocido que estaba informado de mis desvelos con Hammett y de que yo andaba escribiendo un libro sobre su vida. Sin embargo, el correo electrónico contenía un supuesto enlace con el diario San Francisco Chronicle. Pensé: es una trampa, en el mejor de los casos vas a entrar en una dirección pornográfica, o bien en un sitio que te va a introducir un virus en el ordenador que destruirá todo lo que tienes.
Entré de inmediato, claro, y, para mi sorpresa, comprobé que la noticia era cierta. ¡Parecía que el ladrón o ladrones hubiesen esperado a que yo terminase el libro sobre Hammett para robar la estatuilla que constituía el eje de su más célebre novela! Así que, tras leer la nota y ver la noticia en el diario, contesté al remitente, aunque, como esperaba, nadie ha dado señales de vida hasta el momento: sin duda, el correo provenía de una dirección creada al efecto para enviarme la noticia. No se corten: busquen ustedes mismos la noticia en el diario San Francisco Chronicle, www.sfgate.com.
Por si faltara algo, la fecha del correo que me comunicaba todo eso no era casual, desde luego: es el día en que el Frente Popular ganó las elecciones en 1936, abriendo la puerta a la transformación de España, que, como todo el mundo sabe, fue truncada por los espadones fascistas del ejército. Hammett, además, fue muy activo en la solidaridad con la república española. Tal vez, pensarán ustedes, deliro. Como pueden suponer, hice algunas indagaciones. Miré algunas direcciones de internet, me animé a escribir algunos correos electrónicos, y me contestaron diversas personas. Ya saben ustedes que también Sam Spade, protagonista de la novela del halcón, solía comer en ese restaurante de San Francisco, John’s Grill. Es lógico, Hammett creó el personaje en esa ciudad, y le hizo vivir en alguno de los lugares donde él mismo vivió, por ejemplo en el edificio de la calle Post, número 891, donde, según la hija del escritor, escribió El Halcón Maltés. De esa forma, reuní algunas informaciones de interés. ¿Con qué objeto? No tenía ni idea.
Al parecer, el dueño del restaurante había comprado la estatuilla que se utilizó para el rodaje de la película de John Huston y Humphrey Bogart y la enseñaba a los clientes, junto con algunas de las obras de Hammett. El primer correo que recibí dejaba para el final una maldad: afirmaba que la estatuilla robada, tal vez culminando una conspiración, no era auténtica, sino una copia. Según el remitente, Huston mandó hacer un halcón de plomo, que utilizó en la película, pero se hicieron además otras copias de yeso, una de las cuales era la que tenía el John’s Grill. El remitente sugería una conspiración para explicar el robo, y dejaba que yo imaginase un complot. De modo que una falsa estatuilla renacentista, creada por la imaginación de Hammett, que había sido protagonista de tres películas (la que protagonizó Humphrey Bogart fue la tercera), de la que John Huston había hecho una reproducción y copias falsas de yeso, había llegado hasta mí ¡a través de un correo que, podía sospecharse, también era falso!
El periodista John Koopman escribía un reportaje en el San Francisco Chronicle dando cuenta de los hechos. Por lo visto, el propietario del restaurante, John Konstin, y su familia poseen el negocio desde hace cuarenta años, es decir, desde 1967. En esa fecha, hacía un cuarto de siglo que se había rodado la película de Huston, y casi cuarenta años que se había escrito la novela sobre el halcón. Constaté que Hammett y Spade comían allí filetes, patatas y tomates a la parrilla, aunque no al mismo tiempo (sería difícil, sí). No se tiene constancia de que Humphrey Bogart, el Spade de la película, comiera en el mismo lugar. Según el diario, Konstin intentó comprar el verdadero halcón de plomo, el que se fabricó para rodar la película, pero no lo consiguió, de modo que se hizo con una copia de yeso, que compró a uno de los actores del reparto, Elisha Cook Jr.
El periodista se perdía en algunas consideraciones: cuando se produjo el robo del halcón, Konstin creyó que era una broma (como yo cuando recibí el correo) y que todo respondía a una conspiración de los camareros. El propietario había enseñado la estatuilla durante años, al lado de libros de Hammett, firmados por el escritor. La estatuilla estaba en el segundo piso del restaurante, que se abre sólo para la cena. Después, el periodista especulaba sobre quién la habría robado. Tal vez, un admirador de la película, o de Hammett, o un coleccionista privado, un mitómano, en fin, o un ladrón que pretendía hacer un rápido negocio. De hecho, el Halcón fue robado en muchas ocasiones, a lo largo de los siglos, como Hammett nos cuenta en la novela: era una estatuilla de gran valor, por eso estaba pintada de negro, para ocultarlo.
¿Qué pensarían ustedes? No lo sé, desde luego, pero yo me sentí en un laberinto. Me vino a la memoria que Joe Gores, un escritor norteamericano que fue detective privado, como Hammett, (¡y que se dedicó también a escribir biografías para el Pentágono!), publicó una entretenida novela sobre Hammett, y situó la acción en San Francisco, en 1928, cuando vivía allí el escritor. Para escribirla, Gores utilizó las técnicas detectivescas y siguió los pasos de Hammett por la ciudad: encontró muchos rastros. Después, Francis Ford Coppola compró los derechos del libro de Gores, y Win Wenders hizo una película con el material, en 1982. Por un azar, Hammett había escrito en 1926 un relato, «The Nails in Mr. Cayterer», cuyo personaje protagonista se llama Robin Thin, ¡y es también un detective y escritor! Robin Thin, Gores, el propio Hammett, estatuillas falsas, copias de otro halcón también falso… todo parecía un juego de espejos, una casualidad escondida entre las «líneas de secreto» de que nos habló Neruda.
El mundo está lleno de desocupados, pensé. Parecía que todo el material pedía un tratamiento de esos tan al uso, con misterios escondidos, sábanas santas, monjes y conspiraciones con que se entretiene el personal. Al día siguiente, el domingo 18 de febrero, mientras desayunaba, leí el artículo de un escritor catalán, (de quien recordaba que había escrito un texto, publicado en el mismo diario, apropiándose de una anécdota que narra Bioy Casares, como si le hubiese ocurrido a él), en el diario de más circulación del país, que anotaba «todas las historias reales de hoy recuerdan a Cosecha roja, de Hammett». ¿No lo creen? Vayan, por favor, a la hemeroteca: está en la página treinta y cuatro del ejemplar de ese día.
El día 20, leí, sin sorpresa, que una hermana de John Steinbeck había vendido una rara edición de Las uvas de la ira, por cincuenta mil dólares. De paso, en la subasta se incluía Al este del edén, vendida por algo más de ocho mil dólares. Rebuscando, vi que en San Francisco han organizado un The Dashiell Hammett Tour, (que es dirigido con entusiasmo por un guía de la ciudad que, además, está interesado en el escritor), y que, con precisión, en una de las estaciones del recorrido han colocado una placa con la siguiente leyenda: «On approximately this spot Miles Archer, partner of Sam Spade, was done in by Brigid O’Shaughnessy.»
Vi también que en la San Francisco’s new main library, que está en el Civic Center de la ciudad, había expuesta una copia (¡otra, como en el restaurante!) del famoso halcón utilizado en la película de Huston. Estaba también la máquina de escribir de Hammett (The typewriter, señalan, que sería ideal traducir como «la máquina de tipos»), que había sido donada a la biblioteca por la familia del escritor. Me fijé en las teclas, en el rodillo negro y en la plaquita que indicaba: Royal. Mostraban, además, una fotografía de Hammett en los días en que trabajaba en la Pinkerton, y una placa de la agencia. (Agencia que sigue existiendo).
Me informaron de que el hombre que hoy vive en el apartamento del 891 de la calle Post de San Francisco, donde Hammett escribió El Halcón Maltés, abre su casa ocasionalmente para que los interesados puedan ver el apartamento. Está en un edificio de cuatro plantas, que tiene un vestíbulo que imita a un pequeño templo griego. El apartamento donde vivió Hammett está en el último piso, en la esquina de la calle: es el apartamento 401. El actual inquilino ha descubierto multitud de detalles sobre su disposición en los años veinte: cómo estaba el baño, donde se localizaba el dormitorio, y todas esas cosas que hacen la delicia de las porteras y de los curiosos. En la calle, han colocado una placa que indica que allí vivió Hammett, entre 1926 y 1929, y Sam Spade.
Conseguí localizar el John’s Grill e incluso escribí al propietario. Está en la Ellis Street, al lado del James Flood Building, el edificio donde Hammett trabajó como detective para la Agencia Pinkerton. (El Flood Building está en el 870 de Market Street. Dentro, un gran vestíbulo lleva hacia la escalera; en el apartamento 314 se hallaban las oficinas de la Agencia. El James Flood Building es una pretenciosa y fea construcción, pintada de gris, de donde salían los matones de la Pinkerton para cumplir alguna misión, ya saben ustedes: matar a un sindicalista, dar una paliza a algún obrero combativo o un susto a la familia de algún militante del Partido Comunista. Por supuesto, no hay ninguna referencia a ese pormenor. Ya se sabe que, para los partidarios del sistema norteamericano, eso son detalles menores, aunque el capitalismo de ese país nació con el exterminio de los indios, prosperó con la primitiva acumulación de capital estrujando a millones de inmigrantes que llegaron de todo el mundo, cuya corta y dura vida explica la construcción del país, se enriqueció con el trabajo de millones de esclavos, se consolidó con dos guerras mundiales a las que se apuntó no para hacer prosperar la libertad sino para hacer negocio, y siguió su itinerario de rapiña en el resto del mundo después de 1945.)
El restaurante tiene una marquesina verde, poco agraciada, y desde los grandes ventanales de la tercera planta baja una de esas escaleras de incendios que hacen las delicias de los mitómanos de las ciudades norteamericanas. En la destartalada azotea, se adivinan trastos abandonados por el tiempo. Tras un laborioso intercambio de correos electrónicos, cuyos detalles les ahorro, conseguí una fotografía del comedor del tercer piso, que denominan Hammett’s Den, la «guarida de Hammett». Las paredes están forradas de madera: nuestro escritor comía allí. También me dieron noticia de una curiosa guía de las «escenas de intriga y traición» en El Halcón Maltés. En ella podía localizarse la oficina de Spade y Archer en el cruce de Sutter con Montgomery; el Ferry Building, el Palace Hotel o el Geary Theater, y, en fin, todos los lugares relevantes donde transcurre la novela. ¡Llegó a existir una The Maltese Falcon Society!
Todavía conseguí más huellas. En el Hotel Union Square decidieron transformar la habitación 505 donde Hammett vivió durante un tiempo en un espacio dedicado al escritor. En él, pueden verse ejemplares de sus libros, y fotografías, ilustraciones de la revista Black Mask donde empezó a escribir, alguna imagen de Humphrey Bogart, objetos art decó de la época, como una radio de tres botones que casi parece un pequeño templo, una silueta dibujada en la pared del «hombre delgado», y (no han olvidado ningún detalle) un perchero de donde cuelgan una gabardina y un sombrero, al lado de una mesa donde se encuentra una lupa y un pequeño globo terráqueo. En los cristales de la ventana puede leerse una leyenda (al revés, como manda el canon cinematográfico del cine negro: EDAPS DNA REHCRA): «Spade and Archer». La suite, como han dado en llamarla, ¡tiene también una figurilla del Halcón Maltés! (¡Pero, por el dios de los sóviets!, ¿cuántas hay?)
Bien. El frenesí en que me vi envuelto me superó. Ya no sabía si había viajado a San Francisco o me lo habían contado todo; si me habían gastado una elaborada broma o si todo era un signo de los tiempos; si el remitente del correo, conociendo mis flaquezas, pretendía volverme loco, o si la vida está llena de esas casualidades. Detenido en la parálisis, la estatuilla del halcón maltés se me aparecía hasta en sueños. (Eso sí, de perdidos, al río: voy a ver si consigo una invitación para comer en el John’s Grill). Pero el tiempo inabarcable acaba por mezclarlo todo: un mes antes de la recepción de ese correo, habían desclasificado en Estados Unidos los documentos relativos a una reunión secreta entre Elvis Presley, el estrafalario rey del rock, y Richard Nixon, y yo había conservado el recorte de diario con la noticia. De manera que, mientras daba vueltas al asunto del halcón, volví a leer la crónica. Presley y Nixon. Uno, era un presidente criminal, mafioso, borracho, corrupto (no crean ustedes que me excedo, lean, lean la biografía que escribió Anthony Summers: Nixon, la arrogancia del poder); el otro, era un cantante medio analfabeto, de escasa inteligencia, defensor del ejército norteamericano (que ya es defender), cliente de burdel, hipócrita con el consumo de drogas. (No se rían: pero hay algunos tan locos que creen que Presley sigue vivo). Los dos, unos sujetos fieramente anticomunistas.
La nota que Presley le envió a Nixon antes del encuentro dice: «Estoy en el Hotel Washington, habitación 505-506-507. Me quedaré aquí hasta que consiga la credencial de Agente Federal. He estudiado en profundidad el abuso de drogas y las técnicas comunistas de lavado de cerebro y estoy en el mejor lugar para ayudar.» Presley le regaló a Nixon un colt 45 (sin la menor ironía, aunque fuesen los años de las matanzas norteamericanas en Vietnam), y, en la entrevista que mantuvieron en el despacho oval, se ofreció para luchar contra el comunismo. Nixon ordenó que le entregaran una placa de agente federal del FBI. Así, Presley quedaba convertido en un policía para luchar contra el comunismo. Es lógico: el propio Nixon participó de manera destacada en la caza de brujas que arruinó las vidas de tantos norteamericanos, aunque no fue el único, ni mucho menos: los Kennedy también apoyaron al siniestro McCarthy; y Eisenhower, que le dejó hacer. La caza de brujas que llevó a Hammett a la cárcel y que destrozó su vida, no fue obra de un loco, de un borracho, como han querido hacernos creer: fue un programa destinado a eliminar a la izquierda norteamericana, comenzando por el Partido Comunista, plan acompañado en el exterior por guerras de exterminio, con la aplicación de la doctrina Truman que inició la guerra fría.
Termino. Basilio Grant, el amigo de Chesterton en El club de los negocios raros, ante la recomendación de atenerse a los simples hechos, replica: «¿de veras cree usted en los simples hechos?» En algo parecido pensé yo tras volver a leer la noticia de Nixon y Presley. Entonces, reparé en las noches de San Francisco, cuando Hammett se dio cuenta del papel que cumplían los detectives de la agencia Pinkerton como matones al servicio de los empresarios; constaté la facilidad con que caemos en las redes de la irrelevancia; reparé en la fuerza arrolladora que despliega el poder del capitalismo realmente existente para seguir escondiendo lo más importante, lo más valioso, lo más digno. En esos años veinte nace la conciencia política de Hammett, que le llevaría a ingresar en el Partido Comunista norteamericano en los años treinta. Sin embargo, entre tantos detalles de la vida de Hammett como yo había leído, entre tantas noticias sobre lugares de San Francisco o sobre el robo del halcón maltés; entre tantas peripecias y cuestiones irrelevantes en que yo me había perdido, entre tantos detalles domésticos o secundarios de su existencia, reparé en que no había encontrado ninguna mención a uno de los rasgos más importantes de la vida del escritor: su condición de militante comunista. Y apenas algunas referencias casuales a la caza de brujas, como si no tuviera que ver con Hammett.
The stuff that dreams are made of, la materia de la que están hechos los sueños, dice Spade, o Bogart, en la película de Huston cuando acaba la historia del halcón. En las noches de San Francisco, la sombra del vil Gary Cooper y de tantos delatores de comunistas en los años de la caza de brujas no consigue ocultar, ni siquiera hoy, a quienes siguen persiguiendo no quimeras sino sueños factibles, a quienes siguen observando a los hampones, desvelando la hipocresía del dinero, mostrando la complicidad del capital y el crimen, luchando en las cicatrices oscuras de los Estados Unidos. Ahí encontramos el recuerdo de Hammett, recorriendo las calles de San Francisco, escudriñando los muladares del sistema en la larga noche del capitalismo norteamericano.
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