El vasto territorio (Caja negra), Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2022, es una novela que denuncia los efectos e implicaciones de la deforestación, las consecuencias de la destrucción ambiental en una zona concreta del planeta (Chile) y cómo esos estragos llevan aparejado un deterioro de los afectos y la vida en común. Entreverado al asunto de la narración, su urdimbre, la manera en la que se nos cuenta, con una serie de notas a pie de página que van construyendo un desdoblamiento de la trama principal creciendo con la ductilidad de los hongos, atravesada por un lirismo soberano que va dando paso a tonos policíacos, de terror, científicos… Con su autor, Simón López Trujillo (Santiago, 1994), conversamos.
Antes de entrar en detalles con la aparición del hongo, ¿cómo afecta a los habitantes de estos lugares que usted describe la deforestación industrial que marca su vida?
La novela está ambientada en Curanilahue (una comuna al sur de Chile, cerca de Concepción) por varias razones. Primero, porque ese lugar, que hoy tiene más del noventa por ciento de su superficie cubierta de pinos y eucaliptos, es un ejemplo de cómo las grandes empresas forestales afectan a los territorios donde se insertan, produciendo una devastación ambiental y un empobrecimiento de la zona. Pero también porque estas grandes empresas precarizan incluso a sus propios trabajadores, a menudo naturalizando la desregulación laboral y las prácticas antisindicales. De hecho, la novela está dedicada a Rodrigo Cisterna por esa razón. Él fue un trabajador forestal y líder sindical asesinado por carabineros el 3 de mayo de 2007, en el contexto de una toma de la Planta Horcones, a las afueras de Curanilahue, en la que los trabajadores exigían condiciones mínimas para su empleo: fin al subcontrato, reajuste salarial, entre otros asuntos básicos. Me interesaba que la novela se situara allí porque es un territorio en el que se mezclan diversas capas de violencia, que son cosas que la novela explora mediante sus personajes.
La industria del monocultivo forestal tiene muchísimas consecuencias nocivas para el ambiente y la sociedad
La peor de las consecuencias de los monocultivos, a su juicio, ¿cuál es?
La industria del monocultivo forestal tiene muchísimas consecuencias nocivas para el ambiente y la sociedad. Por un lado, está el impacto al ambiente, expresado en problemas de agua, biodiversidad, mortandad de abejas y enfermedades a las personas a causa de los pesticidas, además de un aumento notable en la frecuencia y el tamaño de los megaincendios forestales, como los que vivimos en febrero de este año en la misma zona donde se sitúa la novela. Por otro lado, la mayor parte de estas grandes empresas se han instalado en territorios pertenecientes al pueblo-nación mapuche, lo que ha agravado la conflictividad en regiones como la de la Araucanía y el Bío Bío. Es por razones como estas por lo que diversos estudiosos han mencionado la necesidad de una reforma del actual modelo forestal chileno, instalado desde la dictadura de Pinochet, donde las grandes empresas forestales fueron apoyadas por legislaciones como el Decreto de Ley 701, que subsidiaba hasta el 85% de la plantación de monocultivos de pinos y eucaliptos. Esto ha generado una forma de producción que hoy está en profunda crisis, cuyas propuestas de reforma pueden apreciarse en textos como Chile necesita un nuevo modelo forestal, editado por los ingenieros forestales Luis Astorga Schneider y Heinrich Burschel, y publicado en Chile por editorial LOM en 2019. De todas formas, la consecuencia más terrible del monocultivo creo que es la forma en cómo se camufla como si fuera un paisaje. Al fin y al cabo, la gente se acostumbra a vivir rodeada de bosques que no son bosques. Naturalizando ese paisaje que se extiende miles de kilómetros por el sur y que, en esas hileras e hileras de árboles idénticos, impide ver las múltiples violencias que han hecho posible ponerlos allí. Y, de hecho, el peligro enorme que significa su presencia, pues basta una chispa para que todo se incendie.
¿Hasta qué punto la naturaleza podría conjurarse para amenazar la existencia humana?
En la novela, me interesaba explorar el reino fungi no tanto como una mera amenaza a la especie humana, sino como metáfora de la interconexión que hace posible la vida en la Tierra. Una de las particularidades de los hongos es que son organismos profundamente colaborativos. Todo bosque posee árboles con raíces unidas a micelios de hongos. Eso, que se llaman uniones micorrizales, me funciona también como una metáfora de cómo funciona la propia literatura. Ningún texto se escribe en el vacío, no me interesa la aproximación romántica a la escritura como un genio que se inspira separado de otras voces y escrituras. La originalidad solo me interesa como un diálogo productivo con cierta tradición. Además, se escribe siempre desde un cuerpo, permanentemente afectado por otras voces, sonoridades, ideas y palabras, y la escritura no es más que una forma de dar cauce a todo eso. Esta novela se nutre de diversas texturas narrativas, desde Baruch Spinoza a Juan Rulfo, y de ese modo, creo que, a tres años de su publicación, me cuesta encontrar como lector un núcleo central de organización de todo. Las diferentes textualidades construyen diversas visiones sobre la naturaleza, el pensamiento y la necesidad de formar parte de algo mayor (esa idea de «lo vasto»), y creo que haberme inspirado, de forma bastante hereje, de la idea de naturaleza que propone Spinoza (que es también Dios), me ayudó a concebir esta forma de escritura también. Una naturaleza entendida de esta forma amenaza no tanto a la humanidad sino a la idea humanista de que somos una razón separada de su cuerpo. Y un cuerpo separado de los otros, higienizado, aséptico. Los hongos me interesaban por su omnipresencia. Están en todas partes, basta con dejar una fruta fuera del refrigerador. Y esa latencia invisible me parecía significativa a la hora de pensar otra idea de la relación entre los cuerpos y las especies.
Qué es más susceptible de tener enmienda, ¿la corrupción o la emergencia climática?
No sabría decirlo.
La deriva terrorífica que va tomando la narración, ¿refleja su pesimismo acerca del futuro del planeta?
Como diría James Baldwin, “ser pesimista es pensar que la vida humana es un mero asunto académico”. En ese sentido, no soy para nada un pesimista, y tampoco creo que esta novela se plantee desde esa óptica. Las notas al pie, de hecho, van formando un tejido subterráneo, con mayor omnisciencia que la narración principal, en el que se intuye una posibilidad de futuro tras la catástrofe. No es una utopía, pero sí una forma de dar cuenta de que la vida, tanto humana como la de otras especies, posee una capacidad de adaptación enorme, incluso cuando es la propia naturaleza la que se nos viene encima. En este sentido, me interesa disputar la idea de fin de mundo que se ha vuelto un lugar común durante los últimos años. Dado el cambio climático y otros asuntos, parece que el apocalipsis por fin se ha vuelto un asunto “universal”. Es decir, como hoy es algo que le preocupa directamente a Europa y Estados Unidos, por ende, se globaliza. Pero, ¿acaso el genocidio de las poblaciones indígenas en América Latina durante la colonización no fue un fin de mundo? ¿El bombardeo y ocupación de Gaza no es un apocalipsis desplegado ante nuestros ojos? Hay una colonialidad presente en cómo entendemos hoy la amenaza climática y que, si se la toma de modo ingenuo, puede derivar en una defensa de la naturaleza en abstracto que, a mí, personalmente, no me interesa. No se trata de oponer naturaleza y sociedad (pues eso, como diría Jason Moore, es el ambientalismo de los países ricos), sino de ver cómo establecer relaciones más sustentables con el entorno sin que eso implique que la única forma de defender la naturaleza sea remover toda presencia humana de ella. Además, los responsables de esta crisis no somos la humanidad en su conjunto, sino una serie de empresas y millonarios con nombre y apellido. La escritura de este libro estuvo muy inspirada por una historia de luchas campesinas y obreras que parecen haber desaparecido casi por completo de la memoria colectiva en Chile. Pienso en proyectos como el Complejo Forestal y Maderero Panguipulli (COFOMAP), que durante el Gobierno de Salvador Allende fue una inmensa empresa forestal controlada por sus propios trabajadores y que, además, poseía un modo de producción mucho más sustentable con el ambiente y digno con sus trabajadores que el actual modelo de grandes empresas forestales como Arauco y CMPC. Pero, tras el golpe de Estado de 1973, el COFOMAP fue desmantelado a punta de matanzas y desapariciones, y esa historia quedó enterrada en un pasado que hoy solo es posible rememorar de forma utópica.
Me interesaba que la novela mostrara que la naturaleza depende de la clase desde que se la mira
Las aportaciones de la científica Giovanna sobre el Cryptococcus Gattii, son cruciales. ¿Hasta qué punto la ciencia puede ser aliada en la lucha contra el cambio climático?
Hace varios años, viendo un documental sobre el reino fungi, supe del hongo Cryptococcus gattii, que a fines de los noventa produjo un brote infeccioso en la isla de Vancouver, Canadá, donde murieron varias personas y animales. Lo curioso, decían, es que dicho hongo patógeno es endémico del eucalipto. Entonces, apareció la pregunta: ¿y esto no podría pasar en Chile, donde el monocultivo forestal tiene más de tres millones de hectáreas, en las que predominan el pino radiata y el eucalipto? Allí apareció la idea y la escritura de la novela terminó funcionando como el medio para explorarla. Siempre me ha llamado la atención esa noción de la escritura como una especie de virus, como decía el poeta chileno Gonzalo Millán. Algo que infecta un cuerpo y lo emplea para reproducirse según sus propias leyes. Lo fungi funcionaba de esa forma también: un reino de tremenda inteligencia, que se expande y sostiene la vida por debajo, sin que lo notemos, salvo cuando emergen sus cuerpos fructíferos (las callampas), que son precisamente sus medios de reproducción.
Por otro lado, me interesaba que la novela mostrara que la naturaleza depende de la clase desde que se la mira, y el personaje de Giovanna es fundamental en ese sentido. Me pasa que, a ratos, discursos como el antropoceno se quedan en una suerte de ambientalismo metafísico, donde se defiende una naturaleza abstracta, global, depurada de la presencia humana y de la historia. No es lo mismo el paisaje sureño bucólico y turístico que estudia Giovanna que el que habitan Patricio y Catalina o el de las cooperativas campesinas que cruzan los sueños de Pedro. Allí, la violencia extractivista se expresa de modo tremendamente real, vinculado a experiencias y memorias particulares. Quería cuestionar esos modos de defensa de la naturaleza desde un mero conservacionismo y, al mismo tiempo, mostrar cómo la ciencia puede ser aliada, en muchos casos, de las mismas empresas dedicadas a devastarla. En ese sentido, me interesa pensar cómo el propio paisaje puede volverse cómplice. Cómo, con el paso de los años, la naturaleza es capaz de borrar las muertes que la atravesaron. Cómo, por ejemplo, el territorio que entre 1971 y 1973 era el Complejo Forestal y Maderero Panguipulli hoy es un parque nacional privado, propiedad de un único empresario y dirigido principalmente a turistas extranjeros. En esto, me inspira mucho el trabajo narrativo de Guadalupe Santa Cruz, cuya obra pone en tensión la relación entre territorio, memoria y la capacidad de nuestro imaginario simbólico para ver a través de esas capas de violencias sedimentadas. Algo similar a lo que ha hecho Cristina Rivera Garza, en Autobiografía del algodón, por ejemplo, o el excelente documental Las cruces de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, sobre la matanza en septiembre de 1973 de 19 trabajadores de CMPC, una enorme papelera en Laja, entregados por la misma empresa a los carabineros del pueblo por considerarles como “elementos subversivos”.
¿Cómo es posible que nadie ponga fin a las tropelías que soporta la población indígena, algunas de las cuales refleja usted en este ‘artefacto’ (es algo distinto a una novela, a mi juicio)?
Me parece interesante lo de pensar este libro como un artefacto, aunque no me queda claro en qué sentido lo planteas. De todas formas, es una ingenuidad muy grande pensar que las múltiples violencias que viven los pueblos indígenas en Chile y Latinoamérica podrían ser resueltas por «alguien». Este es un tema complejísimo, con una trayectoria histórica de siglos, y que ha mostrado requerir de un debate mucho más profundo dentro de la sociedad chilena. Especialmente hoy cuando, con el avance de las ultraderechas en la región, ha habido un reflote de discursos racistas y de otros que critican las así llamadas “políticas de la identidad” desde un individualismo a ultranza, incapaz de ver en la expansión de derechos a minorías históricamente marginadas otra cosa que una privación de sus propias libertades o garantías sociales. De esto se nutren retóricas como las de Milei en Argentina, que, en su fundamento, no entienden al individuo como un ser social sino como una entidad determinada enteramente por su capacidad de consumo. Bajo esa óptica (que es una forma de liberalismo tremendamente precaria y desquiciada, incluso dentro del mundo liberal) todo es transable y, por ello, el Estado y sus derechos se conciben solo como impedimentos a la acción y libre determinación del mercado. Por supuesto que hay que hacer una autocrítica desde la izquierda de cuánto hemos hecho realmente a la hora de ponernos de acuerdo y elaborar políticas y discursos que logren convocar una masa popular capaz de hacer frente a discursos como estos, o, en Chile, en términos de entender la complejidad que implicaría la aplicación real de conceptos como “plurinacionalidad” en una sociedad históricamente tan conservadora y racista como la chilena (algo que nos estalló en la cara con el referéndum al último proceso constituyente). Pero también es necesario comprender que difícilmente se pueda encontrar una solución rápida y definitiva a estos problemas. En ese sentido, el proceso de escritura de este libro fue también una manera de estudiar la complicidad entre el Estado chileno y las grandes empresas forestales instaladas en territorios que pertenecían al pueblo mapuche y a diversos movimientos campesinos, algo ocurrido durante la dictadura, pero profundizado en los gobiernos de la transición a la democracia. Una investigación que me permitió no hallar una salida o solución, sino, más humildemente, conocer más en profundidad del problema; entender, primero, de qué estamos hablando. Respecto del tema indígena en particular, por suerte hoy hay una serie de intelectuales, poetas y escritoras y escritores indígenas, particularmente mapuche, que están escribiendo sobre estos y otros asuntos. Pienso en intelectuales como Enrique Antileo y Claudio Alvarado Lincopi, y en poetas y escritoras como Daniela Catrileo, Roxana Miranda Rupailaf y Jaime Luis Huenún, cuyas obras admiro mucho, tanto por su trabajo formal y puramente literario, como por la capacidad de pensar la memoria y la identidad indígena contemporáneas, así como para denunciar las violencias históricas y presentes que vive el pueblo mapuche.
Es una ingenuidad pensar que las múltiples violencias que viven los pueblos indígenas podrían ser resueltas por «alguien»
¿Cómo influyen las relaciones laborales en las relaciones afectivas? La adversidad (laboral, de la salud, del entorno), ¿hace más fuerte a la comunidad o la debilita?
En algún momento de la escritura de la novela, me pregunté si, en el segundo capítulo, la infección del hongo sería narrada como algo generalizado, llevado al ámbito de una novela de ciencia ficción. Pero entonces nos golpeó la pandemia de covid-19 y me di cuenta de que narrar algo con una magnitud semejante obliga a perder la visión particular y los afectos familiares que se habían desarrollado hasta el momento. Es por eso que la catástrofe no se narra en la novela misma, solo se intuye en las notas al pie. Y ya desde la mitad del primer capítulo en adelante, se pone el foco en cómo, ante la devastación y la tragedia, hay una reorganización de los afectos y los cuidados entre Patricio y Catalina. Quería explorar la potencia de la ternura que emerge allí. Algo que es una forma de resistencia ante las diversas violencias que atraviesan sus vidas, violencias materiales, simbólicas y espirituales. Creo que, en momentos adversos, la comunidad se pone a prueba. Emerge como necesidad. La pandemia nos enseñó eso: somos seres sociales y necesitamos de otros para vivir. Y creo que la novela explora diversas experiencias comunitarias, en diferentes territorios y clases: la comunidad de científicos que coordina Giovanna, las cooperativas campesinas en los sueños de Pedro, la comunidad religiosa que dirige Baltasar, la reestructuración familiar de Patricio y Catalina. Varias de estas formas tienen que ver con maneras de supervivencia, en cierto punto, en tiempos donde la vida laboral y espiritual suelen estar en profunda crisis. De hecho, los hongos, como metáfora y como reino, sirven para pensar otras formas de entender la comunidad entre especies. Uno de los libros que más me sirvió para esto fue Los hongos del fin del mundo, de la antropóloga Anna Tsing Lowenhaupt, donde a partir del estudio de diversas comunidades recolectoras del hongo matsutake, se proponen formas de supervivencia en lo que ella llama “las ruinas del capitalismo”. Personalmente, no me interesa escribir sin cierto sentido de comunidad en el horizonte. No solo pensando en los lectores, sino incluso antes, en términos de cómo la escritura de cierto libro me permite leer de otra manera ciertos otros. Esta novela, por ejemplo, fue una forma de revisitar a algunos autores y autoras chilenos que mezclaban realismo social con un trabajo formal modernista y tremendamente imaginativo, como Manuel Rojas, Marta Brunet, Carlos Droguett y Juan Emar, y la escritura fue una especie de diálogo interior, muy fecundo, con sus propuestas. Una suerte de homenaje, claro. Pero también una manera de entender la literatura no como un canon sino una suerte de constelación de jóvenes y viejos, vivos y muertos, con los que uno se junta a conversar. Esta es una idea preciosa que alguna vez me dijo Ben Lerner, quien la heredó de sus maestros Rosmarie Waldrop y Keith Waldrop, dos poetas de la vanguardia estadounidense que son de una importancia fundamental para mí también. Precisamente porque sus obras inscriben en ellas todas sus lecturas y conversaciones. Esa suerte de contagio es lo que me interesa. Escribir con y desde los otros. No la angustia de la influencia, sino el placer de dejarse llevar por voces que expanden lo que uno cree que es uno mismo.