Concienzudo biógrafo, Richard Ellmann dedicó muchos años de su vida a documentar la vida de James Joyce en Dublín, Trieste, París y Zúrich, y nos dejó muchas páginas de la relación del autor del Ulises con Pound, Shaw, Hemingway, Yeats, Eliot, Woolf, Proust y Scott Fitzgerald, entre otros. Conocemos los menores movimientos de […]
Concienzudo biógrafo, Richard Ellmann dedicó muchos años de su vida a documentar la vida de James Joyce en Dublín, Trieste, París y Zúrich, y nos dejó muchas páginas de la relación del autor del Ulises con Pound, Shaw, Hemingway, Yeats, Eliot, Woolf, Proust y Scott Fitzgerald, entre otros. Conocemos los menores movimientos de Joyce, sus temores, su desesperada búsqueda de reconocimiento, su afanosa demanda de la libertad artística, de la patria imaginaria de quienes sitúan la literatura por encima de la vida, como hizo el autor del Ulises. Complicado asunto, sobre todo si se recuerda que el propio Joyce, tal vez con coquetería, llegó a decir que en el Ulises no había ninguna línea escrita con seriedad, tal vez recordando a Shandy.
Hay muchas escenas memorables en la vida de Joyce, según nos cuenta Ellmann, sobre todo cuando recordamos lo que aquél nos ha dejado, y procuramos olvidar sus días tristes, que fueron muchos. Señalaré una de esas escenas, algo arbitraria, como tantas cosas de Joyce, rememorada por el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, que nos da cuenta de las diferentes versiones del encuentro: al parecer, Joyce y Marcel Proust se encontraron una sola vez en su vida . La versión que más me gusta afirma que el banquero Edmond de Rothschild quería gozar de la conversación de los dos grandes escritores, y, así, a iniciativa de ese barón Rothschild, Proust y Joyce fueron convocados a comer en el hotel Ritz de París, allí al lado de donde los comuneros habían derribado la estatua de julio. Por lo visto, el encuentro no dio mucho de sí: se redujo a una pregunta de Proust sobre las trufas del banquete («¿le gustan a usted?», le diría a Joyce) y una cortés negación del irlandés. Hay otras versiones del encuentro, cuatro o cinco, recogidas por Ellman, que sitúan el encuentro en el hotel Majestic y no en el Ritz, y, también, alguna que nos muestra a Joyce borracho. No importa mucho, aunque sepamos que Joyce tenía un serio problema con el alcohol. En esa escena del Majestic está recogida su contradicción esencial: el autor del Ulises buscaba el reconocimiento, jugaba con la inmortalidad (¡escribía a sus amigos hablando del asunto!), quería verse reflejado en sus pares, pero apenas se encontraba a sí mismo, porque se reconocía en la oscuridad, en la soledad, y, en cambio, en los salones del mundo, sólo podía mostrar una máscara, una coraza como la que armó en su novela, para ocultarse mostrándose.
Nuestro autor ni siquiera numeró los capítulos de su más célebre novela, aunque nosotros los encontremos hoy debidamente ordenados y comentados en secuencias, siguiendo los pasos (apenas guiños) de la Odisea, en otra de sus bromas, por mucho que se empeñara en jugar con misterios, hasta el punto de que el esquema interpretativo que Joyce escribió para sus amigos (lleno de rasgos absurdos, como ese «pene en el baño», un símbolo que se supone relevante para el quinto capítulo de la novela) se hizo público casi cuarenta años después de la aparición de la novela, cuando el escritor ya había muerto, y sabemos que apenas aporta nada a la comprensión del Ulises.
De los casi sesenta años que vivió, Joyce escasamente pasó doce en Irlanda, esa Irlanda católica y madrastra que ahogaba a sus hijos. Su vida transcurrió en ciudades distintas, vagabundo como Leopold Bloom, jugando con idiomas y palabras, canciones y sonidos, enseñando a otros en oscuras academias, pasando aprietos, exiliado; viendo de lejos las obsesiones de quienes, como W. B. Yeats, querían recuperar supuestas almas de la nación irlandesa, observando con escepticismo los desvelos de quienes dedicaban su vida a la absurda misión de la exaltación de Irlanda, empeñados en realzar las glorias de todo lo irlandés. Ya se sabe que el mundo está lleno de patriotas. Pero, a despecho de nacionalistas, Joyce se marchó pronto de su pequeño país. Primero, a Zúrich; después, a Trieste; finalmente, a París. En Trieste quedó una parte de su vida que ahora es recordada con interés, a veces mercantil.
Trieste es una ciudad híbrida, mestiza. En ella se hablan dos idiomas, y sigue siendo un puerto de salida del imperio austrohúngaro, aunque ese imperio desapareciese tras la Primera Guerra Mundial. Trieste es, también, al menos en parte, la ciudad de Rilke, de Winckelmann, y, claro, de Italo Svevo (aquel Ettore Schmitz que había publicado un par de novelas, Una vida y Senectud, que pasaron desapercibidas, y a quien Joyce, su profesor de inglés, elogió, gesto que estimuló a Schmitz para volver al ejercicio de la literatura, dejándonos La conciencia de Zeno), y de Umberto Poli, a quien el siglo XX conocería como Umberto Saba. A Trieste llegó Winkelmann (que había nacido en Stendhal, el pueblecito alemán cuyo nombre tomó Henri Beyle dispuesto a entrar con él en la historia de la literatura) para morir, aunque no lo sabía. Winckelmann fue asesinado, en 1768, por un individuo llamado Arcangeli, en una posada de Trieste. Goethe nos cuenta que, en 1786, recorrió Roma con la Historia del arte de Winckelmann en las manos, treinta y un años después de que lo hiciera el historiador, y evoca su muerte al consignar los asesinatos que ocurren en el barrio donde se hospeda. Trieste es una ciudad mediterránea, racional, provinciana, y algo triste. En esa triste Trieste se instala Joyce, casi por casualidad.
Como si fuera una maldición, Joyce vive durante años en esa ciudad, Trieste, que hoy está llena de calles con nombres de patriotas triestinos (que ya es ser patriota): casi huyendo de los nacionalistas irlandeses, se topa con los adriáticos. A Trieste llega con su mujer, Nora Barnacle, con quien viviría toda su vida. Una Nora, mujer limitada y sencilla, que no comprendía la obsesión de su marido por esa entelequia que es la literatura, y cuyas páginas ni siquiera intentó leer. En Trieste, Joyce no consiguió tener nunca una posición desahogada, aunque pudo ir comiendo, y, al menos, puso distancia del catolicismo y del nacionalismo irlandés que todo lo contaminaba (aunque no por ello Joyce dejó de apoyar al Sinn Fein en algunas ocasiones), y se alejó del viejo Dublín donde, como dice Ignatius Gallaher en Dublineses, «nadie sabe nada de nada», seguramente para entender mejor la ciudad, porque si bien Joyce rehuía el nacionalismo, Dublín fue el centro de su vida, la obsesión de sus páginas, el centro de sus palabras, el objeto con que deformar el mundo para dotarle de un nuevo sentido y una mirada distinta. Casi podemos decir que Dublín existe por Joyce.
De hecho, Joyce fue primero a Zúrich, en septiembre de 1904, donde pensaba trabajar en una academia de idiomas; después, a Pola (una ciudad que tiene la costumbre de cambiar de país: cuando Joyce llegó a ella, era una localidad del imperio austrohúngaro, que después se hizo italiana, más tarde yugoslava, y, en nuestros días, eslovena: hasta nueva orden), y, al fin, a Trieste. Vive en Trieste desde 1905 hasta 1915, y allí nacen sus hijos, Giorgio y Lucia, con quienes hablará siempre en italiano, y después se instala en Zúrich (donde conoce a Lenin, siempre los bolcheviques en medio de todo), durante los años de la gran guerra. En 1914, Joyce había publicado Dublineses, su tercer libro, y empieza a ser conocido, con reparos, y, además, entra en su vida Ezra Pound, que le brindará un estímulo importante para seguir escribiendo, al igual que hizo Harriet Shaw Weaver, una mujer que siempre lo ayudó. Tras la catástrofe de la guerra, Joyce vuelve a Trieste en 1919, pero la ciudad ya no es el principal puerto del Imperio austrohúngaro, sino una ciudad italiana, que el escritor abandona de nuevo en 1920, para no volver. Se instala entonces en París (con algún paréntesis, como su estancia en Londres en 1922), y allí vivió hasta la llegada de los nazis. Quien desdeñaba la política, como Joyce, se vio obligado a huir por ella. En ese 1922 se publica el Ulises, no sin dificultades, como se sabe: incluso Virginia Woolf se negó a participar en la edición y la impresión del libro; aunque finalmente Sylvia Beach se hizo cargo de la publicación.
Así que, no es extraño que, mientras yo buscaba el rastro de Joyce en Trieste, callejeando bajo la lluvia, recordase su domicilio de París. Estaba en el número 71 de Cardenal Lemoine, muy cerca de donde vivió Hemingway. Allí, cerca de la plaza Contrescarpe, se inicia un callejón, casi siempre cerrado con una reja que hace la función de puerta. Dentro del callejón, se ve un largo muro de piedra, a la izquierda. Cuando termina, se abre una explanada recoleta que cuenta con edificios de distintas alturas. Las casas tienen una letra para que puedan diferenciarse entre sí, y hay un grupo de árboles en el centro. Nada recuerda a Joyce. Pero volvamos a Trieste, para encontrarnos con él. (Los aficionados a la precisión biográfica pueden seguir el itinerario de las casas donde vivió Joyce en la ciudad italiana, censo que elaboró la Università degli Studi di Trieste, a saber: primero, Joyce vive en la Piazza Ponterosso, 3, tercer piso, en marzo de 1905; después, en via San Nicolò 30, segundo piso, entre mayo de 1905 y febrero de 1906; luego, en Via Giovanni Boccaccio 1, segundo piso, desde febrero a julio de 1906; (en ese momento, se marchó a Roma, donde vivió desde julio de 1906 hasta febrero del año siguiente); más tarde, en Via San Nicolò 32, tercer piso, entre marzo y noviembre de 1907; aún, en Via Santa Caterina 1, primer piso, desde diciembre de 1907 hasta abril de 1909; y en Via Vincenzo Scussa 8, primer piso, entre marzo de 1909 y agosto de 1910; Via Barriera Vecchia 32, tercer piso, donde vive desde agosto de 1910 a septiembre de 1912; Via Donato Bramante 4, segundo piso, entre septiembre de 1912 y junio de 1915; y, finalmente, en Via della Sanità, 2, tercer piso, entre octubre de 1919 y junio de 1920). Todo está documentado.
Fui primero a ver la calle Armando Díaz, tal vez porque fue su última morada en Trieste. En la Via Armando Díaz, que antes se llamaba Sanità, vivió en el número 2, en el tercer piso, como un oscuro escritor irlandés, que mantenía a su familia con clases de idiomas. El de Armando Díaz, o Sanità, es un gran edificio, oscuro, con una enorme puerta de entrada y tres balcones encima, uno en cada piso, excepto en el último. Todos los balcones tienen un mástil, y el edificio parece casi abandonado, o apenas con algunas oficinas enmohecidas, sumergidas en la penumbra y el polvo. Aquí, Joyce compuso los capítulos XIII y XIV del Ulises. ¿Qué dicen esos capítulos? El primero, XIII, transcurre entre las ocho y las nueve de la tarde, cuando anochece en Dublín, habla de una jovencita y, además, seguimos los pensamientos de Leopold Bloom. El segundo, XIV, transcurre entre las diez y las once de la noche en la Maternidad, a donde Bloom llega para ver a una parturienta. Puntilloso en los detalles, Joyce contrajo esa manía de documentar los hechos más nimios, que es antigua. Por eso, era capaz de iniciar una correspondencia agotadora para enterarse del color que tenía una puerta de Dublín, o sobre la existencia de una enredadera, o la situación de unos escalones, o cualquier chisme sobre la Maternidad, en ese día de 1904 en que el escritor nos muestra a sus personajes.
Joyce, jugando con el tiempo vital y literario, mezclando todo lo que quiso, recurriendo al cajón de sastre de la memoria caótica y sentimental, construye esa novela que casi estaba terminando en la calle de la Sanità (el Ulises tiene dieciocho capítulos, aunque, como se ha dicho, Joyce no los numeró cuando se publicó el texto), y que iba a publicarse en 1922, en plena resaca de la gran guerra, cuando Joyce vivía ya en París y empezaban a mostrarse los camorristas del fascio y hasta los nazis. Después, siguió viviendo en París, y cuando su hija Lucia ingresó en un manicomio después de la ocupación nazi de la capital francesa, sonó el momento del exilio final: sería en Zúrich, donde Joyce murió en enero de 1941. Su hija Lucia, que había nacido en un pabellón de pobres en un hospital triestino, morirá muchos años después, en 1982. En esos años veinte, Trieste ya quedaba lejos para Joyce, pero buena parte de la novela la escribió allí.
Para ir a la calle Bramante, donde también vivió, subí por la Via San Michele, que antes se llamaba Felice Venezian. La calle que asciende trabajosamente hacia la parte alta de la ciudad es una vía muy inclinada, fea, oscura, casi sin comercios, apenas con algún negocio de anticuarios, y con los edificios desconchados y sin pintar, igual que debían estar hace un siglo, cuando Joyce la recorría. En el número 4 de Donato Bramante, Joyce vivió durante más tiempo que en ningún otro lugar de Trieste: aquí residió entre 1912 y 1915. Mientras vivía en ese apartamento, publicó Gente de Dublín, terminó Dedalus, escribió el drama Esuli, y empezó a escribir el Ulises. La casa tiene una entrada convencional, con unas baldosas en el zaguán que componen un ajedrezado oblicuo, y una modesta escalera. Al lado de la entrada, han puesto un bar que se anuncia como buffet y al que han bautizado como A la scaletta Joyce. El espíritu mercantil lo devora todo.
Bramante es una calle concurrida, con tráfico, y, encima del restaurante, vi en una placa una leyenda que recoge una nota escrita por Joyce el 16 de junio de 1915: «He escrito alguna cosa. El primer episodio de mi nueva novela Ulises está escrito.» Para ello, reciclaría algunos materiales, mientras seguía pensando en Dublín. Stephen Dedalus, que aparece en el Retrato del artista joven (o adolescente, como quiso Dámaso Alonso) y en Ulises, es un reflejo distorsionado del propio Joyce, que nos muestra en ese armazón desgarrado de su mayor novela la oscura ciudad irlandesa («Querida sucia Dublín», destaca en un fragmento) y su propia vida, utilizando todo tipo de materiales, recursos, amarrando un desfile, ahogando (a veces, en apresuradas y prescindibles líneas) la anatomía incierta de un mundo que cambiaba reflejado en esa ciudad a la que volvía obsesivamente en sus libros, aunque él mismo no regresase nunca, a excepción de algún viaje apresurado. Joyce vivía en el segundo piso de Bramante, justo encima de la placa que hoy nos recuerda al escritor, aunque alguien que pasa me dice que, en realidad, vivía más hacia el centro del edificio. No importa.
En la Via Alfredo Oriani, vivió Joyce en el número 2. Antes se llamaba Barriera Vecchia, y el mismo portal que ahora lleva el número 2 era entonces el 32. El escritor vivió aquí entre 1910 y 1912, en el tercer piso. Tiene una oscura entrada, con la mitad ocupada por una pequeña tienda, como los zaguanes de la posguerra española, con tablas de madera cubriendo los cristales del aparador. Allí mismo, en el número 2, está la farmacia de G. A. Picciola, propietario del apartamento: Joyce no le pagaba el alquiler y Picciola lo desahució. En ese momento, Joyce pudo salir de la difícil situación gracias a la ayuda de su hermano Stanislaus. Triste Trieste, Tristram, de donde saldrá cuando se inicie la guerra en 1914, el mismo año en que publica Dublineses, que tradujo para nosotros Cabrera Infante, y que se convertiría en la última película de John Huston. (Disculpen ustedes, pero es curioso: su primera obra fue El halcón maltés, y la última, Dublineses.)
Después, entré en la pastelería Pirona, en el Largo Barriera Vecchia, 12, uno de los lugares predilectos de Joyce. Dentro, declaran en un diploma que allí hacen el mejor chocolate de Italia. No es poca cosa. Es una agradable pastelería, con estanterías de madera y un reloj incrustado en ellas. Tienen unos cubiertos antiguos, y el lugar obliga a permanecer de pie: no hay mesas, ni sillas, sólo el mostrador de madera y vidrio. Tienen un cartel que prohíbe fumar «para mantener el aroma de la pastelería». A Joyce le gustaban mucho los pasteles de la tahona, y podemos imaginarlo comprando masitas de harina y crema mientras daba vueltas en el caótico laberinto del Ulises y pensaba en su precaria economía.
Allí cerca, en Saba, 6, está la casa donde vivía el conde Francesco Sordina, que fue discípulo y alumno de Joyce, además de gran admirador suyo. Ahora, en el segundo piso, casi todo el espacio está ocupado por Forza Italia, ese inquietante partido de Berlusconi. En el número 1 de la plaza Carlo Goldoni, en el palacio Tonello, estaba el diario Il Piccolo, tan importante para Trieste y para el propio Joyce. Y en el número 32 de San Nicolò estaba la Academia Berlitz, donde impartía clases de inglés; entre otros alumnos, a Italo Svevo. Allí empezó a trabajar Joyce, en 1905, y pudo ir comiendo, no sin estrecheces. A partir de 1907, el escritor irlandés vivía en el segundo piso del mismo edificio: de manera que ¡iba a trabajar sin salir de su escalera! Hoy es un edificio que alberga una tienda de muebles. También vivió Joyce al lado, en el número 30, en el segundo piso, en un edificio donde trabajó también Umberto Saba.
Fui después a la bolsa. En el número 12 de la Piazza de la Borsa estaba el Cinema Americano, de Giuseppe Caris, de quien salió la idea para crear el cine Volta de Dublín, asunto que entusiasmó a Joyce hasta el punto de convertirse en promotor. El cine Volta fue el primero de la ciudad y de Irlanda (y, en su inauguración, se pasó una película sobre Beatrice Cenci, el personaje de Stendhal: ya ven ustedes que todo encaja, desde Winckelmann a Henri Beyle), y la iniciativa llevó a Joyce a volver a su ciudad, aunque al final el proyecto fracasó. Es probable que el escritor hubiera hecho dinero con el asunto, pero el cine Volta cerró a los pocos meses, no sabemos si porque el catolicismo irlandés era reacio a las novedades. Allí mismo, cerca de donde estaba el Cinema Americano triestino, en la sala de Bolsa, que está en el número 17, Joyce dio en 1907 una conferencia titulada «Irlanda, isla de los santos y de los sabios».
Me acerqué, incluso, a un lugar más secreto de Trieste: hasta el número 7 de la calle Pescheria, para ver una casa de cuatro plantas, donde había una casa de tolerancia, como las llamaban antes, que frecuentaba Joyce. La vía es un callejón angosto, y, aunque está cerca de la plaza de la Bolsa y del centro elegante de Trieste, es un pasaje sórdido, casi sin luz. Hoy el edificio está arruinado, aunque, al parecer, siguen viviendo algunos vecinos. Tal vez estaba así en los días de Joyce, desconchada y decrépita, adecuada para comercios infames. No era la primera vez, ni mucho menos que el escritor visitaba un lupanar: también lo había hecho en París, cuando todavía era un joven veintiañero. Podemos imaginarlo recorriendo burdeles y esquinas, para después dejarnos sombras y caricias convertidas en expresiones literarias o en miradas estrictas en el Ulises.
Asqueado del catolicismo, tal vez porque estudió con los jesuitas, ese Joyce que tuvo que escribir un esquema para que sus amigos entendieran el Ulises, y que, ochenta años después, sigue dando trabajo a los especialistas que buscan, que rastrean las menores referencias literarias o los juegos, las bromas y guiños absurdos que introdujo en la novela, a la manera de Sterne, que sigue haciéndonos leer las páginas que sobran en su novela, muy numerosas; que continua jugando con nosotros incluso con su insistencia en el arbitrario parentesco con la Odisea, que ha introducido para siempre el monólogo interior que tomó de Edouard Dujardin; ese Joyce, fue un hombre que se sintió atraído por el movimiento obrerista que preconizaba un nuevo mundo que se iba a verter en el socialismo, aunque después la vida y la experiencia (marcando a fuego y en silencio su propia existencia) le hizo desconfiar de la política y, ay, de los propios seres humanos. Empeñado con el alcohol, progresivamente ciego, soportando intervenciones quirúrgicas que no resolverían sus problemas, murió cuando contaba cincuenta y nueve años, lejos de Irlanda y de sus fantasmas.
El 4 de junio de 1904 (día en que transcurre el Ulises, en Dublín, de la mano de esos tres escuetos personajes: Leopold y Molly Bloom y Stephan Dedalus, y cuya jornada fue considerada obscena en los Estados Unidos, hasta el extremo de prohibir el libro, e incluso de quemar algunas de las ediciones) se ha convertido hoy en ese Bloomsday o excursión para caníbales de la literatura y devoradores de vísceras, y, casi, en el único día de la vida de Joyce. Dublín y la palabra son los grandes protagonistas de sus obras, y, así, Joyce, sigue enredando con un pasado que no puede cambiarse y un futuro que se adivinaba oscuro, porque el presente nunca existe, a pesar de las evidencias, como hizo; soportando su visión del escritor en un mundo capitalista que corrompía y prostituía el arte y la literatura, desconfiando de la capacidad humana para evitar la catástrofe, dejando atrás esa confianza que le llevó a una particular, aunque confusa, defensa del socialismo, basada en la experiencia de quienes como él se veían condenados a la oscuridad y la pobreza; mientras nosotros seguimos viendo a Joyce buscando, rebuscando en la palabra, en la nocturna Dublín empapada en el estanque negro frente al mar de Irlanda, sellando la doliente condición humana en la copiosa jornada a la que dedicó su vida, recorriendo los callejones y deteniéndose en una pastelería, inmerso en la delicada y rota, áspera armadura de su novela, vagando por la triste Trieste.