La mejor ciencia disponible apunta ya una verdad que negacionistas y tecnoutópicos tendrán cada vez más difícil rebatir: sin una economía poscrecimiento no habrá sostenibilidad
Manifestación de los chalecos amarillos el pasado 24 de noviembre en los Campos Eliseos, París. BENOIT TESSIER
La revuelta de los chalecos amarillos en Francia es solo el tráiler de la película de la crisis ecosocial que lo va a cambiar todo en las próximas décadas. El siglo XXI se va a caracterizar por un profundo ajuste de cuentas entre la civilización moderna y los límites biofísicos de la Tierra, del que solo estamos viendo sus primeras consecuencias. Desde el inicio de la revolución industrial, y especialmente durante los últimos 40 años, el crecimiento económico nos ha llevado a una situación de extralimitación ecológica. Hoy día la humanidad necesita un planeta y medio para vivir, cifra que se dispara en ciertas regiones del mundo, como Estados Unidos o las monarquías del golfo pérsico, pero también en Europa. Esta insostenibilidad tiene dos caras: el agotamiento de recursos finitos e insustituibles y el cambio climático, exponente más peligroso de la saturación de nuestros sumideros ambientales.
Si esta extralimitación ecológica tiene un talón de Aquiles son los combustibles líquidos y el sistema de transporte. Nuestras sociedades van a crujir primero por esa costura. Por un lado, vivimos en un hábitat disperso y en una economía deslocalizada hasta el delirio. Por otro lado, el 95% del transporte hoy depende del petróleo, un recurso finito que ya presenta rendimientos decrecientes en su extracción, y que es el principal responsable del cambio climático. Por si esto fuera poco, la quema de petróleo también tiene un efecto directo en el empeoramiento de nuestra salud. Según el informe Air Quality in Europe 2017 Report de la Agencia Europea de Medio Ambiente, se calcula que casi 39.000 personas mueren prematuramente cada año en España debido a la contaminación del aire, de la cual una buena parte se debe a los coches, especialmente los diésel. Sin embargo, aunque no se hable tanto de ello, la primera variable, la de la finitud y el descenso de su rentabilidad energética, es clave.
SE CALCULA QUE CASI 39.000 PERSONAS MUEREN PREMATURAMENTE CADA AÑO EN ESPAÑA DEBIDO A LA CONTAMINACIÓN DEL AIRE
De hecho, el discurso oficial respecto al diésel es reduccionista y solo enfoca una parte del problema real. De los petróleos no convencionales (líquidos derivados de gas natural, petróleos de esquisto extraídos mediante fracking ) no se refina diésel. Y como el petróleo convencional ya está en declive geológico, el auge de los no convencionales trae aparejados problemas de suministro. Por tanto, al escándalo del Dieselgate y la creciente, aunque escasa, concienciación respecto al cambio climático, tenemos que añadir además que vamos encaminados hacia horizontes de escasez. Lo que quizá explica por qué se aspira a sustituir el diésel con tanta urgencia. Es más complejo, pero lo explica de manera genial Antonio Turiel en este post . También se hace eco de ello el Financial Times .
Muchas han sido las voces que desde el ecologismo social han extraído una lección clara de las movilizaciones de los chalecos amarillos: si la transición ecológica no es socialmente justa, no será. Pero ¿qué significa esto más allá del eslogan? ¿Cómo podemos hacer políticas de transición ecológica serias y justas y, a la vez que construimos movimiento popular, ganamos elecciones y revalidamos gobiernos?
EN EL CASO CONCRETO DEL SECTOR DEL TRANSPORTE, TENEMOS UN ESTRECHÍSIMO CUELLO DE BOTELLA: CON LA TECNOLOGÍA EXISTENTE ACTUALMENTE LA MAYOR PARTE DEL TRANSPORTE NO SE PUEDE ELECTRIFICAR
La transición ecológica, si la queremos socialmente justa, presenta un reto mayúsculo. Esencialmente porque el choque de intereses que siempre marca cualquier cambio social se enreda aquí en un nudo gordiano tecnológico. De una complejidad tal que la espada de la voluntad política solo podrá romperlo con rapidez arriesgándose al desastre. Pero aunque no tengamos mucho tiempo hay que deshilar fino y con paciencia estratégica. En el caso concreto del sector del transporte, tenemos un estrechísimo cuello de botella: con la tecnología existente actualmente la mayor parte del transporte no se puede electrificar. Ni siquiera el parque de automóviles privados del mundo se sustituirá al 100% porque no hay reservas minerales que puedan soportar mil millones de automóviles eléctricos (litio, níquel, platino y cobre). Pero este es el problema «menor». «Menor» entre comillas. Es posible imaginar que lo gestionamos cambiando el uso social del coche y con transporte público. Aunque esto solo valdría para las grandes ciudades como Madrid o Barcelona: en el mundo rural o en áreas metropolitanas extensas de provincia sin infraestructuras de transporte público, es un problema enorme. La dificultad es aún mayor para el gran transporte de mercancías, maquinaria agrícola, maquinaria pesada de minería, aviación y en general todo vehículo cuya relación carga-potencia hace extremadamente difícil, sino imposible, su electrificación. Al menos en el corto plazo, salvo que interviniera una revolución tecnológica profundamente disruptiva, que tendría la tarea casi milagrosa de hacer en pocos años descubrimientos que se han resistido tras décadas de investigación. Y, además, debería ser capaz de masificarlos y comercializarlos en un tiempo récord sin verse afectada por ninguna escasez material en los componentes de los nuevos vehículos.
La solución real pasa por una reordenación ecológica del territorio a gran escala, y sin precedentes, que combine transformaciones radicales y muy rápidas en el modelo productivo, en la forma de habitar y en el sistema de transporte. En este último caso, que es el que nos ocupa, algunas posibles líneas de actuación serían:
1) Relocalizar la producción y la vida de modo muy intenso: fomentar un urbanismo de contención que produzca ciudades vivibles a pie, en bicicleta y transporte público. Poner en marcha políticas que reviertan el éxodo rural y estimulen una repoblación agroecológica de los desiertos demográficos de nuestro país y lo reequilibren territorialmente.
2) El ferrocarril debe ser el vertebrador social del territorio y el sistema fundamental del transporte de mercancías. Un ferrocarril que sea asequible para todos y no para una minoría. Esto en España implica dar la vuelta al modelo de la alta velocidad. El tren que necesitamos no es el AVE; son el cercanías y la media distancia, que llevan sufriendo décadas de abandono.
3) También sería fundamental repensar el transporte marítimo, que es la base del comercio internacional. Cuando pensamos en energías renovables, tendemos a imaginar exclusivamente su empleo eléctrico. Pero el uso mecánico tradicional es más eficiente y tiene mucho futuro. Especialmente en el sector de la navegación, donde ya existen procesos de innovación que buscan desplegar una nueva generación de veleros para las marinas mercantes .
4) Reducir mucho la movilidad privada motorizada (de combustión pero también eléctrica) para poder priorizar aquella socialmente útil: maquinaria agrícola y pesada; flotas de servicios públicos (transporte, bomberos, ambulancia, policía); sistemas logísticos capilares en entornos dispersos. Esto último es fundamental: imaginemos la distribución de mercancías en un hábitat rural tan diseminado como el de la cornisa cantábrica. O el mantenimiento y la reparación de las nuevas infraestructuras de generación de energía renovables, como campos eólicos, que pueden ocupar amplios espacios poco accesibles en regiones despobladas. Si nuestras sociedades tienen que racionar la movilidad motorizada en pos del interés general, estas funciones socialmente imprescindibles deberán ocupar el lugar más alto de la jerarquía.
5) Reducir drásticamente la aviación, el transporte más insostenible. Esto tendrá graves implicaciones que deben preverse en la industria turística y en el epicentro del modelo de felicidad neoliberal ofrecido a las clases populares: soportar la precariedad a cambio de un mundo low-cost .
Todas las medidas que hemos planteado son cambios estructurales profundos que requieren al menos un par de décadas, unos movimientos sociales que inicien una transformación profunda de nuestro sentido común de época, y un Estado capaz de intervenir a nivel nacional, autonómico y municipal en la economía con otras herramientas que no sean solo la monetaria y la fiscal. Es decir, requieren algo así como una economía de guerra ecosocialista.
No hay forma de que todo esto no genere, en sistemas democráticos, una inmensa fricción social y muchísimas resistencias. Y si algo muestra la revuelta de los gilets jaunes es que, en democracias liberales como las europeas, la viabilidad técnica o económica de cualquier medida de transición está necesariamente supeditada a su viabilidad política. Y esto vale tanto para los sueños pospolíticos de los tecnócratas como Macron como, desgraciadamente, para los que se piensen que la necesaria descarbonización profunda de nuestras sociedades nos da algo así como la varita mágica de la revolución ecosocialista. Por esto es necesario que la evidencia científica sobre las causas y consecuencias de la crisis ecológica se convierta en una verdad política, capaz de afectarnos socialmente, de posicionarnos políticamente y de cambiar individualmente nuestros hábitos y percepciones. Esto pasa por articular rápidamente un amplio y heterogéneo movimiento que va a tener que librar una guerra de posiciones ecosocial en todos los frentes. Disputando, conquistando y defendiendo cualquier nodo de poder a nuestro alcance: en la calle, en las instituciones y en el orden simbólico. Va a necesitar generar un ecosistema de organizaciones y estrategias, cuya convivencia no estará exenta de roces pero que, en sus desacuerdos, deben ser capaces de comprender que la tarea a la que se enfrentan es gigantesca y las consecuencias de fracasar terroríficas.
Este movimiento deberá ser capaz de generar una simpatía mayoritaria aunque seguramente distante y articularla con el apoyo explícito de las minorías militantes. Y además tendrá que evitar que la indiferencia de muchos se acabe sumando a los sectores abiertamente contrarios a una transición ecológica socialmente justa. La tarea política fundamental hoy es, por tanto, identificar estos grupos, sus necesidades, miedos y deseos y poner en marcha un proyecto ecosocial sincero y responsable, pero suficientemente ilusionante políticamente como para, dadas estas líneas de fractura social, aspirar a ganar.
LA CLAVE DE LOS IMPUESTOS VERDES ES OTRA: SON UNA HERRAMIENTA POLÍTICAMENTE DEFECTUOSA PORQUE ES COMPLICADO DISEÑARLOS PARA QUE SEAN FISCALMENTE PROGRESIVOS
Es en este sentido que los impuestos a las emisiones en general, y a los combustibles fósiles en particular, deberían ser una herramienta entre otras muchas del arsenal político ecosocial. Solo son centrales en la utopía socioliberal, en la que sutiles intervenciones en el mercado permiten que la mano invisible haga su magia. Dejando a un lado el hecho de que para evitar las peores consecuencias de la crisis ecológica tendrían que ser muy elevados, mucho más de lo que está sobre la mesa en Francia o en cualquier otro lugar de Europa, la clave de los impuestos verdes es otra: son una herramienta políticamente defectuosa porque, en general, es complicado diseñarlos para que sean fiscalmente progresivos. Y aun en este caso, es necesario que haya alternativas reales para poder influir en el comportamiento de las clases populares (si a tu barrio no llega el transporte público, lo hace con muy baja frecuencia o tarda una eternidad, no podrás dejar de usar el coche). Finalmente, es difícil que los más ricos se vean suficientemente afectados como para obligarles a variar sus comportamientos, lo que genera una evidente sensación de injusticia.
¿Cómo operar en el corto plazo, y con el suficiente pragmatismo para hacerlo de un modo políticamente viable, dentro del marco de las economías capitalistas que hoy sufrimos para que estas comiencen a mutar hacia alternativas sistémicas más sostenibles y más justas? Una idea que se está abriendo paso globalmente es la de un nuevo Pacto Ecosocial, lo que en Estados Unidos está liderando Alexandria Ocasio-Cortez bajo el nombre Green New Deal . Este Pacto Ecosocial iniciará la descarbonización profunda de la sociedad creando empleos verdes con buenas condiciones laborales en sectores ecológicamente sostenibles: energías renovables, transporte público, aislamiento de edificios, sanidad pública y cuidados. Es en este proyecto mayor donde debe integrarse la fiscalidad verde, para la cual proponemos algunas ideas:
a) La subida de la carga fiscal ecológica debe acompañarse por una fuerte subida de la carga fiscal de las grandes fortunas y las grandes empresas. Los más ricos son los que más contaminan y deben ser, por tanto, los que más pagan. Las grandes empresas no son solo las principales responsables históricamente de la contaminación sino que durante años han hecho tarea de lobby y financiación de grupos negacionistas para retrasar la transición ecológica. Lo que no se puede tolerar es el modelo Macron: suben carburantes que son primera necesidad para pobres y bajan los impuestos de patrimonio.
b) Para evitar que, aunque progresiva, la carga fiscal verde sea excesiva para las clases populares, tendremos que implementar bonificaciones para los de abajo. Estas pueden venir bajo la forma de una Renta Básica Universal, de Servicios Básicos Universales (sanidad, educación, transporte, vivienda accesible) o bien a través de subvenciones fiscales y ayudas a bienes y servicios sanos ecológicamente producidos, tanto «de primera necesidad» (alimentación, energía doméstica) como aquellos que permitan desarrollarnos cultural, afectiva y físicamente bajo una premisa de km 0 (educación, deporte de base, vida comunitaria, sexualidad, ocio, música, arte y otras pasiones creativas). Esta última dimensión tiene una importancia política capital: debe abrir brecha a una nueva idea de felicidad desligada de las pautas de consumo vigentes, que aunque socialmente muy arraigadas, son ecológicamente suicidas.
c) Como defiende Florent Marcellesi, debemos asegurar que cada euro recaudado por la fiscalidad ecológica se destina a la transición ecológica, especialmente a financiar las medidas de fondo de reordenamiento del territorio y el sistema de transporte. Es imprescindible que las clases populares cuenten con alternativas laborales cercanas o de transporte sostenible reales antes de que se vean afectadas por cualquier carga fiscal directa.
d) Debemos ensayar formas igualitarias de limitar nuestra huella de carbono y que no estén basadas en lo que uno pueda permitirse pagar. Bajo el para nada radical Gobierno laborista de Tony Blair se propusieron algunos esquemas de tarjetas digitales de emisiones que ponían un límite máximo a la contaminación individual independientemente de los ingresos personales.
Finalmente, un apunte sobre el primero y el último de nuestros problemas. El primero porque es el más importante y el último por ser el más difícil de solucionar. La mejor ciencia disponible apunta ya una verdad que negacionistas y tecnoutópicos del más diverso signo tendrán cada vez más difícil rebatir: sin una economía poscrecimiento no habrá sostenibilidad. Y como el capitalismo es inherentemente expansivo, eso implicará una transformación sistémica que a mediados de siglo habrá dejado atrás nuestro orden económico tal y como lo hemos conocido. De este hecho cabe derivar muchas interpretaciones políticas posibles. De momento van con ventaja las que como Trump, Bolsonaro o Vox, prefiguran un cierre autoritario alrededor de un supremacismo nacionalista que, a beneficio de las élites, se lance a la lucha mortal por el control de recursos escasos y la externalización de los daños ambientales. Nuestra opción ecosocialista está en el polo opuesto: un nuevo pacto ecosocial resuelto a favor de los de abajo, que se encamine a construir pueblos generosos, cuidadores e internacionalmente solidarios. Con una nueva economía orientada en la senda del decrecimiento energético y material, que logre avanzar en la sostenibilidad ecológica, pero asegure también una vida digna para toda la población. Esto implicará combinar sustitución de tecnologías con mercados socialmente contenidos y planificación democrática de la producción y el consumo bajo nuevas formas de propiedad pública y comunal. Pero tengamos cuidado: tras el fracaso del socialismo real en siglo XX nadie tiene recetas poscapitalistas ni respuestas fáciles. Y la transición ecológica socialmente justa tendrá más que ver con las victorias concretas de la guerra ecosocial de posiciones en cualquiera de sus frentes, que son siempre humildes, precarias y contradictorias, que con la voluptuosidad discursiva de la gran impugnación revolucionaria.
Héctor Tejero es investigador científico y militante de Contra el Diluvio. Emilio Santiago Muiño es doctor en Antropología Social y máster en Antropología de Orientación Pública.