En el bar ideal ponen tapas. Fuera de la meseta no y eso produce oxidación moral, convence al cliente de que todo lo que tiene en esta vida lo ha conseguido con su propio esfuerzo. Al final desemboca en el puritanismo, el nacionalismo, la socialdemocracia y otras catástrofes del alma.
En mi barrio todavía hay buenos bares, pero ahora predominan los sitios de enrollados, que parecen neoyorkinos. Durante los años que viví en Nueva York no puse un pie en ninguno de esos bondadosos establecimientos dirigidos a personas sin mala conciencia. Como los bancos, yo sólo considero solvente al que tiene deudas. Los mejores bares de Nueva York me parecían esos sitios con una puerta discreta y espesa tiniebla en el interior, bares para bebedores solitarios, pero tenaces, que huyen por la mañana de la luz del día para beber en silencio.
Cada vez hay más bares de enrollados, comida étnica, cafés alternativos, sitios donde todo el mundo se parece y tiene la misma edad y hasta la misma ropa. Son una epidemia. Para acogerse a sagrado, aún quedan los tradicionales bares madrileños. Son todo lo contrario: reúnen a los que no acabarían juntos jamás en ningún otro lugar del planeta, personas que nada tienen que ver entre sí: el abogado del cuarto, el fontanero, la maruja ludópata, el yonqui sonámbulo, la pareja que no para con las manos bajo la ropa, el tipo que premedita un crimen o un soneto y esa mujer del fondo, la que podría arruinar mi vida en cuanto ella se lo propusiera.
Los enrollados, en cambio, van a bares para ver sólo a gente como ellos. Idénticos unos a otros en su originalidad creativa y en su necesidad de librarse de la mala conciencia. Es incomprensible: pero es así. Los demás nos alegramos de llegar al bar y ver gente que no se parezca en nada a nosotros. Qué alivio. Por fin. Qué oportunidad de ser otro. Cualquier otro.
Los bares tradicionales de Madrid son como la ciudad: promiscuos. Como nosotros.
Quedan miles todavía, por fortuna. Algunos buenos bares de mi barrio son: el Exprés de Ana y Pedro, en San Bernardo con Noviciado. El Cabreira, en Ruiz y, un poco más arriba, el legendario Andino, donde llevo bebiendo más de 30 años. El Compañeiro, en San Vicente Ferrer, Hay que volver mañana donde mi hija ha hecho la mayoría de los deberes. Las Bodegas Rivas, en Palma; el Okayama, en Carranza; el imprescindible Maracaná, en Olavide, con su parte de atrás, donde jugamos al ajedrez. Escribo en la barra, hablo con Pedro sobre la cuenca minera, leo la prensa, miro a las mujeres, me como todo lo que me pongan de tapa y pienso en mi vida en tercera persona, con indiferencia y sin melancolía. Nada conocido provoca más adhesión a la realidad.
En estos bares, a la hora del vermú, un relámpago de felicidad repentina sobrevuela la barra; aletea junto al grifo de cerveza, se eleva hacia el calendario de pared y sale en seguida por la ventana sin mirar atrás. No da tiempo a capturarlo. Por eso hay que pedir otra y volver al día siguiente.