Vamos a hablar de la reinvención de un país, de un país de países. Utilizo la palabra «país» para no empezar polemizando: no es relevante, a estas alturas, que lo llamemos nación -o nación de naciones- y no es suficiente que lo llamemos «estado» pues no se trata de proponer una nueva cáscara institucional sino […]
Vamos a hablar de la reinvención de un país, de un país de países. Utilizo la palabra «país» para no empezar polemizando: no es relevante, a estas alturas, que lo llamemos nación -o nación de naciones- y no es suficiente que lo llamemos «estado» pues no se trata de proponer una nueva cáscara institucional sino algo más hondo y sentido que afecta no sólo a la organización colectiva de recursos y personas, sino también al sentimiento, a la identidad.
Los países no existen desde el principio de los tiempos, los países se inventan y luego se van construyendo con políticas decididas y persistentes. Inventar no se refiere aquí a un proceso puramente cultural e ideológico, si bien los bocetos y los diseños son importantes. Inventar es, sobre todo, empezar a mirar las mismas cosas de otra forma, hacerlo desde los problemas por resolver en el presente, significa definir, a grandes rasgos, cómo se quiere que sea ese país, extraer de su larga y contradictoria historia aquello que queremos sirva de referencia para un nuevo diseño, aquello que queremos que «encaje» en nuestro modo de verlo desde hoy para proyectarlo hacia el futuro. El resultado debería ser un nuevo proyecto institucional, jurídico y cultural. También un proyecto identitario común, que es la tarea que ha quedado siempre pendiente en todos los intentos que ha habido, desde el siglo XIX, de combinar unión y diversidad en España.
En el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX esta clase de cosas las hacían las élites intelectuales, profesores, clérigos y periodistas y, en menor medida también determinados artistas de referencia. Eran ellos los que vertían las intuiciones y formulaban las propuestas, las hacían circular, las debatían en la esfera pública de la época y empujaban a los políticos a incorporarlos a sus programas de gobierno. La ciudadanía permanecía en gran medida al margen debido a su bajo nivel cultural y al elevado coste de la información. Hoy el proceso tiene que transcurrir de otra forma. Disponemos de una ciudadanía, sobre todo femenina, extraordinariamente formada y los costes de la información tienden a cero: la invención del nuevo país puede y debe ser un proceso de creación colectiva en el que la sociedad civil tenga un protagonismo nuevo y central. La complejidad técnica de un proyecto así es evidente pero las cuestiones técnicas se fundamentan siempre en un espíritu, en una intencionalidad política. De ese espíritu y de esa intencionalidad se trata aquí en este momento.
Hay dos aspectos que hay que tener en cuenta antes de empezar:
a.) inventar un país pasa por sumar acuerdos políticos y sociales amplios que, tendencialmente tienen que abarcar un espacio muy abierto del espectro ideológico;
b.) pero hacerlo significa, también, hacer una propuesta normativa propia, en este caso desde una perspectiva «progresista», si bien sabemos que esta palabra, como también la palabra «izquierda», está cambiando su significado en los últimos años a veces frenando la exploración de espacios comunes debido a su fuerte carga identitaria heredada del pasado.
Mi hipótesis es la siguiente: aún reconociendo que hacen falta consensos ideológicos amplios, las fuerzas «progresistas», las que, por simplificar, anteponen la solidaridad a la competencia y la ley del más fuerte, son hoy las mejor situadas para tomar la delantera de un proyecto como el que nos traemos entre manos. ¿Porqué?
Por que el neoliberalismo y las dinámicas competitivas que emanan de su lógica de funcionamiento y de sus convenciones culturales, las fuerza insolidarias que estas desencadenan hacia dentro y hacia fuera de los países y su ideología del estado mínimo son incapaces de fraguar una colectividad perdurable. El neoliberalismo ha generado un tipo de persona nueva, algunos de cuyos rasgos -autonomía, subjetividad, cultura y formación- son esenciales para la aventura política que estamos proponiendo. Pero el neoliberalismo es una forma de organizar la vida social que alimenta los nacionalismos excluyentes y la cultura de la competencia como fórmulas de organización social mientras predica la necesidad de un estado mínimo, un estado limitado a ejercer funciones represivas, a facilitar la actividad de los grandes actores empresariales y a intervenir en los mercados financieros con los impuestos de los ciudadanos. Es una forma de entender la sociedad basada en la cancelación de los proyectos cooperativos y solidarios por los que apostaron la mayoría de los gobiernos tras el desastre de dos guerras mundiales en menos de treinta años. No es necesario reclamarse del «progresismo» o de la «izquierda» pero parece imposible inventar hoy un nuevo país, al menos uno que permita superar la situación de bloque en España, a partir de fermento político que llamamos «neoliberalismo».
Lo que nos traemos entre manos no es organizar una especie de gran tertulia sino alcanzar una serie de conclusiones con capacidad de desbloquear la situación y para eso tenemos que ceñirnos a la realidad antes que al deseo: no todos caben en el proyecto. La situación nos obliga a identificar aquellos posicionamientos que resultan incompatibles con el nuestro con el fin de definir un espacio argumental nuevo con capacidad de reafirmarlo, de hacerlo crecer y para luego, tal vez dialogar con otras formas muy distintas de ver el problema. Esto no quiere decir que no nos interesen sus opiniones o que tanto las suyas como las nuestras no puedan cambiar por el camino. Significa que su participación al principio del proceso hará imposible construir los consensos necesarios para alcanzar los objetivos que aquí nos hemos propuesto y, si lo hacen, otros ciudadanos, probablemente mucho más numerosos, acabarán abandonándolo. Por el respeto que nos debemos los unos a los otros esto hay que decirlo al principio del camino.
Tres son los proyectos incompatibles con nuestra propuesta.
A.) el de aquellos convencidos de que la nación española está inventada para siempre. Admite varias variantes que van desde la que se siente continuadora del golpe de Estado contra la Segunda República, hasta aquella otra que ve en el constitucionalismo de 1978 una nueva manifestación, igual de definitiva y cerrada, de dicha nación.
B.) el de aquellos que apuestan por hacer state building en la era neoliberal lo cual pasa por la destrucción de lo que llaman el «estado español»: los independentistas, para entendernos;
C.) el de aquellos otros que, buscando un espacio entre los dos anteriores, apuestan por una confederación de naciones. También estos dan dichas naciones por ya inventadas para siempre y lo que proponen no es sino una unión burocrática de constructos dados como existentes desde tiempos inmemoriales.
Las tres nos parecen incompatibles con el proyecto de creación de algo nuevo porque manejan una visión ahistórica y congelada del hecho identitario y del hecho nacional en particular: «España» «Cataluña» «Euskadi» etc son entidades que cabe encajar o desencajar entre sí de forma novedosa. pero la naturaleza de dichas entidades es considerada un hecho cerrado y definitivo. Las dos primeras son evidentemente incompatibles entre sí y la tercera es un cómodo intento de no tomar partido y cada vez más el deseo de empujar a algún despistado hacia la segunda. La naturaleza ahistórica de la idea de nación que manejan las tres explica el estancamiento político que vivimos en la actualidad, estancamiento que contiene el germen de una voladura generalizada de la convivencia en España y en Europa, el germen de la vuelta al período de entreguerras.
¿Cómo se inventa un nuevo país, una nueva nación? Tenemos dos precedentes muy cercanos a mano: los proyectos de construcción nacional de nacionalistas catalanes y vascos. Nos han enseñado cómo se construye un nuevo sistema administrativo a lo largo de dos generaciones, una nueva identidad, una nueva cultura lingüística, un espacio económico propio, nos han enseñado a escribir una nueva historia. Por razones sustanciales su proyecto de nación no es, ciertamente, el nuestro pues están convencidos de que lo que han venido haciendo es darle una armadura institucional a un alma colectiva eterna que hasta entonces no tenía esqueleto estatal propio con lo cual se veía obligada a esconderse entre los bosques y las montañas. Lo cierto es que se trata de territorios que han accedido antes a la modernidad capitalista que el resto de España y fundamentan esa ventaja histórica, que formulan en términos de eterno anhelo de separación y diferenciación, en una superioridad de lo propio. Pero también esos territorios accedieron a la modernidad a partir de una situación de «atraso» previo que les hacía aparecer como advenedizos en los procesos de construcción nacional de la época y no hay mejor ejemplo que la bandera de Euskadi, un plagio casi exacto de la del Reino Unido. Quieren cerrar el quiosco de la invención de las naciones ahora que ellos ya han inventado la suya propia sin caer en la cuenta que todos tienen derecho a hacer lo que empezaron a hacer ellos en la segunda mitad del siglo XIX, de que hoy estamos obligados a hacerlo.
Para Oriol Junqueras, según escribía en un memorable artículo publicado en La Vanguardia en 2011, las esperanzas de regeneración de España que abrió el movimiento 15-M son incompatibles con los objetivos del independentismo pues podrían alejar a muchos ciudadanos catalanes del deseo de ser independientes arrojándolos a los brazos de un movimiento de renovación que pudieran compartir con el resto de los españoles. Es rigurosamente cierto. Las izquierdas no han sabido interpretar las consecuencias de este análisis y en vez de poner en marcha una operación de reinvención colectiva de un nuevo país como han hecho los nacionalistas, han visto en los independentistas una suerte de aliados en su lucha en favor de la regeneración del país. Resulta difícil de comprender pero lo cierto es que no han caído en la cuenta, de que no es posible aliarse con aquellos que intentan liquidar aquello que uno pretende regenerar pues el intento de liquidación provoca, ahora y en todas las épocas y situaciones conocidas, una reacción de defensa y conservación de lo establecido, una reafirmación de la nación que ahora se ve en peligro en detrimento de lo que pretendía ser una agenda regeneradora bienintencionada. ¿Realmente es tan difícil haber previsto lo que está pasando? Una parte de las izquierdas ha afinado mal su puntería en una suerte de ingenua ciencia política estilo Walt Disney. Al no tener proyecto propio de país se han arrojado a los brazos de los enemigos de la regeneración aceptando con sonrisas su propio secuestro: sufren el síndrome de estocolmo que lleva al secuestrado a cortejar al secuestrador.
Aclarado todo esto estamos en condiciones de abordar lo que queremos poner encima de la mesa aquí: la invención de un nuevo país. Pero antes de hablar de fiscalidad, de territorio, de culturas lingüísticas, de historia, de tradiciones democráticas o sobre el contenido de la nueva identidad, tenemos que ponerlos de acuerdo sobre los principios que deberían cimentar el nuevo proyecto común. Son su base y necesitan ser sólidos, coherentes entre sí, así como reunir consensos fuertes para que puedan soportarlo.
Mi propuesta, que no deja de ser una primera lista abierta, es la siguiente:
1.) Defender la integridad territorial de los estados es hoy, en plena era neoliberal, un objetivo deseable en sí mismo. Hoy por hoy, los estados son los únicos constructos con capacidad de hacer frente a las corporaciones, a los mercados financieros, de poner en marcha procesos redistributivos importantes, de abordar las tareas destinadas a frenar el cambio climático, a activar programas de inversión capaces de afrontar el problema de la cantidad y de la calidad del empleo etc. La existencia de estados fuertes y su integridad territorial no es condición suficiente, pero sí es una condición necesaria para abordar estas y otras muchas tareas que son los grandes retos a los que se enfrenta hoy la civilización humana. Sólo si avanza el proceso de integración Unión Europea sobre bases democráticas y solidarias, es posible prescindir hoy de estados fuertes en beneficio de un espacio supranacional que cumpla sus funciones.
2.) El nuevo país de países tiene que nacer de una lógica solidaria antes que competitiva: los territorios tienen que coordinarse para no robarse los impuestos, las inversiones, los recursos naturales y los servicios sociales los unos a los otros. Si apostamos, desde posiciones humanistas o «progresistas», por una Europa en la que los países ricos les tienen que permitir a los los países del sur equilibrar sus balanzas de pagos, desarrollar una base productiva propia y acceder a la modernidad en condiciones dignas y socialmente justas, no tiene ningún sentido continuar con las rivalidades latentes o explícitas entre territorios que se abrieron con el diseño autonómico de 1978 y que se han exacerbado con el procés. No se trata de crear una cultura de la subvención de los territorios pobres por parte de los ricos. Se trata de que estos últimos colaboren en la movilización de recursos para que aquellos puedan desarrollarse a partir de los suyos propios, sobre todo de su fuerza de trabajo, de su propio acerbo cultural, productivo y natural.
3.) El nuevo país no podrá construir espacios de solidaridad si no se apoya en una identidad compartida que les de legitimidad. Si las regiones ricas de Europa y de España en particular tienen tanto interés en remarcar la existencia de identidades propias es porque saben que estas debilitan la empatía con los territorios con menos recursos potencialmente destinatarias de los procesos redistributivos. Las identidades se reproducen de forma ciega o de forma consciente y planificada. En los espacios tradicionales se van (re)generando como un producto espontáneo resultante de la transmisión de valores, referencias e imaginarios de unas generaciones a otras en el seno de la familia tradicional y de la comunidad. Los intelectuales y periodistas modulaban los procesos de configuración identitaria desde fuera, pero la inercia era determinante. Esta inercia explica la tendencia a considerar la identidad como un producto ahistórico y no político, como algo «natural» que afecta al sentimiento y a los espacios privados, en definitiva a espacios muy distintos a los «artificios» estatales e institucionales en general.
Pero las cosas ya no son así. Las identidades ya no se construyen de forma ciega sino planificada. Lo hacen principalmente a través de la escuela pública obligatoria, que sustituye en gran parte a la familia, y a través de los medios de comunicación de masas, que sustituyen a la comunidad y el vecindario de antaño. Cuanto más «tradicional» sea la sociedad, tal y como sucede aún en los espacios rurales o en las localidades pequeñas y apartadas, más activa es la familia y la comunidad como mecanismos de reproducción identitaria. Pero las instituciones y los medios de comunicación incursionan cada vez más profundo en estos espacios colonizando hasta el último pueblo y protagonizando un proceso de construcción cada vez más política, cada vez más diseñada y planificada. Si en algún punto se quedaron cortos los intentos de refundar España en los siglos XIX y XX, es en la incapacidad de las élites regeneracionistas de construir de forma sistemática y consciente una nueva identidad acorde con el proyecto regenerador que, en realidad, compartían la mayoría de los territorios en aquellos años. Pero los procesos de regeneración madrileño, catalán, vasco o andaluz de los dos últimos siglos han tenido una trayectoria centrífuga antes que unitaria justamente porque nadie se ocupó de inventar esa nueva identidad compartida que pudiera haber desembocado en una República de territorios solidarios. Y esto, a pesar de que sus programas, sus inquietudes y sus sensibilidades llegaron a ser muy similares entre sí.
4.) El nuevo país de países, y la nueva identidad sobre la que tiene que construirse, tienen que dotarse de una cultura plurilingüe en todo el territorio. La lengua es el principal fermento de la identidad y la situación que vivimos en España tiene mucho que ver con la incapacidad de las élites políticas de pensar una cultura lingüística que recoja, proteja y unifique la riqueza lingüística de/en todos sus territorios a la vez y no sólo en los llamados «históricos». Naturalmente: no se pueden enseñar las 4 lenguas cooficiales en todos ellos . Pero la cultura plurilingüe que proponemos, y que debe crearse en todo el territorio del estado, tiene que ser simétrica en lo que se refiere al número de lenguas impartidas, unas obligatorias, otras optativas. Hay cientos de publicaciones que ilustran cómo se construyen proyectos lingüísticos exitosos, los problemas que pueden surgir y las formas de solucionarlos. Los beneficios culturales y cognitivos de crecer en un entorno de este tipo están fuera de dudas y la elevación generalizada del nivel cultural de la población otro de sus resultados. La posibilidad, el derecho y la obligación de conocer el catalán, el euskera o el gallego significa, además, que los no catalanes, los no vascos y los no gallegos podrán aspirar, por fin, a ser funcionarios públicos en estos territorios. Desde 1978, las lenguas se han venido utilizando como arma de enfrentamiento entre identidades tenidas por terminadas. Pero no es ese el único destino que le puede asignar al extraordinario acerbo cultural que significa la existencia de cuatro lenguas vivas. Construir una cultura plurilingue es un programa de dos generaciones que empieza con las cuñas publicitarias y los doblajes en la televisión, la transmisión de segundas y terceras lenguas en la primaria, la naturalización del uso de varias de ellas en los medios de comunicación. Pero también continúa ya, de forma natural, en el seno de las familias pues el número de matrimonios con un doble trasfondo lingüístico crece cada año en España.
5.) La idiosincracia del nuevo país debe obedecer al principio de simetría. Si consideramos que las naciones son construcciones históricas y si nos proponemos crear una nueva, no tiene sentido seguir distinguiendo eternamente entre «naciones viejas», consideradas naturales y legítimas, y «naciones nuevas» consideradas artificiales y producto de iniciativas burocráticas estatales. Es lo mismo que mantener eternamente la distinción entre los «viejos» y los «nuevos» ricos pues los primeros también fueron «nuevos» en algún momento de la historia y los segundos se convertirán en «viejos» con el paso de los años. Si Cataluña ha «madurado» como nación, esto es el resultado de la iniciativa de políticos, periodistas, intelectuales y muchos otros actores que teorizaron su segmentación cultural del resto de España con el fin de hacerla más y más diferente: el «provincianismo», el «regionalismo» y el «nacionalismo» no son sino estaciones de un proceso que también tuvo su hora cero en algún momento en el que la mayoría de los catalanes no tenía la sensación de ser otro «país» o, menos aún, otra «nación». Es verdad que, ya desde la Edad Media, la estructura social de «Cataluña» es distinta a la de «Castilla». Pero esa diferencia también afecta a determinados territorios dentro de Cataluña y no digamos también dentro del reino de Aragón, o a los de la inmensa «Castilla» en la que conviven espacios sociales, tradiciones legales, dialectos y muchas otras cosas muy diferentes entre sí. Las lenguas ayudaron mucho a convertir sociedades diversas en un sociedades percibidas como únicas, pero ya hemos visto que las culturas lingüísticas se construyen políticamente y, con ello, la propia percepción de la particularidad de lo propio y de ese nuevo país que vamos a construir.
Creo que ha llegado el momento de romper, de una vez por todas, con el discurso de los «derechos» o «nacionalidades» históricas cuya legitimidad fundamento tiene una raíz esencialmente lingüística, y que hoy es utilizado para asentar privilegios de unos ciudadanos frente a otros. Si el código civil catalán fue una fuente de diferenciación fundamental durante siglos es porque la estructura social de una parte importante de Cataluña -desde luego no de toda- era efectivamente diferente a la de Andalucía o a la de Castilla la Vieja, lo cual explica y legitima la existencia de un sistema jurídico propio. Pero el efecto unificador de la modernidad capitalista no ha pasado en balde, el Estado, el mercado, la sociedad de consumo, las instituciones, los medios de comunicación y muchas otras cosas han venido unificando las condiciones de vida y de trabajo de las personas al sur y al norte del Ebro. Esta uniformización es contradictoria, está plagada de desigualdades y guarda una relación tensa con la diferenciación cultural y las identidades locales, pero deja sin efecto muchas de las razones esencialistas que legitiman la vigencia de los «derechos históricos». Pensar, en los tiempos que corren, que se van a poder afrontar los retos del presente reproduciendo el estatismo del derecho natural es engañarse y engañar a la población. Todo esto no es una uniformización arbitraria, es una forma contemporánea de combinar particularismo y solidaridad, uniformización con diversidad, solidaridad con pluralidad y asimilación colectiva de lo mejor de todas las tradiciones. Si encontramos la fórmula para conseguirlo, habremos dado un paso de gigante hacia la solución de muchos de los problemas que afectan a Europa y al mundo en general. Merece la pena intentarlo, pero desde la simetría.
6.) El sexto principio que yo, en este momento, estoy en condiciones enumerar es el principio de la preservación. Me refiero con «preservar» a una determinada forma de tratar los recursos -naturales y culturales, lingüísticos y arquitectónicos, humanos y sociales, educativos y etnográficos- que rompa con una forma de entender la modernidad basada en la idea de «destrucción creativa», en la liquidación continuada de patrimonio y recursos -tangibles e intangibles- en favor de unas décimas más de crecimiento económico, de unos años más de paz social, de consensos políticos y sociales cada vez más efímeros. Nuestra historia está llena de expulsiones en masa: de musulmanes, de judíos, de afrancesados, de heterodoxos y de republicanos, episodios de liquidaciones del adversario en cuatro guerras civiles en 150 años que han cristalizado en una determinada forma de entender la identidad de España incompatible con cualquier proyecto regenerador y consensuable. Esta plagada de destrucción de paisajes, de tramas urbanas, de costas y de edificios históricos que empezó en los años del desarrollismo pero que continuó después de 1978 hasta hoy. No estamos hablando sólo de crear una nueva convivencia basada en la tolerancia del distinto, en la diversidad y el respeto de las otras personas, culturas e ideas. Estamos hablando, además, de un país en el que también se respeten las «cosas» valiosas que nos pertenecen a todos, incluídos nuestros hijos, pero que no tienen voz. Los recursos que no pueden defenderse de sus destructores -normalmente intereses privados a corto plazo- pero son otro de los sustratos sobre los que se asienta una identidad compartida: son un acerbo colectivo que define la individualidad de un país, de una región o de una ciudad y que, además, representan un océano inmenso de recursos para construir una sociedad, una economía y un proeycto cultural sobre bases sostenibles.
7.) El sexto principio es la necesidad de que el nuevo país se asiente en una cultura democrática avanzada. Esto quiere decir que, más allá de la retórica participativa, del problema del sistema electoral, más allá del intento del independentismo de camuflar su proyecto detrás de un falso problema democrático, hay que reforzar los espacios en los que los ciudadanos están realmente en contacto directo y cotidiano con los problemas que les afectan y las instituciones destinadas a darles una solución. Estos son los municipios: eso, y no otra cosa, es aplicar el principio de subsidiariedad. Hacerlo nos obliga a elevar su autosuficiencia, su dotación presupuestaria, su colaboración mancomunada y su capacidad de generar sistemas productivos a partir de recursos endógenos. Hay que idear mecanismos encaminados a promover dicha participación en el control y la aplicación de los presupuestos, promover la transparencia en su administración: tanto de los recursos públicos muebles -los caudales públicos- como inmuebles -el territorio, los espacios y edificios públicos, los recursos naturales-. Es muy difícil que la regeneración de un país pueda llegar desde arriba en sociedades tan complejas como las nuestras, que llegue al margen de la implicación directa de un número importante de ciudadanos, que llegue sólo de la mano de las élites, bien sean estatales o autonómicas. Esto pasa por que las comunidades autónomas cedan parte de su presupuesto, de sus funcionarios y competencias en beneficio de las corporaciones locales.
8.) El acercamiento de las instituciones al ciudadano tiene que venir acompañado de un rearme del espacio estatal para que pueda hacer de paraguas protector de la vida municipal frente a las grandes fuerzas económicas, financieras y políticas que intentan apropiársela. Solo un estado fuerte puede aplicar políticas redistributivas importantes y enfrentarse a la lógica ultracompetitiva propia del neoliberalismo y a la mercantilización extrema de la vida que este postula. Este rearme no tiene que significar centralización y ni siquiera pasa por mantener la actual concentración de los tres poderes del estado en una sola ciudad. Significa concentración de recursos, sí, pero combinada con una gestión compartida de los mismos a través una nueva cámara territorial, de una nueva forma de intervención de las comunidades autónomas y de las corporaciones locales en las decisiones estatales. La capitalidad oficial tiene que ser necesariamente una, pero la capitalidad real puede ser compartida entre varias ciudades como sucede en Alemania donde la sede del poder judicial está alejada de la del legislativo y el ejecutivo. Esta separación, que puede afectar a muchos otros órganos del Estado, facilitaría la división de poderes, crearía un funcionariado estatal con fuertes convicciones federales, y contribuiría a crear una cultura en la que la puesta en común de recursos no tuviera que quedar asociara a la centralización en el imaginario de la población. Porque, y aunque parezca paradójico sin serlo en absoluto: antes de desarrollar económica, cultural, productiva y lingüísticamente todos los rincones del territorio, antes de descentralizarlo realmente hay que concentrar recursos procedentes todos ellos con el fin de distribuirlos luego en función de los criterios acordados de forma consensudada. Es esta la cuestión y no tanto el dilema «centralización» versus «descentralización» que es el que viene operando desde 1978.
9.) La sociedad del futuro es la sociedad del conocimiento. Es posible aprovechar esta inciativa para adelantarse a ella descentralizando el sistema universitario y de I + D y creando distritos universitarios únicos para proceder después al desarrollo de espacios especializados en determinadas áreas de conocimiento distribuidos entre todos los territorios del país a través de la descentralización de la investigación, la creación de colegios mayores destinados a facilitar la rotación de estudiantes, de profesores y de investigadores. Este sistema de movilidad le transmitiría a la juventud universitaria una idea de país de países y, además permitiría incluir a regiones y ciudades, hoy situadas en la periferia del sistema educativo, científico e informacional, en un sistema integrado de centros especializados de generación y transmisión de conocimientos en el que pudieran cursar estudios no sólo los que han nacido cerca de los grandes centros terciarios, sino sino los mejores, independientemente de su extracción social y, esto es nuevo, independientemente de su lugar de residencia: el territorio debe dejar de ser una fuente de segmentación social. Un sistema así permitiría descentralizar las capacidades de I&D y crear polos de desarrollo en zonas hoy periféricas basados en la expansión del conocimiento, de la excelencia investigadora y de la comunicación entre expertos. Si en la Universidad de Valencia, por ejemplo, existiera una buena tradición de investigación de movimientos sociales se deberían movilizar recursos procedentes del todo el Estado para crear centros de excelencia en la Universidad de Alicante en este área particular de conocimiento, si bien también habría que crear infraestructuras habitacionales y becas para que estudiantes de postgrado de toda España pudieran cursar en ellas los estudios relacionados con esta especialización. Y así área de conocimiento por área de conocimiento siguiendo el ejemplo de algunos centros de investigación del CSIC. También esto exige una concentración de recursos como paso previo a la distribución territorial y la «descentralización» de los mismos.
Hay seguramente otros principios que podrían añadirse a esta lista pero se trata de empezar y algunas de mis propuestas son tal vez excesivamente concretas pero sólo se depuran las ideas poniéndolas en marcha. Propongo crear una red de intercambio de propuestas e ir poniéndolas sobre papel de forma ordenada y sistemática con el fin de crear un corpus coherente que avancen de lo general a lo particular, es decir, que partan de una serie de principios generales que se vayan concretando con propuestas de contenido constitucional, cultural, fiscal, de organización territorial etc, Historiadores, fiscalistas, constitucionalistas, lingüistas, sociólogos, antropólogos, empresarios, sindicalistas…pero también personas con capacidad de extraer de su experiencia personal conclusiones constructivas enmarcables en el proyecto general que estamos proponiendo, son invitados a participar. Iríamos escribiendo y consolidando dichas propuestas, discutiéndolas en coloquios estatales para ir dotándolas de coherencia interna, para ir suavizando los desencuentros más espinosos e ir reafirmando los aspectos más consensuables. El resultado podría ser un documento de 300 páginas, acompañado de un resumen, que podríamos llamar «Una propuesta de país de países» o «Una propuesta federal para España» o algo parecido. Habría que moverlo con el fin de ganar adhesiones y, después, hacer presentaciones en las sedes de los partidos políticos, de los sindicatos, de las organizaciones sociales, en los medios de comunicación. De esta forma podríamos esquivar el bloqueo que, por diferentes razones, hoy sufren muchas de estas insituciones para abordar un debate tan urgente como el que estamos proponiendo aquí empujándoles a coger el toro por los cuernos como es su obligación. La sociedad civil pedirá la palabra y eso facilitará el desbloqueo.
Nota del autor. Me gustaría conocer vuestra opinión sobre todo esto así como vuestras propuestas de principios generales. Sólo tenéis que mandarme vuestro texto a [email protected].
Fuente: El Viejo Topo, n.º 365, junio de 2018, pp. 10-17.