Goza de bastante actualidad el debate respecto al futuro de la Revolución cubana una vez que ya no exista Fidel Castro. Para la izquierda constituye una preocupación legítima, tanto por la trascendencia histórica de la revolución y su influencia en el Tercer Mundo, como por formar parte de su confrontación con la derecha, toda vez […]
Goza de bastante actualidad el debate respecto al futuro de la Revolución cubana una vez que ya no exista Fidel Castro. Para la izquierda constituye una preocupación legítima, tanto por la trascendencia histórica de la revolución y su influencia en el Tercer Mundo, como por formar parte de su confrontación con la derecha, toda vez que la estrategia de Estados Unidos ha sido aprovechar el tema para insuflar esperanzas a una contrarrevolución que se ha declarado derrotada mientras viva el dirigente cubano.
En este escenario, creo yo, habría que ubicar las recientes declaraciones del canciller Felipe Pérez Roque durante las últimas sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba. Al puntualizar lo que considera constituyen las fortalezas y debilidades de la revolución para enfrentar tal eventualidad, Pérez Roque actúa sobre la realidad cubana y se suma a lo que constituye un esfuerzo político vigente por reforzar el consenso político e ideológico que sirve de sostén a la Revolución.
Otra cosa, sin embargo, es pretender como hacen algunos una aproximación científica a un fenómeno que nadie sabe cuando ocurrirá, ni las reacciones que, en dependencia de la coyuntura en que ocurra, puede provocar en la estructura y la superestructura cubanas. La batalla respecto a la «Cuba pos Castro» tiene sentido en tanto la naturaleza del proyecto que se propone define a las fuerzas en pugna. Es un debate político actual y no un ejercicio de ingeniería histórica que, a partir de variables supuestamente predeterminadas, pretende pronosticar el futuro. Resulta así que, más que referido al porvenir, se trata de un debate sobre el presente del modelo socialista cubano.
Parece que este precisamente es el interés del intelectual alemán Heinz Dieterich, en sus artículos «Transición socialista: Fidel plantea la posibilidad de que se pierda la Revolución Cubana» y «Cuba: tres premisas para salvar a la revolución, después de Fidel» publicados recientemente en Rebelión. Dieterich no adelanta pronósticos, sino que nos deja con una serie de preguntas que prácticamente se responden por sí mismas y dejan entrever su visión de la realidad cubana, así como sus diferencias con la dirección del país respecto a la construcción del modelo socialista y la legitimidad del Estado que pretende encausarla. En este sentido, por tanto, van encaminadas mis reflexiones.
Vale comenzar diciendo que coincido con Fidel Castro en cuanto a que constituye un error creer que alguien «sabe» cómo construir el socialismo. El racionalismo dogmático indujo la idea de que la construcción del socialismo estaba regida por leyes inalterables, las cuales bastaban ser aplicadas para obtener el resultado esperado. En realidad, como ocurre en cualquier otro proceso histórico concreto, la riqueza teórica y práctica del socialismo radica en su eclecticismo. Este eclecticismo está determinado por la infinidad de variables que tiene que enfrentar el intento, máxime cuando el socialismo parte de realidades diferentes y, más que una meta en sí mismo, debe ser entendido como un proceso hacia el comunismo. Hablar de «transición hacia el socialismo» constituye un contrasentido teórico, ya que el socialismo no responde por definición a un modelo único.
Según Dieterich, lo que pretende Fidel Castro con sus recientes declaraciones es «dialectizar el estancamiento», convocando a un «debate mundial» que, sin embargo, no ha tenido eco en la izquierda debido a la «tolerancia represiva» existente. De su afirmación se asume que se trata de un llamado para «salvar a la revolución cubana», no ya de conflictos actuales que pueden resultar potencialmente peligrosos, sino de una naturaleza que está condenada al fracaso, ya que, nos dice, su entorno «socio-económico-político institucional» es esencialmente el mismo que existía en las desaparecidas URSS y la RDA.
Me sorprende que se afirme que el entorno «socio-económico-político-institucional» de Cuba sea similar al de esos países, ya que tal parece que hasta la nieve fue importada de Europa Oriental. Por el contrario, lo que creo que se trasluce de las afirmaciones de Fidel es la reafirmación de una premisa teórica que diferenció históricamente las posiciones de los revolucionarios cubanos de los dirigentes del socialismo real europeo. Esta premisa responde a realidades objetivas muy diferentes, ubicadas precisamente en el entorno de la construcción del socialismo en un país tercermundista, donde el socialismo, más que un resultado del desarrollo, constituye una condición para alcanzarlo. Tal discusión se remonta a los debates del Che respecto a la necesidad de formar un «hombre nuevo» como requisito del proceso socialista, por lo que a rebatir esta tesis se enfoca el comentario de Dieterich, lo que indica que su interés no es discutir la coyuntura, sino la esencia del fenómeno.
Desde la perspectiva de los revolucionarios cubanos, la ética forma parte de la ideología política socialista, por lo que el reblandecimiento de la ética puede conducir a una crisis política que de al traste con el sistema. Se considera que ello precisamente fue lo que ocurrió en los países socialistas de Europa Oriental y es lo que pretende evitarse ante las manifestaciones de corrupción que se aprecian en el funcionamiento de la sociedad. Para Dieterich, sin embargo, «la evidencia empírica parece indicar que la idea del homo novus solo es válida para las masas en fases transitorias o condiciones de excepción; para estados prolongados solo es válida para minorías, posiblemente un 10 a un 15% de la población nacional».
En otra parte de sus trabajos nos dice que «para toda época hay, como ya explicaba Marx, un fondo de consunción del trabajo históricamente determinado que se expresa, en términos del proceso de valorización del capital, en el capital variable. Ese fondo de consunción determina, esencialmente y en forma estratificada, la calidad de vida material de la gente. Actualmente, este patrón de consumo dominante a nivel global es el de la clase media del Primer Mundo y aunque siga inalcanzable para las mayorías, ejerce una atracción irresistible: a tal grado que muchos arriesgan la vida para llegar a los países respectivos.»
O sea, si seguimos su lógica, el fondo de consumo que determina la calidad de vida del trabajador actual y que él identifica con el capital variable definido por Marx, es el de la clase media del Primer Mundo, «aunque siga siendo inalcanzable para las mayorías». Bajo una nueva retórica estamos en presencia de la misma tesis que orientó la política económica -en definitiva «la política»- de los antiguos estados socialistas europeos, ya que este fue el criterio que sirvió de base a la «competencia económica» de estos estados con los países capitalistas desarrollados y que el propio Che Guevara diagnosticó que conduciría a la ruina del socialismo en esos países, tal y como ocurrió.
Atrapado en la contradicción que él mismo reconoce entre este objetivo consumista y «el standard de vida que permiten el nivel de las fuerzas productivas y el sistema redistributivo del país», la solución de Dieterich es «colectivizar» la dirección económica, para que cada cual decida «democráticamente» aquello que prefiere de la canasta primermundista, desarrollando la conciencia individual de que no todo es posible. En esencia, su propuesta no difiere de la tesis cubana, ya que frente al problema objetivo de las limitaciones reales para adecuarse al patrón de consumo primermundista, reconoce que no hay otra alternativa que apelar a la conciencia de las personas para que acepten sus límites. Solo que Dieterich despoja esta aproximación de los valores políticos y éticos incluidos en la formación del hombre nuevo planteado por el Che.
En su visión democratizadora de la economía no hay crítica a la injusticia que hace posible la existencia de tal patrón, ni a la irracionalidad económica y ecológica de esta norma, tampoco hay solidaridad con el prójimo y la gente sigue decidiendo a partir de criterios egoístas, ajenos a una visión colectiva del problema. Según Dieterich, tal derrotero es inevitable, ya que la atracción que ejercen estos valores consumistas es «irresistible» e intentar «vacunar a los jóvenes ideológicamente contra los elementos esenciales del patrón de vida que ellos consideran justos y necesarios, solo alcanzará a una minoría».
Aquí nos colocamos ante el viejo debate respecto a si la tesis del Che constituía un «idealismo izquierdista», como lo acusaban los dogmáticos del llamado «socialismo real» -y que ahora Dieterich compara con la «ética idealista que sigue al oscurantismo platónico, reforzado diariamente por la hipocresía moralina del catolicismo»-, o respondía a las exigencias objetivas del socialismo por construir. Desde mi punto de vista, para el Che el «hombre nuevo» era una necesidad del socialismo, precisamente porque no existían las condiciones objetivas para satisfacer a nivel social los patrones de consumo planteados por el capitalismo, ni ello podía plantearse como meta, dado que no se trata del consumo «justo y necesario» que plantea Dieterich -confudiéndolo con el capital variable definido por Marx-, sino que responden a las exigencias de la ganancia capitalista fijadas irracionalmente por el mercado y en las desigualdades que ello comporta. Si resulta imposible superar esta visión respecto al patrón de la verdadera «calidad de vida» de los seres humanos, como plantea Dieterich, entonces el socialismo no es objetivamente posible, dado que a escala mundial no existen las condiciones materiales para llevarlo a cabo.
No creo que haría falta enmendar la página del canciller cubano para ubicar «la unidad dialéctica de los contrarios de la realidad cubana», donde, según Dieterich, «la contradicción correcta sería: ética y consumo, no ética y consumismo». Por el contrario, opino que la «contradicción correcta» radica en la afirmación original de Pérez Roque, ya que no se propone una sociedad ajena al progreso, al consumo de lo realmente necesario y al aumento de la calidad de vida, sino al rechazo al «consumismo» como motor impulsor del esfuerzo humano. Es Dieterich, a mi manera de ver, quien confunde consumo legítimo con consumismo, al apegarse al patrón de bienestar de la clase media primermundista, «aunque siga siendo inalcanzable para las mayorías».
Al respecto, quisiera enfatizar una premisa que a veces escapa cuando se discute el problema de los incentivos económicos del socialismo: los patrones de consumo del Primer Mundo están basados en la explotación del Tercer Mundo. Sin esta explotación resulta imposible acumular el capital que ello requiere, por lo que constituye una necesidad del socialismo modificar la mentalidad explotadora y establecer la solidaridad como ideología, aún a costa del sacrificio personal de ciertas personas y pagar el precio político que esto conlleva. En esta «batalla de ideas» le va la vida al socialismo, porque otra cosa nos objetivamente posible.
Tal disyuntiva resulta más evidente en países pobres, como Cuba, donde la riqueza resulta insuficiente para satisfacer las necesidades individuales y colectivas de las personas y, a la vez, acumular para el desarrollo. En una etapa, la «igualdad hacia abajo» deviene un imperativo económico, que afecta fundamentalmente a los sectores mejor ubicados en la escala social y ello evidentemente se traduce en un problema político que en ocasiones puede expresarse en el desinterés por el trabajo, la corrupción, la emigración o la insatisfacción con el sistema. No obstante, la solución a tal problema no parece estar dada en otra esfera que no sea la ideología, dado que resulta imposible resolverlo mediante estímulos económicos, sin alterar los patrones de justicia social del sistema -base del consenso colectivo- y su inversión para el desarrollo. Incluso en determinados momentos -como fue el caso del llamado Período Especial en Cuba- resulta dudoso de que sea aplicable la fórmula socialista de «cada cual según su capacidad y a cada cual según su trabajo» y garantizar a la vez los servicios indispensables de toda la población.
Aún partiendo de una lógica diferente, debo coincidir con Dieterich en que un problema no resuelto por el socialismo es el relativo a la responsabilidad individual respecto a la propiedad social. Para mí, ello también responde a un problema objetivo: la conciencia de la propiedad colectiva requiere de atributos subjetivos que no necesita la propiedad individual, por lo cual no podrá ser resuelto mediante una conciencia individualista de la propiedad colectiva. No se trata de asumir que este pedazo de la propiedad colectiva es mío, como plantea Dieterich con su fórmula de dirección colectiva de la economía, sino de una mentalidad de propiedad común, que el hombre perdió con el surgimiento de la sociedad dividida en clases, pero que no por ello forma parte de la «naturaleza humana», como históricamente han querido hacernos ver los teóricos del capitalismo.
En este campo es donde creo Dieterich establece su concepción más negativa respecto al Estado socialista cubano. Según dice, la falta de responsabilidad individual colectiva frente a la propiedad colectiva y, por tanto, la causa de la corrupción, se debe a que la «propiedad productiva en Cuba se encuentra, esencialmente, en manos del Estado, no en manos de las mayorías». Asume que el Estado cubano no está constituido por la clase dominante -dígase el proletariado o, para ser más precisos, el pueblo-, sino por la «clase dirigente», que como un fantasma salido de la ultratumba decide la vida de la gente de manera ilegítima. La crítica es abarcadora porque de un plumazo deslegitima la naturaleza popular del Estado revolucionario cubano y, de hecho, hecha por tierra la tesis marxista de la condición clasista del Estado.
Visto históricamente, la legitimidad del Estado no depende de su funcionamiento democrático, sino de los intereses que sirva. Esto ha estado muy claro para la burguesía, que ha podido coexistir tanto con monarquías como con democracias representativas muy bien articuladas, sin que en ninguno de los casos se altere la naturaleza clasista del régimen: ni el rey servía a la nobleza ni la democracia al pueblo. Al definir la democracia a partir de sus aspectos formales, el capitalismo ha sido capaz de esconder la naturaleza clasista del sistema y en la trampa han caído los intelectuales «bienpensantes» de la izquierda, como los define Alfonso Sastre.
El socialismo aspira conceptualmente a la plena democracia, pero como toda democracia es una democracia clasista, por lo que los mecanismos para implementarla también están condicionados históricamente por las exigencias de la lucha de clases. Hablar del enfrentamiento con Estados Unidos no es una excusa para limitar los márgenes de la democracia cubana, es una realidad que determina la naturaleza del socialismo cubano. Puedo estar de acuerdo con Dieterich en que mientras mejor esté organizada la participación popular mejor funcionará el Estado socialista -lo que llama la «calidad cibernética o retroalimentaria (…) para la optimización de la práctica de todo sistema cibernético cognitivo»-, pero no creo que se justifica teóricamente hacer depender la legitimidad clasista del Estado cubano de la existencia de los «mecanismos democráticos» que propone, de por sí cuestionables desde el punto de vista práctico.
Desde mi punto de vista, el objetivo de la democracia socialista debe ser fortalecer el Estado socialista y ello no depende de que cada cual decida si se compra un ómnibus, se fabrica un hospital o se arregla un terreno de pelota, sino en la capacidad colectiva -no solo institucional sino también intelectual- de garantizar su naturaleza clasista y su adecuado funcionamiento. Diluir las funciones del Estado en «asambleas populares» es un criterio que no se aleja de la concepción que sobre el papel del Estado plantean los neoliberales y su resultado es el mismo: debilitarlo como fuente de poder, que en el caso de los estados populares es debilitarlo como fuente de poder popular.
Las implicaciones de esta concepción no solo involucran a Cuba, cuya legitimidad ha sido la salvaguarda de la revolución frente a las agresiones del imperialismo, sino que invierte la dialéctica de los procesos revolucionarios hacia la toma del poder político como condición para la victoria. Si las masas llegan a rechazar la idea de construir su propio Estado, entonces quedan desarmadas frente a la burguesía y el imperialismo, que nunca ha perdido la brújula respecto a los límites democráticos del Estado capitalista y su función hegemónica.
Igual que se analizan sus debilidades, creo muy aleccionador analizar las fortalezas de la Revolución cubana, ya que se trata de la primera revolución propiamente antineocolonialista de la historia y sus experiencias, buenas y malas, revisten inmensa importancia para el movimiento popular del Tercer Mundo. Una de estas experiencias es precisamente el papel decisivo que pueden jugar los dirigentes en los procesos revolucionarios. A esto también se refería Pérez Roque, pero Dieterich no le concede mucha importancia en su análisis, reduciéndolo a la afirmación de que la ejemplaridad de los dirigentes es «correcta y necesaria (aunque) habrá que ver si la futura configuración del sistema político cubano permitirá imponerla»
Por lo general, las revoluciones no son conducidas por organizaciones, ni siquiera la Revolución rusa, que contaba con el partido bolchevique, pudo prescindir de Lenin como figura central del proceso. A falta de una madurez institucional que resulta del propio desmantelamiento de los mecanismos de gobernabilidad establecidos, los pueblos depositan en sus líderes la confianza para encaminar sus destinos. Se trata de un fenómeno históricamente condicionado, que no puede ser alterado a voluntad, simplemente porque no tiene sustituto en un momento y lugar determinado. Puede argumentarse que esto no siempre ha sido positivo y es cierto, pero tampoco siempre ha sido malo, y en el caso de Cuba, la historia revolucionaria ha estado signada por la presencia de grandes líderes que determinaron con su ejemplo los procesos políticos más avanzados del país.
Está claro que tal influencia en determinados momentos, como el caso de Cuba en la actualidad, se sobrepone a las instituciones e incluso reduce de manera objetiva su papel en la sociedad, pero ello no constituye una rareza histórica y es también una manera de expresarse la legitimidad del régimen popular, quizá en la vertiente más poderosa de «poder del pueblo», que es lo que se supone que sea la democracia. Sin duda tal relación entre las instituciones y el dirigente se modificará cuando ya no esté presente un líder con la autoridad de Fidel y a eso precisamente se refería Pérez Roque, pero mientras exista no puede ser reemplazado, porque responde a una realidad objetiva y subjetiva particular.
Estados Unidos apuesta a que desaparecido físicamente Fidel Castro se esfumará el consenso y desaparecerá la revolución. Debo reconocer que también es una tesis extendida dentro de la izquierda y que incluso tiene vigencia entre sectores revolucionarios cubanos, que enfrentan con mucho temor la eventual ausencia del líder. Pero así no funciona la historia, mucho menos la historia cubana. Pudiera afirmarse que, después de muerto, José Martí ha sido más influyente en Cuba que cuando estaba vivo, lo mismo ocurre con el Che Guevara y con otros hombres cuyo pensamiento y cuyo ejemplo forman parte del patrimonio revolucionario cubano.
Es lógico suponer que el legado de Fidel Castro tendrá una influencia tremenda en el futuro de Cuba, a ello contribuyen sin querer sus propios enemigos al centrar en su persona la fuerza de la Revolución. No obstante, si no han podido derrotar al ser humano mortal, no me imagino como podrán enfrentar el mito perfeccionado de su recuerdo. En tal sentido, Fidel continuará siendo una de las fortalezas de la Revolución cubana.