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La ciudad de las mujeres

Fuentes: LAS 12/ Página 12

A la keniata Rebecca Lolosoli le dicen «la matriarca» y es el rostro más visible del incipiente (y aguerrido) feminismo africano: hace diez años, fundó Umoja («unidad», en swahili), un pueblo que da cobijo a mujeres violadas y repudiadas por sus maridos. La niña tiene 13 años y todavía no logra sacudirse el terror por […]

A la keniata Rebecca Lolosoli le dicen «la matriarca» y es el rostro más visible del incipiente (y aguerrido) feminismo africano: hace diez años, fundó Umoja («unidad», en swahili), un pueblo que da cobijo a mujeres violadas y repudiadas por sus maridos.

La niña tiene 13 años y todavía no logra sacudirse el terror por la posibilidad de verse convertida en la esposa de un hombre que le lleva casi 30 años. Su padre la había prometido a cambio de una dote. Rebecca, sencillamente, le dijo: «No lo hagas. Tú eres una jovencita, él es un viejo; las mujeres no deben aceptar más estas imposiciones», y le dio cobijo en su pueblo, a sabiendas de que su hermano la odiaría por dejarlo sin esposa. A la keniata Rebecca Lolosoli le dicen «la matriarca», y es el rostro más visible del creciente (y aguerrido) feminismo africano. Se ganó el bautismo con una operación nada sencilla: refundar los lazos tradicionales como quien (re)construye un tejido desde cero para calmar la sed destilada a lo largo de años en un país de costumbres más que reñidas con ideas de paridad o derechos de las mujeres. Rebecca es la mujer que hace diez años reunió a un grupo de mujeres violadas, golpeadas y repudiadas por sus familias y maridos y les propuso lo impensable: puesto que nadie admitía su cercanía, ellas sólo se asociarían entre sí. La idea, dijo, era crear un pueblo exclusivamente habitado y regido por ellas. Hacer, digamos, de la exclusión absoluta virtud solidaria. Lo llamaron Umoja, la palabra swahili para decir «unidad», y le dieron cuerpo en una serie de pequeñas casas de barro repartidas en círculo al tope de una colina vecina a la Reserva Nacional Samburu, en el norte de Kenia. Allí estaban entonces, allí están ahora que el tiempo ha pasado y ellas pudieron demostrar que mantenerse en sus cinco será difícil pero que a tozudez no les gana nadie.

Por azar, el Washington Post descubrió a Rebecca en una conferencia sobre empoderamiento femenino que la ONU organizó en Nueva York, y le hizo una entrevista discreta. Luego la siguió hasta la pequeña aldea de Kenia; tomó unas fotos, atestiguó todo lo que ella había narrado, se encontró con su mayor enemigo: el fundador del pueblo rival. El reportaje dio la vuelta al Primer Mundo (Estados Unidos, Francia, Italia), más como una rareza breve de lectura sencilla que como un recorrido que permita entender por fuera de ciertos anteojos. Pero eso es lo que hay, lo que se sabe en estos confines de Umoja, el poblado que actualmente cuenta con alrededor de 40 habitantes y una fama tan sólida que mujeres de toda Kenia se acercan a él en busca de ayuda o simplemente consejo: han sido golpeadas, sus maridos no quieren conceder el divorcio… «Una mujer no es nada en nuestra comunidad. No tenés la posibilidad de contestar a los hombres, o de hablar frente a ellos, tengas o no razón», declaró Rebecca cuando se vio en situación de explicar que lo suyo no es tanto un exotismo para ganar prensa como una necesidad vital: «Todo esto tiene que cambiar. Las mujeres tienen que exigir sus derechos, y recién entonces llegará el respeto. Pero si te quedás callada, nadie cree que tengas algo para decir. Claro, yo dije eso y no fui muy popular».

Pero algunas la siguieron, y Umoja fue creciendo hasta convertirse en una atracción turística y cultural que se financia con el dinero que los visitantes dejan a cambio de llevarse artesanías realizadas por las mujeres del pueblo. Con ese dinero, además, muchas de ellas pudieron mantenerse a sí mismas por primera vez, enviar a la escuela a sus hijos (muchos de los cuales viven con ellas porque también han sido repudiados en sus familias) y negarse a las exigencias masculinas de que sus hijas se sometan a la ablación para ser entregadas en matrimonio. «El hombre es la cabeza. La mujer es el cuello. Un hombre no puede recibir consejo de su cuello», dijo Sebastian Lesinik, y buscó un lugar exactamente frente a Umoja para fundar, a su vez, un pueblo exclusivo de hombres que restara popularidad y efectividad a la red de mujeres. Lo revistieron de lo que -esperaban- atraería turistas y le daría un toque de campamento cultural, pero no hubo caso, es un fracaso, aunque aún permanezca allí, recordándoles a Rebecca y las demás mujeres de Umoja que todavía queda mucho trecho por recorrer. Recientemente, cuando Rebecca fue invitada a dar testimonio sobre su experiencia en Nueva York, «comenzaron los comportamientos más feos, los generados por celos»; la amenazaron, «dijeron, francamente, que querían matarme», contó ella, y rió.

Es precisamente ese tipo de reacción lo que lleva a Lesinik, el señor del pueblo de al lado, a razonamientos memorables como: «Ella está cuestionando lo más profundo de nuestra cultura. Ese parece ser el asunto en estos tiempos modernos… las mujeres que causan problemas como Rebecca». Y es que ella no es la única. Está también, por ejemplo, Margaret Auma Odhiambo, la líder de un importante grupo de mujeres cuyo denominador común es la viudez: todas han perdido a sus maridos a causa del sida. Están, también, las presiones que algunos grupos de mujeres (inspirados por gente como Rebecca y Margaret) han realizado hasta lograr que se presentaran en el Congreso de Kenia proyectos de ley que, de ser aprobados, tendrían el poder de transformar radicalmente la vida cotidiana de las mujeres kenianas: ellas tendrían derecho a negarse a propuestas de matrimonio, denunciar el acoso sexual en los lugares de trabajo, negarse a la mutilación genital, pedir que se castiguen las violaciones… Tanto ruido hicieron que, ahora, los derechos de las mujeres forman parte de la agenda pública y son reconocidos como la cuestión de derechos humanos más urgente a resolver en el país.