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Hogar, dulce hogar

Fuentes: Rebelión

La violencia contra las mujeres es una de las grandes vergüenzas con las que convive la sociedad contemporánea. Violencia física, sexual, sicológica, patrimonial, que se traduce en malos tratos, golpes, discriminaciones, violaciones, mutilaciones , intimidación laboral, proxenetismo, prostitución forzada, hostigamiento, empobrecimiento, sobreexplotación, femicidio. Las estadísticas del horror se publican todos los años y es cierto […]

La violencia contra las mujeres es una de las grandes vergüenzas con las que convive la sociedad contemporánea. Violencia física, sexual, sicológica, patrimonial, que se traduce en malos tratos, golpes, discriminaciones, violaciones, mutilaciones , intimidación laboral, proxenetismo, prostitución forzada, hostigamiento, empobrecimiento, sobreexplotación, femicidio. Las estadísticas del horror se publican todos los años y es cierto que provocan reacciones de indignación y promesas de atacar el mal, pero la pasividad, la ineficacia y el silencio de los estados y de diversos estamentos patriarcales de la sociedad terminan por imponerse, hasta que se publiquen los nuevos datos de la infamia.

Un trabajo del Centro de Investigaciones de Estudios de la Mujer de la Universidad de Costa Rica, publicado hace pocos días, muestra las pruebas brutales de esa violencia viril: un 58% de las mujeres que habitan nuestro país sufre algún tipo de violencia doméstica, desde los maltratos físicos y verbales, hasta la violación y la muerte. Se trata de más de 700 mil mujeres que viven, principalmente en sus propios hogares, vejaciones y agresiones por parte de sus propios maridos, compañeros sentimentales, exmaridos, excompañeros y familiares; un 48% agredidas antes de haber cumplido los 16 años, y un 21% agredidas sexualmente en la niñez. La violencia doméstica adquiere así en nuestra democrática Costa Rica dimensiones de auténtica tragedia familiar, que no se ceba sólo en la pareja, sino que se extiende a los hijos, hijas y demás miembros del entorno doméstico que a gritos o en silencio, también son víctimas del horror.

Estas desoladoras cifras no son hijas de patologías individuales, hunden sus raíces en un ordenamiento político, social, económico y cultural que es necesario cambiar.Las relaciones de poder patriarcales y sexistas que impregnan los poros de nuestra sociedad, los modelos de masculinidad y de virilidad que se inculca a los varones desde la más tierna infancia «para hacerles hombres», los patrones culturales de las relaciones de dominación sobre las mujeres– que también se extiende a las relaciones de dominio, explotación, opresión y discriminación sobre los otros–, son lacras que aquí y allá hablan de un terror universal que afecta a la población femenina , como lo señala el CIEM de la UCR, la Organización Mundial de la Salud, la UNICEF y un largo etcétera de instituciones nacionales e internacionales, que testifican que estamos hablando de realidades y no de meras construcciones ideológicas. Para millones de mujeres, el hogar no es un remanso de paz, sino un espacio de terror.

Esta situación absolutamente inaceptable, se cubre a menudo bajo un manto de silencio, indiferencia e impunidad que remite a una sociedad enferma, que se niega a reconocer las vergüenzas con las que convive. En las raíces del dominio masculino, como nos recordaba Bourdieu, se inscribe ese conjunto de creencias o de prácticas sociales que se consideran como normales, de lo que se desprende que no deben ser objeto de acusaciones. Mujeres sometidas a verdaderos suplicios, son así compelidas a callar, a menudo mediante una violencia simbólica, suave, insensible, invisible, incluso para las propias víctimas. Se trata, en verdad, de una estructura de poder podrida, que se sostiene por medio de una maquinaria de la violencia que se desmoronaría si se viese obligada a aceptar que el hogar, el sacrosanto hogar, es, en muchos casos, el último reducto de una violencia pública, que se quiere mantener como ámbito de lo privado.

Garantizar el derecho de las mujeres a vivir sin violencia requiere fortalecer un marco legal y una actuación eficaz de las instituciones, para intervenir en la prevención, educación, protección y reparación de las víctimas. Pero, sobre todo, implica luchar, mujeres y hombres juntas, por ir desmontando las desigualdades, opresiones y discriminaciones de un sistema de dominación que viola sistemáticamente los derechos humanos y que usa las distintas manifestaciones de la violencia estructural para excluir a millones de personas del bien común y negar la dignidad de la condición humana.