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Josep Fontana y la historia española

Fuentes: La Vanguardia

Perplejo ante el inacabable forcejeo de mis compatriotas catalanes a propósito de sus ensoñaciones recientes, se me ocurre que una de las deficiencias de nuestra vida civil y cultural radica en la dificultad para producir balances razonables de los resultados de mayor calado en ciencias sociales. En este punto, la evaluación de la aportación del […]

Perplejo ante el inacabable forcejeo de mis compatriotas catalanes a propósito de sus ensoñaciones recientes, se me ocurre que una de las deficiencias de nuestra vida civil y cultural radica en la dificultad para producir balances razonables de los resultados de mayor calado en ciencias sociales. En este punto, la evaluación de la aportación del recién fallecido Josep Fontana a la historia de España me parece una ocasión oportuna para tratar de analizarla. Con una aclaración importante, me limitaré con preferencia a sus aportaciones a la historia española entre los años 1970-1980, aquellas que para mí siguen siendo las de mayor importancia.  

En este sentido, su primer gran libro, La quiebra del la Monarquía absoluta(1814-1820). La crisis del antiguo régimen en España (1971) y los tres trabajos monográficos de historia de la hacienda estatal hasta 1845, que publicó el Instituto de Estudios Fiscales dirigido entonces por Enrique Fuentes Quintana, constituyen el conjunto al que es necesario referirse. Contra la interpretación del perfil del historiador catalán como de un aguerrido debelador de reaccionarios y eclesiásticos, el lector interesado encontrará en este corpus de alto nivel una apreciación muy ecuánime de los grandes hacendistas de la época, fuesen ministros de Fernando VII, de María Cristina o Isabel II. Es el tratamiento que se concede, por ejemplo, a Luís López Ballesteros (1782-1853) y José López Juana Pinillas (1774-1846), gentes de orden donde las haya. La razón hay que buscarla, a mi parecer, en el alcance del modelo propuesto, que siempre más allá de los detalles y las anécdotas fáciles que le gustaba anotar. El esfuerzo por reconstruir un marco interpretativo razonable y sobre materiales tan poco estudiados hasta entonces tiene pocos equivalentes. La caída de las remesas de metales preciosos americanos y la invasión napoleónica colocaron al Estado contra las cuerdas, en una bancarrota persistente hasta mediados del siglo XIX cuando los primer liberalismo encarriló la fiscalidad, tanto ingresos (y deuda) como gastos, por otros derroteros, siguiendo pautas trazadas en momentos anteriores (no restitución de mayorazgos, impago del diezmo, proteccionismo arancelario) por aquellos ministros de un monarca absoluto y mezquino. Ante la caída irreparable de las remesas americanas y el coste astronómico de la financiación de la guerra contra los franceses y el enemigo interior -el protocarlismo que toma forma en 1822 y 1827, para lanzarse después a una guerra civil de seis años en 1833- poco podían hacer los hacendistas del absolutismo y del primer liberalismo para equilibrar las finanzas estatales, por más empeño que pusiesen en la empresa.

La relevancia de la reconstrucción de Fontana no termina ahí. Termina en un lugar del todo inesperado para la interpretación hasta entonces aceptada de lo que fue la historia española. Si aceptamos que la caída del antiguo régimen no se debió principalmente a las conspiraciones liberales, entenderemos que el cambio de modelo social y de forma de Estado se relaciona con un conjunto de causas entrelazadas que deben ser exploradas una por una y en su interrelación. En esta empresa seguimos las generaciones de investigadores que se formaron en el tardofranquismo y la transición. No es difícil de comprender. El modelo que Fontana puso sobre la mesa tenía derivaciones hacia el siglo XVIII y hacia el imperio americano, explorando relaciones imposibles de encontrar en el anémico ‘americanismo’ oficial pero encontrando un eco mucho mayor en las historiografías latinoamericanas emergentes. Un gran libro de Carlos Marichal Salinas sobre la minería y hacienda de Nueva España (México) como gran productora de metales hasta los últimos momentos del imperio da fe de ello. Igualmente, recuerdo bien una reunión seminal en Puerto Santa María en diciembre de 1985 sobre las llamadas reformas borbónicas, auspiciada por Fontana y Bernal, cuya inspiración es todavía notoria a ambos lados del Atlántico. Las implicaciones de futuro del modelo fontaniano de transición del antiguo régimen al nuevo orden eran también notorias. En breve: si la hacienda central tuvo que desplazar sus esfuerzos hacia el espacio interior a falta de otro, es claro entonces que, en un país de mayoría de pequeños y medianos campesinos, el peso de la fiscalidad se desplazó hacia los bolsillos de aquellos grupos sociales. Por este camino se indujo de forma sistemática y persistente al abandono de las obligaciones con señores e Iglesia y favoreció la proyección de la propiedad rural hacia el mercado, hacia la expansión de la Castilla del cereal y hacia una superior comercialización de las explotaciones en otros lugares. Este mercado interior era, huelga añadir, por el que transitaban a lomo de mula y en ferrocarril los abnegados viajantes catalanes que recorrían pueblos y ciudades para vender las manufacturas de su país.

En este punto conviene recalcar la aportación quizás más relevante del trabajo investigador de Fontana. Si el antiguo régimen y el estado absolutista se hundieron sin remisión entre 1808 y 1835, la falacia de pensar a España como una anomalía en Europa, acariciada durante tanto tiempo dentro y fuera del país, no tenía razón de ser, era preciso situar las cosas en otra dirección. El debate se desplazaba hacia las formas y los resultados de la revolución liberal y del liberalismo resultante, hasta las dos dictaduras del siglo XX, ambas muy del Dark Continent (1998) que el historiador estadounidense Mark Mazower describió con tanta clarividencia. La idea de una exasperante anomalía lineal se desvaneció para siempre en la mejor historiografía española. Esto no tiene nada que ver, por supuesto, con que se investiguen los perfiles y la profundidad, los logros y las insuficiencias, la miseria y violencia, que fueron la sustancia de aquella transformación. En este punto, la aportación de Fontana dejó de ser de la relevancia que había sido antes. Formado en una tradición intelectual con nombres de la relevancia de Eric Hobsbawm y Pierre Vilar, la trayectoria posterior del Estado y la sociedad liberal, el proyecto nacional español y sus réplicas complementarias o alternativas, no le interesaron lo suficiente para aceptar fácilmente el reto de medir y analizar su transformación a largo plazo, al margen del momento revolucionario fundador. Una grave deficiencia de observación puesto que fue en el interior de aquel mundo donde se afirmó con lentitud la conciencia cívica y la idea de ciudadanía, restringida en su base al principio y por razones de sexo, que constituyó el legado mayor y más duradero de la revolución liberal. Si Fontana habló de ello fue siempre en términos de retroceso. No obstante, en el marco de la pugna de proyectos y práctica social en un mundo escindido, la construcción del orden liberal y la diversidad fascinante de trayectorias regionales, esto es, la materia con que se construyó la sociedad española contemporánea, proporcionan al historiador motivos de sobra para ejercer su oficio de medir, analizar y comprender lo sucedido, con sus luces y sombras. El recalentamiento catalán de la última década agravó, a mi parecer, la posibilidad de que Fontana volviese sobre la historia española como lo que fue y no como lo que pudo haber sido, una forma estéril de contemplar el pasado.

Ni el incienso ni la crítica fútil sirven para apreciar una aportación tan vasta. El legado de Josep Fontana no podrá ser obviado ni por los que se apresuran a proclamar a velocidad de vértigo la inutilidad de la obra de los que leyeron a Marx de jóvenes, ni por aquellos otros que buscan resarcir en el pasado las frustraciones del presente. La crítica intelectual es otra cosa.  

Fuente: La Vanguardia. Cultura/s, n.º 7833, 8 de junio de 2019, pp. 22-23.