En los previos de los sanfermines de este año, «estalló», no sólo la fiesta, sino la polémica entre una pancarta y el Arzobispo de Pamplona, monseñor Sebastián, de profesión sus «cartas desde la fe» y «desagravios contra la blasfemia». Recordemos. Una de las peñas sanfermineras, la Muthiko Alaiak, tuvo la feliz osadía de insertar a […]
En los previos de los sanfermines de este año, «estalló», no sólo la fiesta, sino la polémica entre una pancarta y el Arzobispo de Pamplona, monseñor Sebastián, de profesión sus «cartas desde la fe» y «desagravios contra la blasfemia». Recordemos. Una de las peñas sanfermineras, la Muthiko Alaiak, tuvo la feliz osadía de insertar a su eminencia teológica en su pancarta. En ella, aparecía su oronda ilustrísima armada con un crucifijo, desde cuya atalaya su inquilino saludaba al modo fascista. La gris eminencia saltó por donde suele, expresando su mal genio natural y diciendo que aquel cromo era «una profanación del Redentor de la Humanidad, y hiere profundamente los sentimientos religiosos de los muchos miles de cristianos que hay en Navarra». (Una pena que no aprovechara la anécdota para condenar el fascismo sanguinario del 36, que tanto hirió, y sigue hiriendo, los sentimientos y las vidas de tantos navarros).
No discutiré el alcance cósmico que otorga el teólogo Sebastián a esencia tan evanescente como es la Humanidad -si también afectó a los pigmeos y a los jíbaros jurithus del Amazonas-, y a la que Jesucristo redimió toda entera. (¿De dónde obtendrán los obispos este tipo de información? ¡Qué envidia dan!). Menos todavía minusvaloraré su solidaridad con los navarros molestos por semejante ofensa, «de una gravedad del todo intolerable», según su verbo. Al fin y al cabo, el obispo de Tudela siempre protestó contra las «ofensas» infligidas a cualquier religión. ¿O no recuerdan su condena cuando los integristas islámicos declararon la fetua contra Salman Rusdhie y, posteriormente, su enérgica repulsa contra quienes caricaturizaron al profeta moro? ¿Que no? Yo, tampoco.
A posteriori, la Federación de Peñas se disculpó, aclarando que no pretendía profanar la figura de Jesucristo, sino criticar unas desafortunadas declaraciones de Sebastián en las que juzgaba «dignos de de consideración y apoyo a partidos de la extrema derecha». (Suerte la del obispo, porque a otras personas, por sostener ideas menos anticonstitucionalistas, se les ha aplicado el Código Penal).
E s Jesucristo fascista? En modo alguno. Como tampoco es marxista-leninista, neoconhostias, ecologista, trotskysta, socialista, deconstruccionista y antinuclear. Y, menos aún, teólogo; ni de la liberalización ni de la teología que pueda representar Sebastián.
¿Y su ilustrísima? ¿Es fascista? No. Solamente lo es en el sentido etimológico del término: usar faja para aguantar sus bien ganados emolumentos del abdomen. Pero no, Sebastián no es ideológicamente fascista, aunque declare que son de suma dignidad aquellos partidos que sí lo son. Teológicamente, no sé a qué escuela integrista adscribirlo. Sólo sé que de la teología que firmaba en «Iglesia viva», curiosamente con Setién, a la de hoy va un abismo.
Pero el problema no radica en dilucidar si Jesús es o fue fascista, nihilista o agnóstico, homosexual o paralelepípedo. Porque lo que late en la crítica humorística de la peña es la ominosa instrumentalización que la Iglesia Católica hace de la figura de Jesús, no sólo en la actualidad, sino desde siempre. Si algo caracteriza a esta lagarta institución es su camaleónica capacidad para ordeñar el monopolio de Jesucristo en función de unos intereses.
Tanto ideológica como políticamente la figura de Jesucristo ha servido para justificar todo tipo de desvaríos y barbaries de la Jerarquía. Su historia es pródiga en este tipo de cambalaches, que han producido tantas muertes o más que los holocaustos conocidos en el siglo XX. Su eslogan medieval «Muerte al infiel, porque Dios lo quiere», ha sido su habitual grito de guerra. Y ojo, porque lo que Dios ha querido siempre lo ha sabido la Iglesia. ¡Qué perspicacia la suya!
En esta ocasión, me detendré en uno de esos momentos culminantes en el que la Iglesia Jerárquica no tuvo escrúpulos en chulear a Jesucristo, a Dios y la religión, al servicio del fascismo español. El instante en que, gracias a la teología, los obispos convirtieron a Cristo en abanderado fascista, falangista y requeté.
Me estoy refiriendo al momento de la publicación de la «Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España», publicada en Pamplona por Gráficas Bescansa, el día 9 de julio de 1937, exactamente hace setenta años.
El inspirador y redactor de este documento, permanente testimonio del contubernio entre jerarquía y fascismo español, fue el cardenal Isidro Gomá y Tomás, quien, por causas peripatéticas que no describiré aquí, siguió toda la guerra desde Iruñea, acogido por el obispo de esta ciudad, Marcelino Olaechea. Ya es archisabido que dicho texto concitó la adhesión y la firma de toda la obispada española, con algunas excepciones.
Las más llamativas fueron las de Vidal y Barraquer y Múgica Urrestarazu. Este contestó a Gomá que «estando fuera de su diócesis, no le parecía oportuno firmar». Pero, sobre todo, porque «no podía avalar con su firma un documento que exaltaba a los nacionales, responsables del asesinato de 14 sacerdotes vascos acusados de separatismo». (Por cierto: ¿para cuándo su beatificación? El PP aducirá que eso sólo serviría para revolver. En cambio, que la Iglesia santifique a los otros sacerdotes, asesinados por los rojos, le parece justo y necesario).
El estupro de la figura de Jesucristo llevado a cabo por dicho documento es de una obscenidad repugnante. La justificación del golpe militar contra el gobierno legítimo y democrático de la República se hará invocando el nombre de la Religión y de los «intereses de Nuestro Señor Jesucristo que no podíamos dejar abandonados». (Sería profiláctico que los obispos nos dijeran cómo hacen para conocer de forma tan exacta cuáles son los «intereses de Jesucristo», los cuales, qué casualidad, siempre coinciden con los intereses de la Jerarquía).
Ciertamente, se necesita estar inspirado por la tráquea del Espíritu Santo para sostener que la guerra no nació de un golpe de Estado fracasado, sino que fue una santa Cruzada «contra el comunismo ateo y en defensa de la civilización cristiana». De la noche a la mañana, los obispos convirtieron a los golpistas en un regalo de la Providencia. No extrañará que los fascistas agradecieran a la Iglesia este gesto con todo tipo de prebendas y concordatos, considerándola, ahí es nada, como «sociedad perfecta».
La artera disposición de la Jerarquía Católica para convertir al Nazareno en prolongación natural de sus intereses fue de tal desvergüenza que, leyendo dicho documento, parece que Jesucristo hubiera sido fascista y requeté toda la vida.
Llegados hasta aquí cabe apuntar que la instrumentalización de Jesucristo y de la religión no tiene remedio. Ningún creyente se ve libre de ella. Si no existiera la religión, no habría posibilidad de instrumentalización alguna. Pero, ¿quién es quién para decirle a nadie que renuncie a sus personales e intransferibles miedos y servidumbres, sean de corte inmanente o transcendental?
Solamente lo hacen tipos como Sebastián que siguen manteniendo que sin la religión, la que él profesa, el orden moral de la sociedad se iría a pique y los hombres se convertirían en monstruos. Esperemos, por tanto, que Sebastián y los suyos jamás pierdan la fe