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Kukutza y el tenebroso curso de nuestros tiempos

Fuentes: Rebelión/rpublica.org

Kukutza era un canto a la vida y a la dignidad. Hoy, el solar que ocupaba el corazón de Rekalde es el testigo de la vergüenza. Este solar es un canto a la destrucción, a la muerte. Curiosamente, el último camión que cargaba los escombros de Kukutza abandonó Rekalde en el 75 aniversario de famosa […]


Kukutza era un canto a la vida y a la dignidad. Hoy, el solar que ocupaba el corazón de Rekalde es el testigo de la vergüenza. Este solar es un canto a la destrucción, a la muerte.

Curiosamente, el último camión que cargaba los escombros de Kukutza abandonó Rekalde en el 75 aniversario de famosa frase que ensalza la decencia y el coraje de uno de nuestros más ilustres vecinos. «Venceréis pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir» espetó Unamuno al Coronel General de la Legión José Millán Astray el 12 de octubre de 1936. «Viva la muerte» contestó éste, para acabar gritando «Abajo la inteligencia»

75 años después, Kukutza ha mostrado una senda cada vez más difícil de vencer. Una senda cargada de esperanza. Una senda que convence. Una senda a la que cada vez nos unimos más personas que amamos la vida. Estamos condenados a la victoria. Nunca agotarán nuestras fuerzas. Al fin y al cabo, ellos lo hacen por dinero. «Nosotras por placer».

Decía Bourdieu que la labor del sociólogo era contradictoria por definición, ya que éste tenía la obligación de ejercer de utopista en la misma medida en que debía asumir el papel de aguafiestas. Utopista, marcando el camino del «deber ser», de lo posible; aguafiestas, desenmascarando el curso del «ser», de lo real.

Nosotras por placer…

Desgraciadamente, no parece que estos sean buenos tiempos para los sueños. Tampoco son buenos tiempos para lo Político, entendido como el arte de hacer posible lo imposible; para la política entendida como el único recurso para la gestión pública de unos conflictos derivados de la desigualdad, que sin esta mediación quedan a expensas de la maquinaria impositiva que se esconde detrás de la ley del más fuerte. Lo Político, señala Iris Young «aspira a poner las bases que permitan superar las necesidades y los sufrimientos privados mediante la creación de leyes e instituciones que dan forma a la vida colectiva, regulan los conflictos y configuran sus narrativas» (Young, 1999: 693).

Cuando Young, siguiendo la recomendación de Bordieu, define a la política como aspiración, nos remite al deber ser, asumiendo los postulados de Hannah Arendt, en cuya perspectiva la política es la expresión más noble de la vida humana, por ser la más libre y original. La política, a juicio de Arendt, en cuanto vida colectiva, implica que la gente se distancie de sus necesidades y sufrimientos particulares para crear un universo compartido en el que cada cual aparece ante los demás en su especificidad, pero todos y todas unidas en lo público. Ciertamente, como nos recuerda Young, para Arendt, «la vida social se ve sacudida por la cruel competencia por el poder, por los conflictos y privaciones, por la violencia que siempre amenazan con destruir el espacio público». Sin embargo, afortunadamente, «la acción política revive de cuando en cuando, y gracias al recuerdo del ideal de la antigua polis, conservamos la visión de la libertad y la nobleza humanas como acción política participativa» (Arendt, 2003).

Este tipo de aproximaciones propias del utopista dejan de lado las ambigüedades: lo Político nunca pueden ser un recurso de sostenimiento del statu quo. Lo político siempre debe tener como referencia el deber ser. Y en el fondo, remiten a una concepción del poder que se vincula más con la relación o con la interacción igualitaria que con la dominación. Efectivamente, para Arendt es la Política en términos de participación igualitaria, la que debe domesticar un poder entendido como dominación, como violencia, que sacude la vida social. Esta concepción pública de la política entiende, en consecuencia, que lo Político «es siempre esencialmente el comienzo de algo nuevo«. Y comenzar algo nuevo, nos recuerda Arendt, es «la verdadera esencia de la libertad humana«. Más aún, la Política, entendida como participación igualitaria frente a un poder basado en la dominación -que, insistimos, Arendt separa de lo Político y lo enmarca en la violencia-, es la fuente de felicidad. Y es que, como señala, «no se puede llamar feliz a quien no participa en las cuestiones públicas; nadie es libre si no conoce por experiencia lo que es la libertad pública y nadie es libre ni feliz si no tiene ningún poder, es decir, ninguna participación en el poder público».

Ellos por dinero…

Pero, si en paralelo al de utopista, asumimos el papel de aguafiestas que nos encomienda Bourdieu, vemos que frente al «deber ser», la impertinencia de «lo real» se impone con descaro. Así, la práctica política de nuestros tiempos, lejos de guiarse por el principio rector de «hacer posible lo imposible», está esclerotizada en una apuesta miope: «hacer plausible solo lo posible». La política ya hace tiempo que dejó de ser un «arte» para convertirse, en el mejor de los casos, en un asunto de mera «gestión«. Peor aún, actualmente, hasta la política como gestión se difumina en la bruma viscosa de un proyecto que recluye lo público en las mazmorras de las rarezas de la historia, entronando a lo privado en el pedestal de los Dioses de nuestro tiempo. La política se retira y se pone al servicio de los intereses privados, amparada en una legalidad -y este es el segundo de los vectores de nuestra deriva hacia la nada- que da la espalda a su único fundamento: la legitimidad.

Pero, un mundo en el que lo privado fagocita lo público, en el que lo legal se abstrae de lo legítimo, es también un mundo lleno de tensiones, lleno de frustraciones, lleno de riesgos que tienen que ser conjurados con antídotos efectivos. Máxime ahora que ya no se puede recurrir ni a los Dioses, como antaño, ni al más reciente mito del «progreso», de la continua mejora, del avance si fin. Estamos en una época paradójica en la que el individuo trasnmuta en Dios, pero en un contexto marcado por la crisis, la recesión, la incertidumbre respecto del futuro. Por eso, el miedo es el gran exorcista de los riesgos del poder como dominación en estas sociedades. Miedo al otro. Miedo al mañana. Miedo al cambio. Miedo a comenzar algo nuevo. Miedo, en definitiva, al principio rector de la libertad. Miedo a la libertad; un miedo del que, ya hace medio siglo, Erich Fromm advirtió que era la simiente del fascismo.

Un cruce de caminos

No nos engañemos. Hemos llegado a un cruce de caminos en la historia de la humanidad, en el que las potencialidades para el bienestar alcanzadas gracias al desarrollo tecnológico, cultural y social contrastan con la dura realidad. Estamos ante un cruce de caminos en el que debemos optar entre dos sendas claramente definidas. Una comienza en el Olimpo de museos iluminados, centros comerciales repletos, «no lugares» amables, para conducir inexorablemente al Hades. Esta es, sin embargo, una senda que abandona pronto las autopistas y las luces de neón para, inexorablemente, acabar descendiendo por pasadizos subterráneos mortecinamente iluminados, que vislumbran tenuemente una única certeza: que el final de nuestro recorrido concluye en unas mazmorras en las que se aísla uno a uno a una mayoría de individuos que lamen sus llagas lacerantes sin esperanza, mientras escuchan, lejanas pero claras, las risas grotescas de sus cancerberos, de esos pocos, de ese 1% que saborea las mieles de la gloria. Otra vía, sin embargo, asciende por una sinuosa y empinada pendiente, llena de incertidumbres; una pendiente que agota por el trabajo que supone desbrozar y reconstruir una senda ahora poco transitada, pero que sabemos que durante siglos fue recorrida por miles de personas que permitieron que la historia avanzara, y con ellos unos derechos, unas esperanzas, unas ilusiones que siempre tuvieron como horizonte la res pública, la «cosa pública».

El desarrollo de los acontecimientos que han finalizado con el derribo de Kukutza muestran a las claras los contornos de ambos senderos. Y sobre todo, reflejan de forma descarnada la perversión de lo político que subyace a la primera de las alternativas. Una perversión que se sirve del titanio del Guggenheim, de la placidez de los paseos en bicicleta por Abandoibarra, de los concursos para añadir nuevas medallas al modelo de gestión de lo urbano, de las txirenadas elitistas de líderes redentores que nos regalan «impecables» gestiones para lograr una ciudad escaparate para modelar bilbaínos complacientes (bilbaínos y bilbaínas a los que les aterre rebuscar en los trasteros que ocultan la miseria, el abandono, la dejadez de los barrios… que sonrían como ángeles descerebrados sin reparar en los estercoleros humanos que este modelo siembra por doquier, no vaya a ser que se rompa la magia, que se desvele la falsedad de esta supuesta «vie est belle»). Líderes salvadores que combinan la gestión de cartón piedra convenientemente recubierta de celofan, con la mano dura que dirigen al otro, al «débil», al trabajador del metro al que se le niega el derecho a la huelga, a la comparsera a la que se la ningunea después de décadas de servicio público, al activista de la legalización de las drogas que se confunde con narcotraficante, a la indignación que crea huertos que se desmantelan y contabilizan en toneladas de basura o campamentos para sin techo que trasnmutan en focos de infección y delincuencia. Mano dura para el otro, para el débil, ese «miserable» inmigrante, perroflauta, puta o homeless, cuya presencia molesta. Mano dura para el débil que conjura nuestro sentimiento de horfandaz. Mano dura para ese otro que, en su desgracia, hace sentir más llevadera la nuestra. Sobre todo si nuestros impulsos sádicos se combinan con el impulso masoquista a someternos a líderes populistas que nos aportan seguridad, como describía Fromm para comprender las bases psicológicas que permitieron que el monstruo del fascismo germinase en nuestras sociedades.

Y mano dura, sobre todo, contra el que quiere demostrar que existe otra senda diferente. Mano dura a la comparsera. Mano dura al militante vecinal. Mano dura a la malabarista. Mano dura. Mano dura descarnada. Mano dura sin contemplaciones. Mano dura ejemplarizante.

Kukutza debía ser castigada. Debía desaparecer. Pero no silenciosamente, ocultamente, sino de forma ejemplar. Debía desaparecer ante las cámaras, ante unas cámaras que no ocultasen las lágrimas de los vecinos y vecinas, la perplejidad de los niños y niñas, la memoria de barrio castigado revivida en los y las mayores. Kukutza debía desaparecer de forma ejemplar, a dentelladas de una imponente grúa que llegó al barrio escoltada por el Séptimo de Caballería. Debía desaparecer ante los ojos de quienes la pretendían defender. Kukutza debía desaparecer en el «teatro público», retransmitido en directo, sin maquillaje, sin celofán… Sin contemplaciones. Siendo ejemplares. Dejando claro a todo el mundo que para ellos, nuestros sueños, solo tienen una alternativa: enfrentarse a su infierno. Enfrentarse a un infierno que debía ahogar el grito de «más cultura y menos policía» con el atronador ruido de las sirenas, el sonido hueco de los pelotazos a quemarropa, el crujir de los cuerpos aporreados a diestro y siniestro. Sin contemplaciones.

Un corazón contra tres Goliats

El final de Kukutza, en definitiva, no es más que una consecuencia de su éxito. Kukutza mostró que era posible otra senda. Kukutza enraizó en Rekalde porque respetó al barrio. Enraizó en Rekalde porque condensaba la memoria de un barrio cuyos habitantes están orgullosos de ser Rekaldetarras porque, como reza la pintada de la Plaza de Rekalde, «todo lo que tenemos lo hemos conseguido luchando». Pero Kukutza era más. Y era más, porque no solo mostró que era posible un solo camino, sino un camino de esfuerzo… y placer. Un camino que con las sonrisas de las galas de circo, con el esfuerzo de los y las escaladoras, con la ilusión de los niños y niñas que aprendían malabares, con la experiencia de las amatxus que hacían manualidades, con la sensualidad de quienes aprendían danza, con la innovación de quienes fabricaban cerveza artesanal… con placer, sonrisas, ilusiones y sueños llenó de vida un espacio abandonado para la muerte. Convirtió esa fábrica en el corazón de Rekalde. El placer se conjuró con el amor: Rekalde x Kukutza, Bilbo x Kukutza.

Y lo hizo enfrentándose a los tres actores principales de una tragedia que conduce a la nada. Se enfrentó al capital, okupando una fábrica abandonada por especuladores vinculados a tramas corruptas. Se enfrentó a una judicatura que prima la defensa de lo privado, en este caso de la propiedad privada, mirando hacia otro lado cuando se trata de defender lo público, en este caso el derecho a la cultura, en otros el derecho a la vivienda. Y se enfrentó a un Ayuntamiento que condensa en su práctica una concepción de lo político basado en la gestión aparentemente impecable pero que seca la sangre de esa ciudad que bebiendo vinos, en las tabernas, en la calle, cantando, trabajando «era conocida hasta por el Papa». Hoy hasta las plazas se hacen sin bancos. O con bancos «autistas» para un individuo solo, para que no se hable, para que no se conspire. Hoy las ordenanzas municipales hasta impiden cantar. Hoy Bilbao es grande, ya se ve en el mapa, nos conocen en los catecismos urbanos de nuestros tiempos, las guías turísticas, pero se le está desecando la vida. Una política urbana vampirizante ha chupado nuestra sangre, nuestra alegría, nuestra tendencia a la transgresión con la tiranía de un «ciudadanismo» en el que no se pueden tirar cáscaras de pipas a la calle, porque la ensucian, no se puede cantar porque molesta, no se puede besar porque da mal ejemplo. Los besos en casa. El amor y el placer también debe ser privado. La ciudad es demasiado bella como para afearla con tantas muestras de cariño. Se ha logrado la cuadratura del círculo de lo político como «arte de hacer posible lo plausible». Y con mayoría absoluta. La ciudad, piensan que es suya. Y lo deben dejar claro. Estaba mucho en juego. El placer y la esperanza, el amor de un barrio que acoge un proyecto alternativo en su corazón se podían imponer al dinero y a la destrucción que guía la lógica de los tres Goliats. Debía quedar claro quién manda.

Desenmascarando las mentiras

Pero, hay motivos para la esperanza. Kukutza, ha mostrado que era posible «lo imposible»: no solo llenar de vida 6000 metros cuadrados condenados a ser albergue de ratas y muertos vivientes enganchados a la heroína, sino sobre todo lograr que el barrio arropase un proyecto que nace de los márgenes de la legalidad, en los márgenes de la ciudad, en los márgenes de lo cultural. Y mostrando que otra senda es posible, ha desenmascarado las mentiras sobre las que se sustenta el poder como dominación. El poder que, de acuerdo con Arend, no es Política, sino simple violencia.

La privatización de lo público

Ha desenmascarado la perversión de una acción política que reniega de sí, que se inmola a sí misma, convirtiendo los problemas sociales en privados. Ha desenmascarado, en definitiva, la trampa que el avance de la democracia creía haber desterrado para siempre, pero que en estos tiempos resucita con fuerza: la privatización de lo político. Cualquier manual de ciencia política identifica que el motor de lo político y en consecuencia, el motor de la historia de los derechos sociales, culturales, políticos, económicos, sexuales, urbanos, los que sean, es precisamente el tránsito de lo público a lo privado. Sólo cuando las mujeres de Rekalde se dieron cuenta en los años 60 que el que sus hijos no tuvieran acceso a la educación no era un problema privado, que en consecuencia requería de soluciones privadas (léase una academia para quien podía, la calle para quien no), solo cuando se dieron cuenta de que la no escolarización de los niños y niñas de Rekalde respondía a una situación de desigualdad estructural en la que los hijos de los obreros eran ciudadanos de segunda, solo entonces hicieron un tránsito de lo privado a lo político que las llevó a organizarse, a movilizarse, a realizar demandas, a arrancar, finalmente, el Plan de Escuelas para la provincia de Bizkaia que permitiría que Javier de Ibarra pasara a la historia como «el padre de la educación». Sin embargo, los y las Rekaldetarra sabemos que las verdaderas protagonistas, las reales, no fueron políticos de rostro hierático que nunca supieron lo que significaba que un niño no supiera leer, políticos cuyas biografías y cuadros decoran los pasillos municipales o las estanterías de las bibliotecas, sino esas mujeres cuyo ejemplo de lucha, 50 años después, late en nuestros corazones.

Y es que la historia de todos los derechos es, precisamente, la historia de la politización, de la asunción de la relevancia pública de problemas previamente interpretados como privados. Ese fue el gran éxito de Kukutza: mostrar que los y las rekaldetarras teníamos el derecho a la cultura que durante 40 años ha negado una administración municipal ausente, que ni siquiera se ha molestado en hacer un Centro Cívico. Kukutza mostró que el abandono cultural de Rekalde no era un asunto privado, sino un derecho público que los y las rekaldetarras podíamos arrancar con nuestro propio esfuerzo. Por eso, cuando desde el Ayuntamiento se señaló que la posible demolición de Kukutza era un asunto privado, se desenmascaró la estrategia municipal que reniega de su obligación de defender, por encima de todo, los derechos públicos de los rekaldetarras. Por eso, pensaron que todo se podía solucionar ofreciendo un alquiler en otro local. Porque desde una concepción privatizadora de lo público se puede llegar a la locura de plantear incluso que el derecho a la cultura «se puede alquilar». Por eso Kukutza y el movimiento vecinal rechazó esta propuesta envenenada. Porque la política no es una agencia de alquiler. Al contrario, la obligación de lo político es precisamente dar una salida pública a las demandas de los y las ciudadanas. Y esa salida pública no era otra que un acuerdo que respetara los derechos del propietario, pero que también reconociera el trabajo de los y las vecinas en la recuperación de un edificio que llenaron de vida, y que debía mantenerse lleno de vida.

La legalidad sin legitimidad

La segunda mentira que ha quedado desenmascarada es la que contrapone la legalidad y la legitimidad. Kukutza nace en los márgenes de la legalidad, precisamente porque la política institucional se abstrae de estar donde debía estar. Nace en los márgenes de la legalidad como siempre ha sucedido cuando los gestores de lo político miran para otro lado. ¿Existe un solo derecho que no haya nacido porque alguien lo reclamó desde los márgenes de la legalidad? ¿Cumplía Rosa Parks la legalidad cuando, negándose a levantarse para ceder el asiento a un blanco inició una dinámica de movilización por los derechos de los afroamericanos que ha permitido que medio siglo después un presidente haya sido negro? ¿Cumplían con la legalidad los insumisos que se negaron a participar en el servicio militar obligatorio? ¿Cumplían la legalidad las amatxus que en pleno franquismo iniciaron la senda de las ikastolas? Por supuesto que no. Simplemente, amparados en la legitimidad de una ciudadanía que los apoyaba, desde los márgenes de la legalidad, obligaron a las instituciones a cambiar la legalidad. Eso estaba en juego en Kukutza. Un proyecto legitimado en el barrio, por artistas, por responsables institucionales, por partidos políticos de espectros incompatibles, por movimientos sociales, sindicatos, medios de comunicación, personas de todo el planeta… que apostaba por una solución política que pasara por el mantenimiento de su actividad, de su lógica autogestionada y popular, pero al amparo de un acuerdo que supusiera su reconocimiento político. El buen hacer de las gentes de Kukutza mostró que la okupación podía legitimarse socialmente. Y en consecuencia, obligaba a los responsables políticos a optar entre asumir su responsabilidad u ocultarla. Asumir su responsabilidad encontrando un acomodo que, respetando los derechos del propietario, sobre todo supusiera un reconocimiento y un amparo de la administración al trabajo vecinal. U ocultar su responsabilidad.

La violencia descarnada

Entra en juego, en consecuencia, la tercera de las mentiras que Kukutza ha desvelado: la que desenmascara al poder cuando se le acorrala; a ese poder que cuando se le cuestiona, olvida las palabras bonitas y recurre de forma quirúrgica al miedo. Era tal la legitimidad de Kukutza, era tal la demanda de reconocimiento público que clamaba en los despachos institucionales, que no bastaba con ampararse en el mantra de la legalidad o de la privatización de los asuntos sociales para salir airosos. Sobre todo cuando llegaba la hora de la verdad. Cuando la sentencia estaba dictada y debía ser ejecutada. Condena a muerte. Condena ejemplarizante. Condena expeditiva. Pero, ¿cómo cumplir la condena sabiendo de antemano que miles de personas tratarían de impedirlo pacíficamente? ¿Cómo hacer cumplir una legalidad ilegítima que legítimamente se pide modificar? ¿Cómo ejecutar a un reo para el que el pueblo exige clemencia? ¿cómo cumplir condena a un proyecto que la historia ya había absuelto? Con violencia. Con una violencia descarnada. Con una violencia orientada a castigar al que osó transitar otra senda, contra el disidente. Pero también, con una violencia orientada a aterrorizar a quien se atrevió a apoyar a la disidente, orientada a atemorizar a ese barrio que desde el primer momento arropó a Kukutza, que lo cobijó en su corazón. Y finalmente, con una violencia orientada a buscar respuesta, por muy tímida que fuera, por muy tardía que fuera, esa respuesta que permite que el fuego de los contenedores al final del camino oculte un recorrido aterrador que dejó 200 heridos, cargas en manifestaciones autorizadas repletas de niños y niñas, irrupciones policiales en el ambulatorio, imágenes de policías apuntando a las ventanas, destrozos en comercios, pelotazos, miles de pelotazos que comenzaron a sonar a las 05:30horas de la mañana del miércoles 21 de septiembre y que no encontraron ninguna respuesta violenta hasta las 19h del viernes 23 de septiembre. Miles de pelotazos que trataban de apagar los ecos de gritos que pedían más cultura. Miles de pelotazos contra personas que mostraban pacíficamente su rechazo al derribo con los brazos levantados. Miles de pelotazos, mandíbulas fracturadas, ambulatorios repletos, olor a goma, ruido de sirenas durante 70 horas… hasta que arde un contenedor, y luego otro y luego otro.

Pelotazos para castigar. Pelotazos para aterrorizar a un barrio esperando que el cuerpo del vecino o la vecina tiemble solo de pensar en que «quizá el mes que viene esos chavales que tanto bien hacían por el barrio lo intenten de nuevo y volvamos a pasar miedo, pánico». Pelotazos para convertir la solidaridad en incertidumbre, la confianza en desconfianza. Y pelotazos, más pelotazos, para que alguien responda.

De esta forma, los ausentes, esos miles de ciudadanos de buena fe que no estuvieron en Rekalde durante 70 horas en las que la única violencia fue la institucional, esos ciudadanos ausentes que asistieron a los enfrentamientos que se trasladaron a Bilbao, esos ciudadanos ausentes que abrieron estupefactos unos periódicos que el sábado 24 de septiembre habían convertido nuestra ciudad en Bagdag, esos ciudadanos ausentes podían ser alineados con la lógica del poder. Quizá al comienzo del conflicto pensaron que no estaba bien derribar Kukutza. Por eso debía programarse la anestesia, el mantra que convierte a los y las apaleados en «nostálgicos de la kale borroka, anti-sistemas y delincuentes comunes que querían sembrar el caos». Quizá si esos ausentes hubieran estado en Rekalde entre las 05:30 del miércoles y las 17h del viernes habrían visto con sus ojos que nadie respondió violentamente, que la única violencia fue la institucional. Si hubieran estado en Rekalde la tarde noche del viernes sabrían que solo una minoría utilizó la violencia, que la mayoría de quienes querían protestar lo único que hacían era correr despavoridos.

A pesar de todo, precisamente porque no estaban allí, quienes en todo momento pedimos que no se callera en provocaciones ni se utilizara la violencia, debemos reflexionar. Tenemos motivos para el orgullo, porque decenas de miles de personas logramos una resistencia pacífica durante 70 horas. Pero debemos reflexionar porque, aunque lo intentamos, mientras nos refugiábamos de los pelotazos con nuestros hijos e hijas, no logramos contener las reducidas (aunque muy visuales y también peligrosas) expresiones de violencia que se dieron en la noche del viernes. Y aunque las rechazmos antes, durante y después de producirse, debemos reflexionar porque en parte fracasamos. Fracasamos porque sabíamos que los responsables del atropello que ha supuesto el derribo de Kukutza se esconderían tras ellas para ocultar su proyecto excluyente. A pesar de todo, la mentira cada vez es más fácil de desenmascarar. Las decenas de vídeos existentes en internet dejan a las claras de qué lado cayó la responsabilidad de la violencia planificada, sistemática y descarnada. El solar de la vergüenza que ahora es Kukutza III nos recuerda quien vociferó y sigue vociferando el «Viva la muerte».

No hay alternativa

Una última mentira ha sido desvelada. Kukutza ha demostrado que las cosas se pueden cambiar. Que otra senda es posible. Que sí hay futuro. Ciertamente, su violento, ejemplar y brutal final también muestran la otra cara de la moneda. Que el poder entendido como violencia en los términos definidos por Arendt, nos lo pondrá difícil si tratamos de recuperar el sentido de lo político como «la búsqueda del comienzo de algo nuevo».

La historia del Rey Transparente

Estamos obligados a continuar esa «búsqueda del comienzo de algo nuevo», sino queremos que nos suceda como le sucedió a un reino muy lejano, cuyo drama nos narra Rosa Montero, de forma magistral, en su novela La Historia del Rey Transparente.

Es ésta una historia, la de un Rey ni bueno ni malo, que comienza cuando éste celebra el nacimiento de su deseado vástago. El Rey, para festejar la magna noticia de la continuidad de su descendencia, invita a todas las hadas del reino, excepto a una de ellas, la más malvada. Pero ésta hace acto de presencia y concede al hijo del soberano un don especial: la capacidad de que todo lo que diga sea creído. El padre considera que se trata de una oportunidad irrechazable que ensalzaría la gloria de su retoño, y acepta honroso. A su muerte, el hijo comienza a ejercer de Rey, observando pronto las virtudes de su don. Pero también descubre que más allá de las bondades, su capacidad de convertir en verdad cualquier cosa con solo nombrarla es una herramienta que acrecienta su poder más allá de lo imaginado. Y así hace y deshace con el único objetivo de mantener su dominio sobre sus súbditos. Estos, al ver que el monarca había abierto la veda a la mentira, deciden hacer lo mismo. Pronto, ese reino, ni rico ni pobre, gobernado desde siglos por una familia de reyes, ni buenos ni malos, se convierte en un reino podrido por la mentira. Una mañana, el Rey otea desde la atalaya de su castillo los confines de su reino y, horrorizado, los ve difuminarse. Sorprendido, observa las almenas de su fortaleza y las ve diluirse ante sus ojos. Abrumado, alza las manos al cielo, pero percibe cómo éstas comienzan a hacerse transparentes. Incapaz de comprender qué es lo que sucede, el Rey acude a la sabiduría del viejo dragón, que somnoliento, tras escuchar las preocupaciones del soberano, responde con un acertijo a la pregunta de cómo evitar que el reino siga desapareciendo ante sus ojos: «cuando me mencionas, ya no existo», sentencia el animal. Su única salida era el silencio.

La mentira convirtió a un Rey, ni bueno ni malo, en un monarca despótico que acabó viendo, no solo cómo su reino, sino él mismo, se hacía transparente. Desaparecía.

La clase política, hoy en día, puede observar cómo su reino se descompone. Porque, como el anterior, éstos, nuestros Reyes transparentes, han basado su poder en la mentira. La mentira de que los políticos se presenten como simples gestores, mediadores de asuntos privados que, nos dicen, no pueden cambiar una realidad que les viene dada. Nuestros Reyes transparentes se han sustentado en la mentira de que la privatización de lo público es buena para todas, en la mentira en que es necesaria la desregulación del libre mercado. Como hemos visto, estas mentiras han permitido que una cuadrilla de ladrones se enriqueciera groseramente jugando con el dinero y las esperanzas de miles de trabajadores en la ruleta rusa del mercado. Y cuando todo se ha hundido, nuestros Reyes Transparentes recurren a la mentira de que no hay alternativa: que debemos ser los ciudadanos y ciudadanas quienes paguemos las consecuencias de una crisis que otros -de su mano- han provocado, enriqueciéndose antes y ahora, con su beneplácito. Su reino se descompone, la crisis se impone, la inestabilidad también, las calles arden en Francia, Londre. La rabia se extiende y las alternativas excluyentes en forma de integrismos, xenofobias y sectarismos se difunden como una pandemia. El reino se les diluye en los mercados de deuda, en la obligación de gestionar una conflictividad social creciente en sociedades individualizadas a las que se ha adoctrinado para conjurar toda salida comunitaria. Incluso ellos se diluyen cuando son reemplazados por tecnócratas que nadie ha elegido.

Pero, sobre todo recientemente, el reino se les diluye porque laindignación se alza; porque miles de Kukutzas resucitan en todos los rincones; porque la gente comienza a decir basta a tanta mentira.

Han basado su reino en la mentira. Su poder en la mentira. Por eso no pueden seguir el consejo del Dragón. Porque la solución entraña el peor de los dilemas al que se pueden enfrentar. Si siguen mintiendo, su reino seguirá desapareciendo. Si callan, perderán el poder.

Sólo hay una solución. Desenmascarémosles. Hagámosles callar. Con la palabra y con la práctica. Reivindicando el placer frente al dinero. Recuperando lo político como «arte de hacer posible lo imposible». Recuperando la política como «creación de lo nuevo», como fundamento de la libertad. Creando en todos los rincones nuevos Kukutzas. Preparándonos para que nos los sigan destruyendo, sabiendo que cada vez les resultará más difícil. Porque, como se recordó en la manifestación en defensa de Kukutza el 16 de julio, ante miles de manifestantes que abarrotaban Rekalde, «somos muchos más de cuando empezamos».

Y sobre todo porque quienes hemos asistido impotentes, quienes hemos llorado y hemos visto sufrir a nuestros hijos y vecinos al ver cómo derribaban esa fábrica, sabemos a ciencia cierta de que esas lágrimas, nuestras lágrimas, germinarán nuevos sueños.

Kukutza era eso, una fábrica de sueños. La han derribado, pero han creado un símbolo, una guía, una esperanza para sortear el tenebroso curso de nuestros tiempos.

El libro «Kukutza Gaztetxea. Ellos por dinero, nosotras por placer» finaliza recordando que Kukutza es «un ejemplo, una lección grabada a fuego, una página más en la lucha de un pueblo que quiere ser libre, y que no entiende ni entenderá otra manera de vivir. Ahora, al igual que la vida sigue, la lucha sigue. Esperamos haber encendido muchos corazones y haber reavivado muchos más».

Así ha sido. Eskerri asko!

Igor Ahedo. Profesor de Ciencia Política de la UPV y miembro del movimiento vecinal de Rekalde.

Fuente: http://www.rpublica.org/contenidos/opinion/1182-igor-ahedo-qkukutza-y-el-tenebroso-curso-de-nuestros-tiemposq

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.