El autor de los más hermosos, perfectos sonetos de amor que he leído en la lengua, sonetos, odas, elegías, églogas, nanas, canciones, autos sacramentales y otras obras difíciles de clasificar en géneros, el poeta y combatiente español Miguel Hernández, tuvo probablemente aventuras pero un solo amor que lo sobrepasó y lo sobrevivió, y al que […]
El autor de los más hermosos, perfectos sonetos de amor que he leído en la lengua, sonetos, odas, elegías, églogas, nanas, canciones, autos sacramentales y otras obras difíciles de clasificar en géneros, el poeta y combatiente español Miguel Hernández, tuvo probablemente aventuras pero un solo amor que lo sobrepasó y lo sobrevivió, y al que él en sus poemas (justo es decirlo, a pesar del cliché) sencillamente inmortalizó. Acaso por la política y por el amor (que fueron siempre juntos), llegamos a esas grandes piezas: a la erótica «Por tu pie, la blancura más bailable,/donde cesa en diez partes tu hermosura…», a la melancólica «Yo te agradezco la intención, hermana,/la buena voluntad con que me asiste/tu alegría ejemplar; pero, desiste/por Dios: hoy no me abras la ventana», y también a la provocativa «Te me mueres de casta y de sencilla», a la insinuante «Me tiraste un limón, y tan amargo,…», a su «Rosario, dinamitera» (la de la «mano bonita»), y también al fraternal «Me llamo barro aunque Miguel me llame…», y también, y también… Fui tras su huella en los enriquecedores setenta, guiado por el sabio y afectuoso paso de Héctor Yánover, y en el primer viaje que hice por su región no pude dar con Josefina, pero sí con los solares de Miguel: Orihuela, el campo alicantino, la vega valenciana, el cementerio donde yace su amigo recién salido de la adolescencia, Ramón Sijé, «con quien tanto quería» («Yo quiero ser llorando el hortelano/de la tierra que ocupas y estercolas/compañero del alma tan temprano»). Muerto, Miguel, cuando iba a tener sólo 32 años, parece increíble que haya dejado una obra así de inmensa, de profunda, de innovadora y de durable. Hay pocos casos contemporáneos de tan singular precocidad como la suya: el de Arthur Rimbaud, antes, y en América latina el del peruano Javier Heraud, quien, además, dijo que iba a ser el Rimbaud de la poesía peruana y, creo, lo cumplió.
Josefina Manresa nació el 2 de enero de 1916 en Quesada, provincia de Jaén. Con su padre, guardia civil, se traslada a Orihuela; allí conoce a Miguel Hernández, con quien contraerá matrimonio civil el 9 de marzo de 1937, en plena guerra, trasladándose un tiempo al frente de Jaén, donde Miguel fue destinado como comisario de cultura. Desde entonces, Josefina inspiró buena parte de sus poemas amorosos, los que figuran, la mayoría, en el libro El rayo que no cesa, uno de los más bellos de la lírica española. En diciembre de 1937 nace su primer hijo, Manuel Ramón, que murió al año. En 1939 nace el segundo, Manuel Miguel. Tras la muerte de Miguel Hernández en la prisión franquista, Josefina dedicó toda su vida a velar por el recuerdo y la difusión de la obra de su esposo. Condecorada con la Banda de Isabel la Católica, apenas salía de su casa en los últimos años y no pudo acudir al acto de presentación del póstumo libro, 27 sonetos inéditos de Miguel Hernández, propiciado por la Diputación de Alicante.
Ese amor fue signado por la ausencia. Una relación vastamente epistolar, que comienza con la carta-poema que Miguel escribe en diciembre de 1934 encabezada con un «Para ti», y finaliza con una nota escrita en un trozo de papel sin fecha, poco antes del fallecimiento en la cárcel de Alicante. La primera se inunda de ternura; la última está disminuida por reproches. Los versos «tienen un carácter sentimental más que apasionado», declara Francisco Esteve, presidente de la Asociación de Amigos de Miguel Hernández. «Josefina era una persona sencilla, de tradición católica y muy clásica», añade. Puede que representara el amor convencional, aunque su relación fue «por desgracia, tormentosa, llena de dolor»; la Guerra Civil tuvo mucho que ver con ello. Sin embargo, «fue una satisfacción para su obra literaria. Un volcán amoroso que explota en su poesía y en su epistolario».
Se trata, quizás, de una lectura un tanto directa, derivada de hechos supuestos, demasiado conforme al contexto y a la tradición. Es cierto que hay testimonios de ella que son más generosos, como los aparecidos en Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández (1980): «Quesada fue la tierra que me vio nacer, y de Jaén, andaluza, me consideré siempre, durante toda mi vida./…/ En el año 1927 nos trasladamos a Orihuela, donde nacieron el resto de mis hermanas y hermanos/…/ entré en un taller para aprender a coser en la misma calle donde nació Miguel. Ahí conocí a Carmen ‘La Calabacica’ y me dijo quién era ese Miguel de quien leí la entrevista que le hicieron en el periódico Estampa, de cuando su primer viaje a Madrid; vi su primer libro, Perito en Lunas, expuesto en el escaparate de la tienda de su amigo Sijé y un día de feria se me acercó, aunque yo le despedí porque era lo que se solía hacer en aquella época cuando un chico se te acercaba y no te lo habían presentado formalmente./…/ a la vista de vuestros ojos puede parecer de una beatitud exagerada, tiene su explicación en el ambiente que se vivía en Orihuela por aquel entonces; había procesión casi todos los domingos y la gente era muy religiosa y muy mirada para según qué cosas. Dos años más tarde, me puse a coser en un taller de la calle Mayor y, aunque me pagaban mejor, trabajábamos mucho. Fue aquí donde Miguel empezó a pretenderme. Aún puedo oír sus pasos resonando por la calle antes de asomarse y mirar dentro del taller. Muchas veces me preguntó mi nombre y muchas veces se lo negué, hasta que un día me entregó un papel doblado en dos/…/ y tenían la poesía «Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo». Recuerdo una noche que salimos una amiga y yo a pasear. Todavía era verano y acababan de regar las calles. Había un charco y Miguel y un amigo venían por la misma calle de frente. Se pararon junto a nosotras y mirándome fijamente me dijo: «¿Quiere usted una barca para cruzar?» A mí me hizo gracia, me reí y desde entonces estuvo conmigo, en mi vida, en mi corazón, para siempre./…/ Poco importa todas las veces que se ausentara, en sus viajes a Madrid, a Moscú, en las misiones pedagógicas, durante la Guerra… siempre regresaba a su hogar, a lo que él había construido como su hogar. Le gustaba marchar al campo y escribir allí sus poesías, volvía como cambiado, con una expresión angelical».
Corría otro tiempo y, con él, el levantamiento franquista, la guerra, el Quinto Regimiento, las balas a orillas del Jarama, en Guadalajara, Pozoblanco, Extremadura, la persecución, la delación, la prisión: «Le visitábamos mi hijo y yo siempre que podíamos, incluso cuando más enfermo estaba. No puedo describir la desolación que sentí la mañana del día 28 de marzo de 1942 cuando llegué a entregarle el caldo que le llevaba a primera hora y me lo rechazaron. Ese día se acabaron las visitas. ¡Qué vacío tan grande dejó su muerte! Sin embargo, aprendí a revivirle en sus textos, en sus recuerdos./…/ En un baúl que heredé de mi madre, donde se guardaba la ropa de cama, intenté mantener al principio los manuscritos que me entregaron algunos compañeros de la cárcel, el retrato que le hizo Antonio Buero Vallejo cuando fueron compañeros de penurias en la cárcel, las cartas que me escribió, otros documentos que me entregó su padre, otros que le pedí a su hermana, los que él había dejado…, pero los registros eran continuos y no quería que los destruyeran./…/ Volvían a salir a otro lugar durante un tiempo para que no pudieran encontrarlos. Incluso llegaron a estar enterrados dentro de un saco en el patio de mi casa./…/ Recuerdo que cuando Miguel aún pensaba en salir de la cárcel me decía que guardase alguno de los manuscritos de los libros que él más quería: Josefina, cuida de esto, que algún día puede ser el pan de nuestros hijos».
Mario Goloboff: Escritor, docente universitario.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-246755-2014-05-22.html