Nuestra fe en el moderno sistema alimentario es conmovedora. Cuando en una bolsa de hojas de ensalada se lee: «Lavada y lista para su consumo», la mayor parte de la gente devorará su contenido sin pensárselo dos veces. Damos por hecho que las hojas se cultivaron de modo seguro, se recogieron de modo higiénico, se […]
Nuestra fe en el moderno sistema alimentario es conmovedora. Cuando en una bolsa de hojas de ensalada se lee: «Lavada y lista para su consumo», la mayor parte de la gente devorará su contenido sin pensárselo dos veces. Damos por hecho que las hojas se cultivaron de modo seguro, se recogieron de modo higiénico, se arrancaron, lavaron, secaron y empaquetaron tan meticulosamente en una fábrica que no nos hace falta siquiera enjuagarlas bajo el grifo de la cocina.
¿Y por qué no íbamos a hacerlo? A primera vista, jamás nuestros alimentos han sido más seguros. Los cultivadores, agricultores y procesadores de alimentos de todo el mundo están metidos hasta el cuello en reglamentaciones y protocolos impuestos por organismos de seguridad alimentaria y un puñado de minoristas aun más poderosos y exigentes. La Autoridad de Seguridad Alimentaria Europea (EFSA, European Food Safety Authority) nos dice que está al quite del «campo al tenedor» y alardea de su sistema de «alerta rápida». En el Reino Unido, cuando algún temor alimentario llega a los titulares, un portavoz de la Food Standards Agency (Agencia de Calidad Alimentaria) aparecerá de modo fiable con palabras tranquilizadoras quitándole importancia al riesgo.
En esas extrañas ocasiones en que nuestra confianza normalmente relajada pudiera caer en el pánico, como ha sucedido con las ensaladas tras el nuevo brote de e.coli en Alemania, podemos quedarnos con la consoladora noción de que el estamento transnacional de salud pública se consagra a rastrear la fuente de un problema rebelde. Nuestro lustroso y limpio sistema de última generación no se pone en cuestión.
Y habría que ponerlo. El estamento de seguridad alimentaria con bata blanca, redecilla en la cabeza y lavado y restregado a conciencia habla en un lenguaje de «bioseguridad», «análisis de riesgo», y «puntos de control críticos», pero lo cierto es que la industria alimentaria se autorregula en buena medida. La parafernalia de la seguridad alimentaria moderna guarda más relación con la conveniencia empresarial y el establecimiento de un rastro de papel que demuestre la «debida diligencia» en caso de problemas que con garantizar la seguridad pública. Abundan las listas de comprobación, el papeleo y las auditorias. Estos procesos burocráticos se basan en el cuestionable supuesto de que cuando la gente dice que hizo algo, como analizar la calidad microbiológica del agua con que se lavan regularmente las ensaladas o interrumpir el tratamiento de pesticidas dos semanas antes de la cosecha, es lo que de veras han hecho.
Ahora que los escándalos alimentarios están regularmente a la orden del día, nos hace falta entender que, por su misma naturaleza, nuestro sistema alimentario industrializado y globalizado engendra problemas de salud pública. Se orienta a producir enormes cantidades de alimentos y elevar la productividad pero al mínimo coste. De modo que los agricultores y cultivadores se ven empujados a ahorrar haciendo economías y adoptando prácticas intensivas, dejándonos expuestos a riesgos sin precedentes que son cada vez más graves: todo, desde las toxinas hasta los cultivos transgénicos que aparecen en la sangre fetal, de los terneros clonados y enfermizos que mueren al poco de nacer a la creación de supervirus más virulentos.
La aparición la semana pasado de una nueva cepa de MRSA (estafilococo aureus resistente a la meticilina) [1] en vacas británicas, resistente a grupos esenciales de antibióticos, es un caso pertinente. La causa de raíz es casi con seguridad el uso rutinario de antibióticos en las granjas lecheras intensivas. Se utilizan como «arreglo» de alta tecnología en un intento cada vez más desesperado de mantener a raya la mastitis, una de las enfermedades endémicas de la producción industrial de animales de granja. Pero cuando los supermercados pagan a los productores lecheros menos de lo que les cuesta producir, ¿qué otra cosa podemos esperar?
Las modernas unidades de producción alimentaria – ya se trate de los cebaderos de reses o los invernaderos o «hubs» con politúneles a la europea del tamaño de una pequeña ciudad- son de una escala tal que amplifica el impacto de todas las bombas de tiempo que nuestros sistemas alimentarios industriales están preparando. Si el agua contaminada con bacterias tóxicas en los alimentos potencialmente fatales como el e.coli llega a contaminar alguna vez la cosecha de pepinos, ya podemos rezar y esperar que suceda en alguna granja aislada, separada de las rutas comerciales globales, y no, por ejemplo, en los invernaderos holandeses que proporcionan un tercio del suministro mundial. Una pequeña unidad que produzca un producto contaminado afectará sólo a un número pequeño de personas, una gigantesca que haga otro tanto perjudicará a un gran número.
Se ha denunciado la prohibición rusa de importar frutas y verduras de la UE como algo desproporcionado y con motivaciones políticas. Pero la distribución y el comercio minorista globalizado de alimentos presentan problemas de salud pública de primer orden que traspasan las fronteras nacionales en cuestión de horas sin que podamos concertar un intervalo horario para su entrega en casa y antes de que la policía alimentaria caiga en la cuenta. A principios de año, se enviaron a Holanda huevos contaminados con dioxina para ser procesados, procedentes también de Alemania, se despacharon a dos empresas británicas que manufacturan alimentos procesados y se distribuyeron luego en el Reino Unido a través de grandes supermercados. Para cuando se determinaron cuáles eran los eslabones de una cadena que se extendía por tres países, la Food Standards Agency reconocía que la mayoría de los productos ya se habrían vendido y consumido. Puede que Rusia esté sacando partido de una situación comercialmente ventajosa, pero si fuéramos ciudadanos rusos que se han intoxicado con e-coli al comer ensaladas importadas de una región ya afectada, querríamos saber por qué nuestro gobierno no nos ha estado protegiendo.
El peor brote de e.coli en el Reino Unido hasta la fecha mató en 1996 a 21 personas en Lanarkshire. La fuente – una pequeña carnicería en la que contaminación se produjo al mezclarse la carne cruda con la ya preparada para su consumo- se identificó con bastante rapidez debido a que se localizaron los casos. Por contraposición, aunque el actual brote de e.coli parece afectar a gente del norte de Alemania o a quienes habían estado en la zona, la fuente del envenenamiento está envuelta en el misterio. La diferencia clave en este caso es que la gente de Lanarkshire había comido la carne del lugar. En Alemania pueden haber comido ensaladas que procedían de lugares a miles de kilómetros de distancia, lo que hace mucho más difícil ubicar con exactitud la fuente.
Ya se trate del e.coli o de alguna otra cosa, los repetidos escándalos alimentarios van a seguir estando a la orden del día hasta que aceptemos, como dice hoy Oxfam, que el sistema alimentario global está «deshecho» y resulta cada vez más disfuncional, y en el caso de la seguridad alimentaria, de modo peligroso. Los riesgos institucionalizados que se corren son endémicos. Las autoridades de seguridad alimentaria simplemente viven con ello. Un alarmante 75% de las aves de corral británicas, por ejemplo, está contaminada en el punto de venta con campylobacter, un virus tóxico para los alimentos que en el peor de los casos, puede matar. Se nos dice que debemos cocinar concienzudamente el pollo para eliminarlo, lavar las ensaladas (auque ahora sabemos que el e-coli no se elimina de modo fiable ni siquiera con agua clorada) y no inquietarnos por el MRSA que se incuba en las granjas, dado que pasteurización lo mata, de manera que toda va bien pues. Fin del pánico.
Pero si queremos que nuestros alimentos sean seguros, debemos reconocer que esto sólo puede lograrse con un modelo radicalmente diferente de alimentación y agricultura, que se base en el potencial en buena medida sin explotar de una producción y distribución de alimentos a pequeña escala, mucho más regional. Necesitamos un nuevo sistema que no concentre ya el poder y el control de la cadena alimenticia en manos de unas pocas corporaciones y grupos de interés globales, a expensas de todos los demás, que sitúe la diversidad en su centro y respete los límites del mundo natural, en lugar de tratar de anularlos. Hasta entonces podemos esperar más temores alimentarios. Es el negocio de costumbre.
Nota del t.:
[1] El MRSA, siglas en inglés de «Methicillin-resistant Staphylococcus Aureus» o estafilococo aureus resistente a la meticilina, es una infección bacteriana causada por el germen Staphylococcus aureus (comúnmente llamado «Staph»), que es resistente a un grupo de antibióticos, entre los que se cuentan la penicilina, la meticilina, la oxacilina, y la amoxicilina. La infección se inició por el uso inadecuado de antibióticos no tomados durante el periodo completo prescrito. Estas bacterias se encuentran habitualmente en entornos hospitalarios, así como en instalaciones deportivas y otros ambientes húmedos y cálidos. La mejor defensa contra ellos consiste en una buena higiene, en bañarse y lavarse las manos con frecuencia. La mayoría de los casos de MRSA aparecen como infecciones de la piel, con granos o lesiones.
Joanna Blythman, periodista de investigación y colaboradora de medios radiotelevisivos, está especializada en cuestiones de alimentación.
Fuente: http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2011/jun/05/ecoli-farming-food-production
Traducción de Lucas Antón