La economía no puede crecer indefinidamente y debe supeditarse a cada ecosistema, nunca al revés como nos repite inconscientemente el mantra capitalista
Mariquita en haba
Los libros, como los olores, evocan recuerdos. Tomar de mi biblioteca Elogi de l’hort urbà, de Albert Vidal y Vanessa Prades me retrotrae al tiempo en que los huertos para mi [solo] eran metáforas. Al menos una por cada capítulo. El huerto como lugar para defender la identidad rural a las que tantas balas dispara la globalización uniformizadora. El huerto que, a pequeña escala, imita y traslada los paisajes y cultivos para tantas personas a las que el colonialismo y el hurto les impide vivir en sus territorios, convirtiéndose en el mejor asidero para superar el duelo migratorio. El huerto que, como Carl Honoré, desafía al culto a la velocidad en una loa a la lentitud y al silencio abriendo los cuerpos y la mente, cual semillas germinando, a otras dimensiones. El huerto como un torno de alfarero donde todo depende de la creatividad de tus manos. Y desde luego, el huerto recolector de alimentos que, situado en la base de la soberanía alimentaria, inspiró aquello de “mucha gente pequeña, en muchos lugares pequeños, cultivarán pequeños huertos que alimentarán al mundo”.
Fue después de caer seducido por este ‘no manual’ cuando decidí recuperar el huerto de mi bisabuelo Francesc, en el pueblo de mi familia paterna, Santa Coloma de Queralt, allí donde las provincias de Lleida, Barcelona y Tarragona buscan el roce. Muy pocos metros cuadrados donde el abandono y el paso anual de los herbicidas habían acabado con toda forma de vida. Lo mismo que su vecino de linde izquierda y su vecino de linde derecha. Muy ilusionado y siguiendo algunos consejos, quise regenerarlo primero abonando la tierra y segundo, plantando todo el pequeño huerto con habas, que sabía que enriquecerían la tierra con el nitrógeno de sus raíces.
El monocultivo fue un éxito y aquello se convirtió en una selva de habichuelas mágicas crecidas hasta alcanzar el cielo. Pero los brotes tiernos atrajeron a millones de pulgones dispuestos a darse un festín. De manera que para detener aquel habicidio, toda la familia salimos al campo a la búsqueda de mariquitas comepulgones para reintroducirlas en un hábitat realmente empobrecido y frágil. Fue la primera lección. La vida se mantiene en equilibrio gracias a la caótica complejidad de la biodiversidad. El huerto me mostró con precisa exactitud lo que sucede con los monocultivos de soja o palma africana que las multinacionales agrarias se empeñan en extender por todo el mundo. La reducción de la biodiversidad, tan drástica y de dimensiones tan gigantescas, abona el terreno para el nacimiento de plagas como la pandemia actual del coronavirus.
El huerto me mostró con precisa exactitud lo que sucede con los monocultivos de soja o palma africana que las multinacionales agrarias se empeñan en extender por todo el mundo
Día a día ese huerto convierte las metáforas en otros muchos aprendizajes. Se transformó en la escuela con la que he aprehendido, es decir con la que mis sentidos han interiorizado las reglas básicas que la Naturaleza nos dicta para seguir formando parte de Ella. Me enseñó, por ejemplo, que el planeta Tierra no es más que un huerto en el Universo y no podemos pedirle más de lo que sus dimensiones concretas nos puede ofrecer. O lo que es lo mismo, la economía no puede crecer indefinidamente y debe supeditarse a cada ecosistema, nunca al revés como nos repite inconscientemente el mantra capitalista.
En el huerto, la soberbia antropocéntrica que nos hace considerarnos irreductibles y todopoderosos también queda hecha añicos. Que podamos recolectar tomates, melones o calabazas dependerá de la presencia de organismos microscópicos que habitan el suelo y que no vemos; de abejas y otros polinizadores que habitan los aires y que no podemos domesticar; y de la lluvia que quiera asomarse o no o del granizo que no quiera acudir o sí.
Aun siendo el oficio de hortelano una práctica similar a la de pintor, escultor o escritor donde predomina el hecho creativo individual de cada “artista”, en él la dimensión de la interdependencia también está presente. Claro ejemplo de ello son los huertos comunitarios, gestionados desde lo colectivo para satisfacer necesidades de grupo. O la distribución de las tierras comunales en muchos pueblos para garantizar un huerto por familia o huertos para las familias con mayor necesidad. O, como me explicó mi amigo José Cófreces, el sistema grupal que en su aldea gallega de Tronceda han organizado para repartirse los excedentes de cada huerto, buscando la complementariedad. Aquí me sobran calabazas, yo tengo muchos tomates, ¿quién quiere fresas? Una aplicación colaborativa sin patentes, que llaman BlablaCol.
Y, reciente aprendizaje, ¿no es el huerto nuestra pequeña selva o bosque donde aflora el salvaje que llevamos dentro? Voy a tomar otro libro de la biblioteca, Mujeres que corren con los lobos, de Clarissa Pinkola Estés, para explorar esta sensación.
Epílogo, la metamorfosis
Primero, leer de huertos produjo metáforas; después, las metáforas del huerto se hicieron lecciones y, por último, las lecciones del huerto se han transfigurado en poemas que han vuelto al papel que he recogido, con el apoyo de la editorial Pol·len, en el poemario mínimo Huertos de Libertad. Ha sido impreso sobre papel hierba, no solo como medida ecológica, también como medida de precaución porque nos aseguramos así que –guste o no guste– siempre puede echarse al cubo de los residuos orgánicos. Siempre puede ser devuelto a la tierra.
Fuente: https://ctxt.es/es/20200601/Firmas/32509/huertos-de-libertad-huerto-monocultivo-gustavo-duch.htm