Nick Cote para The New York Times Incluso los lectores ocasionales de noticias saben que la Tierra probablemente se verá muy distinta en 2100… y no será de mejor manera. Una columna de opinión reciente de The New York Times incluyó esta cita del paleoclimatólogo Lee Kump: «El ritmo en el que estamos inyectando […]
Nick Cote para The New York Times
Incluso los lectores ocasionales de noticias saben que la Tierra probablemente se verá muy distinta en 2100… y no será de mejor manera.
Una columna de opinión reciente de The New York Times incluyó esta cita del paleoclimatólogo Lee Kump: «El ritmo en el que estamos inyectando dióxido de carbono en la atmósfera estos días, según nuestros mejores cálculos, es diez veces más rápido que durante el final del periodo Pérmico».
El final del Pérmico es una era previa a los dinosaurios de extinción masiva que asesinó al 90 por ciento de la vida en el océano y 75 por ciento en tierra firme. También se llama la Gran Mortandad. Aunque a quienes escriben acerca del cambio ambiental les gusta añadir notas de personalización falsa en este punto -«Mis hijos tendrán x años cuando la catástrofe suceda»- en realidad no es posible para nuestra mente comprender hechos de tal magnitud.
Sin embargo, debe haber una causa más clara para el desastre que -todo indica- ya estamos viviendo. No es que los individuos no hayan adoptado las restricciones moralizantes derivadas de tener conciencia ecológica, y el hecho de que algunos aún crean que cambios como optar por las bolsas de compras reutilizables y el compostaje (que son acciones muy positivas) bastan para evitar este desastre demuestra cuánto nos falta por hacer.
La culpa tampoco la tiene el engaño de empresas inmorales en particular: nos gusta señalar el escándalo de diésel de Volkswagen, pero solo es uno de los muchos fabricantes de autos que «deliberadamente se aprovechan de las laxas pruebas de emisiones«. La responsabilidad tampoco es del fracaso de las reformas socialdemócratas y la cooperación internacional: incluso antes de que Estados Unidos saliera del Acuerdo de París, ya estábamos muy encaminados a un aumento en la temperatura de cuatro grados Celsius para el año 2100, «una temperatura que en épocas pasadas ha implicado que no hay hielo en ninguno de los polos».
El verdadero culpable de la crisis climática no es ninguna forma particular de consumo, producción o regulación, sino más bien la manera en que producimos globalmente, que es por ganancias en vez de sustentabilidad. Mientras esa norma esté vigente, la crisis seguirá y, dada su naturaleza progresiva, empeorará. Ese es un hecho difícil de confrontar. Sin embargo, desviar la mirada de un problema aparentemente irresoluble no hace que deje de ser un problema. Debemos decirlo claramente: la culpa es del capitalismo.
Como lo enfatiza un creciente número de grupos ambientales, debemos tener un cambio sistémico o morir. Desde un punto de vista político, algo interesante ha ocurrido aquí: el cambio climático ha hecho que la lucha anticapitalista, por primera vez en la historia, no sea un problema basado en las clases.
Hay muchas razones por las que generalmente no hablamos del cambio climático de esta manera. Los ricos están aferrándose a las suyas. Los políticos comprados y la violencia de los Estados están de su lado. El apartheid ecológico todavía no se ve como un apartheid total. Las personas comunes deben seguirle el paso a muchas cosas, y no quieren dedicarle su precioso tiempo fuera del trabajo a reuniones políticas a menudo tediosas. La inercia, es triste decirlo, tiene mucho sentido.
Quizá la creencia más común acerca de este problema es que lo causó la ignorancia generalizada -incluso la auténtica «estupidez»- y que su solución está en lo opuesto: la inteligencia. Esta creencia se expresa perfectamente en la oposición progresiva a Donald Trump y su gobierno. Los electores de Trump a menudo son criticados por ser poco inteligentes, por votar en contra de sus intereses objetivos. Trump mismo se representa con regularidad como alguien tonto.
La idea básica es que, si los electores fueran inteligentes, votarían por una persona inteligente que escuchara a personas inteligentes y todo estaría bien. Es un punto básico del imaginario liberal. Lo que se refleja aquí es la creencia obtusa de que la ola populista simplemente está errada, que hay algo mal en ella, lo cual tiene el efecto de ocultar la insatisfacción real y justificada con los últimos cuarenta años de neoliberalismo. También se refleja la idea común, que no se limita a un extremo del espectro político, de que nuestros problemas más grandes básicamente son técnicos y que la solución yace en el empoderamiento de las personas inteligentes. El aura alrededor de Elon Musk es un ejemplo extremo de este tipo de pensamiento.
El problema con la idea general de que la inteligencia nos salvará es que involucra adjudicarle los fracasos de la sociedad capitalista a la gente supuestamente tonta (ellos), quienes, según esta lógica, deben remplazarse con los supuestamente inteligentes (nosotros). Ese es un delirio espectacular.
Cuando una empresa toma una decisión que es dañina para el ambiente, por ejemplo, no es porque estén a cargo personas malas o tontas: los directores generalmente tienen una responsabilidad fiduciaria que provoca que el balance final sea su única prioridad. Trabajan para una función y, si no lo hacen, otros pueden tomar su lugar. Si algo sale mal -es decir, si algo pone en peligro la generación de ganancias- pueden servir como chivos expiatorios convenientes, pero cualquier decisión estúpida o peligrosa que hagan es el resultado de ser personificaciones del capital.
La afirmación aquí no es que las personas tontas no hagan cosas tontas, sino que la falta de inteligencia abrumadora que está involucrada a la hora de mantener en funcionamiento los motores de la producción cuando están haciendo que el planeta sea cada vez más inhabitable no puede adjudicarse a personas en específico. Es el sistema como un todo lo que es el problema, y cada vez que elegimos a idiotas balbuceantes que lamentar o genios de rostros frescos que alabar se pierde una oportunidad de ver claramente la necesidad de un cambio estructural.
Dicho de otra manera, la esperanza de que podamos empoderar a las personas inteligentes en puestos donde puedan diseñar el conjunto perfecto de regulaciones o que podamos depender de los científicos para eliminar el carbono de la atmósfera y organizar las fuentes de energía renovable, sirve para cubrir el hecho de que el trabajo de salvar el planeta es político, no técnico. Tenemos mejores probabilidades de sobrevivir más allá del siglo XXII si las regulaciones ambientales son diseñadas por un equipo de personas sin educación formal en una sociedad socialista democrática que si las hace un equipo de científicos célebres y prestigiosos en una sociedad capitalista. La inteligencia de las personas más listas no se compara con la estupidez desenfrenada del capitalismo.
A la defensiva durante siglos, los socialistas se han hecho muy adeptos a responder a las objeciones por parte de personas para quienes las funciones básicas de la vida parecen difíciles de reproducirse sin la fuerza motriz del capital. Hay problemas verdaderos aquí, problemas que señalan la opacidad de la sociabilidad, como lo explora de manera juguetona el reciente libro de Bini Adamczak, Communism for Kids. Sin embargo, la carga de la justificación no debe caer sobre quienes proponen una alternativa. Para cualquiera que de verdad haya pensado sobre la crisis climática, es el capitalismo -y no su transcendencia- lo que necesita una justificación. Y no hay que sorprendernos ni dejarnos engañar cuando sus defensores señalen el trabajo incansable de la gente inteligente.
Benjamin Y. Fong es miembro investigador en Barret, el Colegio de Honores en la Universidad Estatal de Arizona, el autor de «Death and Mastery: Psychoanalytic Drive Theory and the Subject of Late Capitalism» y editor en Damage Magazine.
Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/11/24/la-crisis-climatica-es-culpa-del-capitalismo/