No merece llamarse Estado de Derecho el que consiente violaciones reiteradas y masivas de su propio ordenamiento jurídico. Y hay dos casos especialmente sangrantes en España por la magnitud del escándalo y la actitud cómplice del Gobierno al respecto: las cláusulas suelo de los préstamos hipotecarios y las inmatriculaciones de la jerarquía católica. Es vergonzante […]
No merece llamarse Estado de Derecho el que consiente violaciones reiteradas y masivas de su propio ordenamiento jurídico. Y hay dos casos especialmente sangrantes en España por la magnitud del escándalo y la actitud cómplice del Gobierno al respecto: las cláusulas suelo de los préstamos hipotecarios y las inmatriculaciones de la jerarquía católica. Es vergonzante que, tras recorrer todas las instancias internas (salvo honrosas excepciones), hayan tenido que ser tribunales europeos quienes declaren la evidente nulidad de ambas. Lo que es nulo, no existe. Y lo que no existe, no produce efectos. De ahí que corresponda de manera ineludible a los poderes públicos restituir la legalidad conculcada y devolver la situación a su origen, sin necesidad de someter a la ciudadanía o administraciones afectadas a la gravosa carga de emprender nuevos procesos judiciales.
Respecto a la devolución de las cantidades incautadas a los consumidores por las cláusulas suelo, después de la injustificable limitación temporal que impuso el Tribunal Supremo, parece ser que el Gobierno ya estudia medidas extrajudiciales para acatar lo ordenado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Ya veremos hasta dónde alcanza su eficacia. No ocurre lo mismo en relación con la reciente sentencia del TEDH de Estrasburgo de 20/12/2016 que declara contraria a la Convención Europea de los Derechos Humanos la norma franquista que ha permitido a la Iglesia católica inmatricular miles de bienes de toda índole, actuando como si fuera una administración pública y sin aportar más título de propiedad que la palabra del obispo.
El Tribunal Europeo manifiesta su sorpresa porque ninguna instancia judicial haya abordado la legalidad de la norma, califica con dureza la falta de garantías del procedimiento, y afirma rotundamente que «sólo la declaración de nulidad de la inmatriculación registral habría satisfecho el derecho del interesado y proporcionado una restitución in integrum». Pero no fue eso lo que ocurrió. El Gobierno ha preferido que paguemos con dinero público una indemnización a la parte perjudicada a cambio de mantener al obispo en su apropiación ilegal. ¿Por qué? Sin duda para no destapar la caja de Pandora del mayor escándalo inmobiliario de la historia de España.
Como es sabido, haciendo uso de normas predemocráticas, confesionales e injustificables en la UE y en cualquier estado democrático, la jerarquía católica ha inscrito miles de inmuebles de manera clandestina, con abuso de derecho y sin aportar título de propiedad. Desde la mezquita-catedral de Córdoba o la Giralda de Sevilla, a locales, viviendas, fincas de toda índole, caminos, plazas… Con especial voracidad a partir de la reforma de Aznar en 1998 que abrió las puertas del registro a los templos de culto, mayoritariamente públicos. A pesar de que parlamentos autonómicos como el de Navarra, Euskadi, Canarias o Aragón, así como muchísimos ayuntamientos (incluso con el apoyo del PP), han aprobado resoluciones para elaborar un inventario de los bienes inmatriculados por la Iglesia Católica en sus distintas denominaciones, lo cierto es que se desconoce la cantidad de lo apropiado porque el Gobierno se niega a proporcionar una lista completa de los mismos, de la misma manera que se opone a la fiscalización de sus cuentas.
Todas estas inmatriculaciones vulneran la Constitución Española y los valores comunes del Derecho Europeo, como ya reconoció el TEDH en su primera sentencia sobre la cuestión, de 4/11/2014. Forzado por la presión social y política, el Gobierno derogó este privilegio el 24/06/2015, pero sin efectos retroactivos, provocando en la práctica una amnistía registral que obliga a las administraciones y personas afectadas a reclamar uno a uno los miles de bienes usurpados. Justo lo que ha criticado con dureza el TEDH y la razón de la condena al Estado.
Que inexplicablemente no exista en España un procedimiento para ejecutar las sentencias del TEDH no resta un ápice la obligatoriedad de los poderes públicos de someterse a sus interpretaciones, como ha reiterado nuestro Tribunal Constitucional. En consecuencia, al tratarse no de un acto aislado sino de una violación continuada y masiva de los derechos garantizados por la Convención Europea de los Derechos Humanos, corresponde a los poderes públicos investigar la magnitud real de lo apropiado por la jerarquía católica dando a conocer la lista de todos los bienes inmatriculados con arreglo al art. 206 LH, así como a establecer un procedimiento legislativo y general que permita restituir la legalidad conculcada.
Si a pesar de ello, las administraciones o personas afectadas iniciaran procesos judiciales invocando la nulidad de estas inmatriculaciones en los términos de las sentencias del TEDH, corresponde a los jueces y tribunales españoles acatarlos ejerciendo el control de convencionalidad que se desprende del art. 96 CE y la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales. Y si llegase el caso de que se agotara la vía interna y los órganos judiciales españoles volvieran a eludir pronunciarse (como han venido haciendo al no elevar una cuestión de constitucionalidad), el TEDH llegaría a una solución condenatoria rápida al contar ya con las dos previas sentencias-piloto y un procedimiento expeditivo en Estrasburgo, en virtud de la propia jurisprudencia del TEDH sobre esta técnica, ahora recogida en el protocolo nº 14 a la CEDH.
Así pues, a pesar de la actitud mantenida por el Gobierno hasta la fecha, en una defensa confesional e injustificable de los intereses de la jerarquía católica en lugar de los intereses públicos, ambas sentencias del TEDH no sólo confirman que las plataformas ciudadanas tenían razón en sus argumentos, sino que además ahora el Estado está obligado a acatarlas sino quiere verse abocado a una lluvia de indemnizaciones que pagaríamos todos por bienes de los que se apropiaría ilegalmente la jerarquía católica. De no hacerlo, el Estado de Derecho utilizaría la ley para cometer injusticias y no para impedirlas. Y no merecería llamarse así.
Antonio Manuel Rodríguez es profesor de Derecho Civil