Juan Carlos, Rey de España, ha huido, o se ha ocultado y nadie sabe dónde está. Esa es una parte de la noticia. La otra es que el denominado como «Consenso Constitucional» de la transición española de 1978 también se encuentra en paradero desconocido a causa de dos caricaturas de chiste; un «comisario» mortadelo, guarda y administrador de las cloacas del viejo régimen, junto a una princesa picarona de la alta burguesía alemana. Entre los dos, el destino interpuso un Rey; El Rey de España restaurado por el dictador Franco.
Paradójicamente Sánchez proclama la adhesión del PSOE al viejo pacto constitucional. Frente al trono abandonado el presidente del gobierno de España Pedro Sánchez, manifiesta su respeto al «consenso constitucional» español. Consenso que se reduce en la práctica a la pura y simple aceptación –por claras razones de conveniencia–, de un modus vivendi heredado de la etapa de la dictadura sin consenso moral alguno.
Efectivamente, Juan Carlos I no es causa, sino efecto, de una constitución que carece de interpretación moral porque carece de norma de equidad. La Constitución Española carece de noción de equilibrio, o de homeostasis. Carencia que fragua la transición española por la ruta de la alternancia entre una derecha depredadora de capitales y una izquierda pragmática que comparten una misma concepción muy particular del bien.
En realidad, se trata de dos caras aparentemente opuestas de un Jano bifronte marcadamente egocéntrico. Sin embargo, el velo del tiempo nos descubre ahora la figura de Juan Carlos I como el prototipo más desarrollado de esta estirpe de Janos bifrontes que alimentó burdamente el viejo régimen de 1936, y que el régimen del 78 engordó hasta su plenitud más neoliberal.
El Estado Judicial de Derecho y la sociedad desequilibrada
Desde principios del siglo XX los juristas alemanes (Schmitt y Kelsen) afirmaban que sólo existen las normas y que la idea de justicia era pura metafísica inalcanzable en el mundo real. Se fulminaba así de fácil la vieja utopía de la sociedad equilibrada. Y desde las entrañas de la guerra fría surgía la retórica del ius positivismo centrado en la voluntad del actor como una de las principales categorías jurídicas que determina la sustancia del delito con sus correlatos psicológicos de «dolo» (es decir; a sabiendas) y su simétrico de la «negligencia» (es decir; con ignorancia).
El ius positivismo es la doctrina jurídica hegemónica en el derecho español. La misma que condenaba en la vieja dictadura tanto como en el actual Estado Democrático de Derecho interpretado; bien desde la vertiente de «Estado legislativo de Derecho», o desde su posición simétrica de «Estado Judicial de Derecho».
Razón Pública y Razones Plurales
Pero si algo ha quedado diáfanamente claro en los dos últimos años 2019 y 2020 de la vida política española es que ni siquiera existe la idea de «razón pública» como consenso general sobre aquello que debe ser considerado un «bien público». Es decir, sobre aquello que es, o podría ser, «bueno para todos»; lo que cabría categorizar como «lo justo», o «lo equilibrado».
Por el contrario, España se ha convertido un mar plagado de «razones plurales» en permanente amenaza de zozobra; bien por división interna, bien por abordaje externo. En todo caso se trata de «razones particulares» que expresan concepciones particulares del bien. Es decir; de lo que solo es «bueno para algunos», o «según algunos», de acuerdo a razones asimismo particulares que esgrimen esos mismo individuos o grupos. Algunos llaman a este mercado de mayorías particulares; «Democracia». Y a su Gran Casino Jurisdiccional le llaman «Estado de Derecho.
El Gran Circo Juan Carlos I el edonista
El Rey Juan Carlos I ha puesto sobre la mesa la profunda estulticia de la clase dirigente que proviene de la transición del 78. ¿Podían ser inteligentes las decisiones de un dictador mentecato? Es evidente que no.
La derecha española describe a Juan Carlos I como el gran comercial internacional del capitalismo de amiguetes español, y la izquierda como el simpático salvador de la democracia que inaugura grandes eventos, participa en fiestas y festejos y saluda al pueblo por navidad.
Sin embargo, el «consenso constitucional» ha traído pocos logros sólidos a lo largo del tiempo. El desarrollo turístico fue una visión del franquismo que el COVID–19 acaba de reducir a su mínima expresión. Paro y precariedad son categorías tan populares hoy como ayer. Ni la corona, ni el gobierno tienen proyecto alguno; el futuro se conjuga en un presente continuo donde el castigo es la única solución tanto para el reproche de los corruptos, como para la desesperación de los excluidos. Sin futuro no hay esperanza, sólo más de lo mismo. Sin moral, ni ética, tampoco hay equilibrio, ni armonía; sólo sospecha y fragmentación.
Así pues, el comisario Villarejo, Corina y toda la corte de periodistas, expertos, jueces y fiscales que les acompañan son expresión de otras tantas «razones plurales» que compiten en el charco de pirañas del Gran Circo de la Una, Grande y Libre finca particular del señorito español. Aquí nada es público. Todo es propiedad privada.
La arriesgada maniobra de Pedro Sánchez; remover las instituciones de bloqueo
¿Alguien podría imaginar al abogado del honorable Pujol escribiendo una carta a los medios anunciando desde un paradero desconocido que su cliente «permanece en todo caso a disposición del Ministerio Fiscal para cualquier trámite o actuación que considere oportuna»?
El «consenso constitucional» nada entiende de ética, ni moral, pero sí entiende del «Derecho amigo». Y si Pujol no se ha sentado todavía en el banquillo, ¿Por qué razón podríamos esperar que se siente en el banquillo Juan Carlos I?
La fragmentación moral de la ciudadanía española no presupone una falta de sensibilidad al espectáculo de Juan Carlos I, Corina y Villarejo. Tampoco su pasividad general manifiesta un respaldo cualificado al «consenso constitucional» del 78.
Lo que el gobierno de Pedro Sánchez debe tener presente ahora no es el respeto a un dogma constitucional caído, sino la apremiante necesidad de un futuro armónico y sólido que no podrá construirse sin remover las instituciones que lo obstruyen.
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