Nada menos que mil 400 kilómetros cúbicos de hielo antiguo, el 20 por ciento de la proverbial masa, se habían derretido en el Ártico desde 1993 hasta 2009, según una de esas publicaciones de amplia tirada que suelen soslayar las esencias… al menos, ciertas esencias. Porque, si verdaderamente de estas se tratara, habría que ir, […]
Nada menos que mil 400 kilómetros cúbicos de hielo antiguo, el 20 por ciento de la proverbial masa, se habían derretido en el Ártico desde 1993 hasta 2009, según una de esas publicaciones de amplia tirada que suelen soslayar las esencias… al menos, ciertas esencias. Porque, si verdaderamente de estas se tratara, habría que ir, por ejemplo, más allá de la mera reseña de los logros de la NASA en la cuantificación de la porción que se funde, o la que emigra, a través del estrecho de Fram, entre Noruega y Groenlandia, arrastrada por las corrientes y los vientos.
Y no es que el escribano se gaste ahora una veta irracionalista. Es que, utilizando la inmejorable imagen con que un gran escritor explicaba la poesía, el acercamiento a la realidad deberá transcurrir «como si un hombre al darle la vuelta al conmutador de su cuarto (…) inaugurase una cascada en el Ontario». Sí, se precisa un enfoque multidisciplinario para la comprensión de un mundo diverso pero uno, impensable sin las interrelaciones, que implican el prisma de complementarias miras. No solo las ciencias naturales, exactas, básicas. Las sociales también.
Estas últimas demuestran con creces lo resumido en un artículo aparecido en la revista Memoria, de México: En el ámbito planetario se ha instaurado una dinámica presidida por el deseo de dominar la naturaleza mediante la técnica, convirtiéndola en una mercancía más que podría contribuir a la acumulación de capital privado. «La lógica de las sociedades capitalistas constituye una relación con la naturaleza que expresa la enajenación del ser humano, extrañado de sí mismo y de la naturaleza, a la cual enfrenta como externalidad que le repele. El metabolismo naturaleza-humanidad transcurre así en una dinámica de destrucción y degeneración, de caos y vaciamiento».
De manera que las distintas crisis -o la crisis multidimensional- que se afrontan en la actualidad comparten una causa: la transformación de la tierra, el agua, el aire, la naturaleza, los propios seres humanos… en valores de cambio, en equivalentes, en aras de la acumulación de beneficios para unos pocos.
Por ello la cumbre ambiental de la ONU recién celebrada en Cancún no consiguió comprometer a los máximos contaminadores a nuevas metas en la mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero. Naciones como Estados Unidos, Japón, Australia, Canadá y Nueva Zelanda se niegan a una extensión del Protocolo de Kyoto, que Norteamérica, responsable del 20 por ciento del entuerto ambiental, con solo el 4,6 por ciento de la población del orbe, continúa emperrada en desconocer. Hasta hoy no existe siquiera seguridad del cumplimiento por todos los países desarrollados del casi simbólico 5,2 por ciento de reducción, acordado en la ciudad nipona.
Pero en «descargo» de los poderosos apuntemos que sí conocen las previsiones de hecatombe generalizada. Solo que, aparte la intrínseca lógica del proceso de acumulación del capital, de su necesidad de expansión ilimitada -como alguien ha recordado últimamente, Hegel lo llamaba «mal infinito»-, quizás los ricos apuesten a que la posibilidad de supervivencia de individuos y especies depende de su capacidad de adaptación a los cambios del entorno. «Si el nivel de los mares aumenta, digamos dos metros, no nos vamos a ahogar todos, sino solo aquellos que no tienen el poder para ocupar o conquistar zonas más elevadas de su hábitat actual», sugiere Heinz Dieterich que estén tramando, con mal espíritu de darwinismo social, unas elites que no vacilarían en hacerse de esos nuevos ámbitos mediante el poder militar, el demográfico y el científico-técnico.
Resulta sintomático un estudio, realizado por Washington, sobre las consecuencias agrícolas que supondría para Estados Unidos un aumento de la temperatura media global. La merma de áreas cultivables sería esencialmente cero. Gracias a la gran extensión del territorio, las que se descontarían en ciertas zonas, por la creciente sequía, se recuperarían en regiones pantanosas y montañosas… Así de simples, así de rotundas, las conclusiones.
Y así de inspiradoras. Porque inspiran a tomar el toro por los cuernos. A prevenir un pavoroso futuro, desbordado de multitudinarias muertes por hambre, sed, extremo calor o frío extremoso. A bregar por la revolución, el socialismo universales. Eso sí: un socialismo más francamente ecológico, que sustituya la letal energía fósil por novedosas fuentes, como el Sol. Con una transformación total incluso del proceso productivo, «una técnica cuya lógica se construya desde las comunidades y para los intereses de estas». Y junto con un modo nuevo de consumir, una implícita renuencia al alienado anhelo de «domeñar la naturaleza», como si estuviéramos planeando sobre ella, cual un dios creador. No, más bien cual un dios ríspido y destrozador.
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