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La critica literaria en España, hoy

Fuentes: Rebelión

Antes que nada, una declaración de principios: una literatura que necesita de la crítica para desarrollarse plenamente en la sociedad es una literatura en crisis. Lo mismo se puede decir de la pintura y de otras manifestaciones culturales.   Hace alrededor de treinta años, la presencia y prepotencia de la crítica llegó a ser tan […]

Antes que nada, una declaración de principios: una literatura que necesita de la crítica para desarrollarse plenamente en la sociedad es una literatura en crisis. Lo mismo se puede decir de la pintura y de otras manifestaciones culturales.

 

Hace alrededor de treinta años, la presencia y prepotencia de la crítica llegó a ser tan grande, que casi logró eclipsar a la creación. Lo que se decía (y se llegaban a hacer interpretaciones verdaderamente temerarias o fantásticas) de un libro era muchas veces más importante que el libro mismo. Umberto Eco contaba en una de sus obras que ideó hacer un ensayo sobre una obra inexistente de un autor asímismo fantasmal, pero que se detuvo ante las previsibles consecuencias. Es cosa de preguntarse -y yo me lo pregunto- si el hecho de que hoy no sea así -porque hoy no es así; la crítica ha vuelto a representar un papel ancilar que, muchísimas veces, desemboca en otro más innoble-, a pesar de la profusión de críticos, es bueno o malo. Por una parte, bueno, porque no es misión de la crítica suplantar a la creación, pero, por otra, malo, porque es señal de que la crítica no tiene ninguna entidad intelectual, ningún rango literario. La diferencia entre la crítica de los años cincuenta y sesenta, cuyos autores eran, por encima de simples informadores, ensayistas, teóricos de la estética, historiadores y pensadores, y la actual es tan grande como la que puede haber entre el editorialista de un periódico y quien lo vocea en una esquina.

 

Aceptado que existe la crítica -excesiva, populosa, contradictoria, ajustada a los vaivenes de las modas, atenta a las consignas, el mercado y la jet cultural-, ¿cuál es -o, para ser más precisos, cuál debería ser- su papel? Sin la menor duda, el de mediadora entre el autor y el lector. Por definición, el crítico es un lector especializado, que, por su preparación y, muy fundamentalmente, sus dotes innatas de visión y percepción, su especial sensibilidad estética, su buen gusto y su conocimiento de la teoría literaria y de las técnicas de los diversos géneros está facultado para indicarle al lector lo que podría haber visto y quizá no ha visto o lo que no hay aunque él crea que lo hay. De todo lo cual surge la que es, a mi juicio, la misión fundamental, arriesgada y heroica del crítico que, para cumplirla, tiene que ser radicalmente honesto, independiente y libre: dar a conocer los valores desconocidos y señalar los falsos valores.

 

Recientemente, Mario Vargas Llosa ha argumentado duramente contra la crítica literaria. No he podido hacerme con el texto en que lo ha hecho. Así que, como tantos han conocido las herejías y, en general, la ideas de Celso a través de las refutaciones de Clemente de Alejandría, yo he conocido lo dicho por Vargas, merced a la réplica defensiva de Miguel García Posada en su artículo Zaherir al crítico (Babelia, El País, Madrid, 5 de septiembre de 1998), donde entrecomilla extensos párrafos del autor hispanoperuano.

Los dos puntos principales de la «crítica a la crítica» de éste son los siguientes:

1.- Con «honrosas pero escasas excepciones […la crítica literaria] ha dejado de ser el hervidero de ideas y el vector central de la vida cultural que fue hasta los años cincuenta y sesenta cuando empezó a ensimismarse y frivolizarse».

2.- [La crítica está marcada por «la vacuidad»: la académica porque es] «seudocientífica, pretenciosa y a menudo ilegible»; [la periodística, porque] «cuando no es una mera extensión publicitaria de las casas editoriales, suele servir a los críticos para quedar bien con los amigos o tomarse mezquinos desquites con sus enemigos».

En su respuesta, García Posada defiende sin rubor el amiguismo, como institución «tan vieja como el mundo» y se escuda alegando «que no es planta que crezca sola en las tierras de la crítica» (pienso que no quiso decir que esta «planta» crezca acompañada por otras en esas tierras, sino que crece en otras tierras también; si no, no se entiende el argumento).

Para el poco hábil defensor de lo indefendible, si la crítica ha hecho «crisis como institución central de la vida cultural» (tampoco creo que haya que exigirle, ni esperar de ella tanto) se debe «al distinto puesto que la ‘intelligentsia’ tiene hoy en Occidente».Para él, por lo que se ve, la importancia y el valor del crítico depende del lugar donde la sociedad le sitúe. Más bien parece que debe ser al contrario: de la categoría intelectual del crítico, de su autoridad moral, dependerá el papel que los demás le concedan o le permitan representar. El puesto de guía o, menos aún, de intérprete veraz, de mediador fiable, en el sentido que hemos señalado con anterioridad, hay que ganárselo.

Finalmente, a García Posada, que Vargas Llosa considere la crítica como «una mera extensión publicitaria de las casas editoriales» le parece «un insulto que debe ser precisado con nombres y apellidos -si no, no vale-.» Conviene anotar aquí que García Posada acusa frecuentemente -a los intrusos; a los que, según él, difaman; a los críticos de La Fiera– sin dar nunca un solo nombre. Se ve que la regla es para los demás.

Ciertamente, Mario Vargas Llosa no da nombres. En un, a lo que parece, breve texto, en que ponía el dedo en varias llagas demasiado evidentes, no tenía por qué hacerlo. Pero yo sí voy a dar alguno, a guisa de ejemplo, en medio de la descripción de una secuencia de hechos que servirán para que el lector se sitúe y llegue con nosotros a donde le queremos llevar.

1.- En la pasada primavera, la Editorial Alfaguara publicó un libro de Javier Marías titulado Negra espalda del tiempo.

2.- Los críticos independientes, muy pocos, como, por ejemplo, Ricardo Senabre (Abc Cultural, 15 de mayo de 1998 ) y Manuel Asensio Moreno (Cuaderno nº 15 del Centro de Documentación de la Novela Española) hicieron críticas demoledoras no solamente a la forma, sino también al fondo del dicho libro, empleando adjetivos como «irrisorio e irritante» (Senabre) o «ridículo y chorra» (Asensio Moreno).

3.- Hasta críticos generalmente afectos al autor en cuestión, como Santos Sanz Villanueva (La Esfera, El Mundo, 23 de mayo de 1998) e Ignacio Echevarría (Babelia, El País, 16 de mayo de 1998), aunque hicieron encajes de bolillos para medio salvar el libro, hubieron de introducir en sus críticas largos párrafos muy severos, con conceptos como «prolijo, moroso e insoportable» (Echevarría) o «confuso, rudo y no siempre acertado ni en el léxico ni en la sintaxis» (Sanz Villanueva).

4.- Pasado un mes y medio desde la publicación de estas manifestaciones, en una sección que nada tenía que ver con el menester crítico, en comentario titulado La gramática y los géneros (Babelia, El País, 11 de julio de 1998), Miguel García Posada (nombres y apellidos) aprovechó para aludir a Marías y su Negra espalda del tiempo y decir que se trataba de «Un libro estremecedor , divertido a ratos, pero de indudable raíz trágica… El autor sabe saltar a los formidables abismos del tiempo, el destino y la muerte».

5.- A partir de tres días después, Alfaguara inició la inserción diaria de un recuadro publicitario, que duró varios meses, cuyo texto no era otro que el que acabamos de transcribir, subrayado, de Miguel García Posada.

6.- A mayor abundamiento, el texto es absolutamente falaz. Ni aunque el libro estuviese bien escrito -que ni mucho menos lo está-, ni aunque fuese interesante lo que en él se cuenta -que no lo es; es más bien irrisorio, ridículo, insoportable, como dijeron los críticos-, ni con todos los pronunciamientos favorables, hay nada en él que permita pensar ni remotamente que tenga nada de estremecedor, ni que por él aparezca algo parecido a los abismos del tiempo, el destino ni la muerte. Al Centro de Documentación de la Novela Española, llegó copia de la carta que una lectora, que compró el libro por causa del texto en cuestión, había dirigido a García Posada. En ella, tras aludir a la pretendida refutación de éste de las ideas de Vargas Llosa, decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Voy a dejar de lado la desorganización del mismo [del libro], así como sus numerosos defectos de léxico, de gramática y de contenido. Estará de acuerdo conmigo en que se divide en dos partes bien diferenciadas: una -casi la mitad- que trata sobre, digamos, la «historia» de Todas las almas, y otra -más de la segunda mitad- en que transcribe, muchas veces literalmente, el contenido de dos o tres obras que el autor ha leido sobre o de dos escritores ingleses, Wilfrid Ewart y Oloff de Wet, al parecer poco conocidos. Aunque una y otra narración -una y otra parte- estuviesen bien escritas y con amenidad, que no es el caso, repito, ¿usted cree honradamente, señor Posada, que contienen algo que se pueda calificar de «estremecedor»? ¿Qué página, qué pasaje es «de indudable raíz trágica»? ¿Dónde salta el autor a «los formidables abismos del tiempo, el destino y la muerte»? Y el caso es que que usted ha escrito eso, que no es verdad, y la Editorial lo ha utilizado, como dice Vargas, «como extensión publicitaria» suya.

 

En buena parte coincidente con la de Vargas Llosa, aunque todavía más dura y despectiva, fue la opinión de Andrés Trapiello, curiosamente uno de los novelistas que los citados Posada y Sanz Villanueva, así como Rafael Conte, «promocionan». (Digamos entre paréntesis, antes de continuar, que estos tres críticos, que lo son de los tres medios de comunicación más influyentes, constituyen otros tantos «modelos» -también por su situación en el jurado del Premio de la Crítica-, cuyas «anécdotas» pueden ser elevadas con validez a categorías). La expuso [su opinión sobre la crítica Trapiello] en el número de ABC Cultural de 2 de enero de 1998.

Comenzaba por definir al crítico profesional. Así: «Una de esas personas asalariadas que se ganan con esfuerzo su sustento escribiendo cada semana de éste o de aquél, según sopla el viento, y que al cabo de cuarenta años de «labor profesional» y cuatro mil reseñas periodísticas no logran reunir ni quince de ellas dignas de componer una triste plaquette con fines al menos arqueológicos».

«A menudo, seguía diciendo, leemos en los críticos profesionales tal o cual elogio hiperbólico y sin embargo nos asalta una duda (con frecuencia razonable) de venalidad u oportunismo, al tiempo que apreciamos una versatilidad en los juicios que resulta chocante».

Defendía en su artículo Trapiello la idea de que «los mejores críticos, los únicos críticos que valen, son los vocacionales, esto es, los que proceden del mundo de la creación -apasionados, subjetivos, arbitrarios, monomaníacos, invariables, inteligentes, con propia e interesada visión del mundo-, como Juan Ramón Jiménez, Azorín, Cernuda, Salinas, Cansinos, Bergamín, etc., etc.» Opinión con la que estoy absolutamente de acuerdo -¿cómo no voy a estarlo, si pertenezco a esa estirpe?- y que me lleva a hacer un inciso sobre algo -o alguien- que no es en modo alguno ajeno al tema de este artículo. En el Centro de Documentación de la Novela Española, tenemos como uno de los libros de cabecera (cabecera de las mesas, se entiende) La novela española desde 1939: Historia de una impostura (Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1994), de Manuel García Viñó, novelista y ensayista, quien, en 1967, publicó un polémico Novela Española Actual (Guadarrama, Madrid), imprescindible para conocer la situación de la creción y la crítica del momento. Pues bien, a la vista de la serie de adjetivos que empleaba Trapiello para definir a los críticos mejores y únicos válidos, me viene a las mientes que un profesor del Departamento de Filología Española de la Universidad Complutense, inteligente e independiente crítico, Angel García Galiano, excelente novelista también, que ha demostrado serlo con su reciente El mapa de las aguas, en su comentario a la Historia de una impostura de García Viñó (Letras de Deusto, nº 64, Vol. 24, Bilbao, julio-setiembre, 1994), calificaba al autor, en dos andanadas de adjetivos, de «outsider, heterodoxo por antonomasia de nuestra literatura, arbitrario, vehemente, lúcido, extremo» y «entusiasta, furibundo, rotundo, nunca aburrido, que dice verdades del barquero, que mira demasiado su propio ombligo, por entusiasta de sí mismo y de la literatura de su siglo». Quizá convenga añadir, dentro del espíritu de este trabajo, que García Viñó es uno de los escritores más implacablemente silenciados por los críticos del sistema y especialmente por los tres mencionados con anterioridad.

En la línea de Trapiello y Vargas Llosa, añadiría yo que dar coba cada semana a un escritor desde criterios coyunturales no puede servir más que para el beneficio del negocio editorial; no para nada relacionado ni remotamente con la verdadera literatura. Pero es que los críticos profesionales basan su realización personal, su éxito social, en que los escritores estén contentos con los que escriben sobre ellos y les estén agradecidos por la publicidad gratuita que les hacen; en que los editores, por lo mismo, les llamen a presentaciones, jurados y otros almuerzos y, si llega el caso, les pongan en nómina… Todo lo cual es posible merced -o quizá se deba- a la inflación de la presencia de los medios de comunicación en todos los ámbitos, y a la aplicación de la máxima posmodernista de «todo vale».

 

La situación y, más aún, la disposición de la crítica literaria actual en España es muy parecida, si no igual, a la de los últimos sesenta y primeros setenta, cuando el auge excluyente del realismo social. Descalificaba en bloque la noveslística del momento, por su falta de altura de miras intelectuales, su carencia de imaginación y su ignorancia de las nuevas técnicas narrativas, producto de la cosmovisión que habían propiciado la nueva física y las nuevas psicología y biología, pero, cuando se trataba de obras y de autores concretos, se cantaban las alabanzas de unas y de otros. Como ocurre ahora, a los no alineados les costaba trabajo entender cómo, de la suma de tantas individualidades excelentes, resultaba un conjunto tan deplorable.

Y esto nos lleva de la mano a otra «anécdota», que remacha la prueba de cuanto vengo diciendo. Durante los primeros meses de este año, García Posada dedicó varias de sus columnas semanales en Babelia a denunciar la falta de altura intelectual de la novela española hodierna, la ausencia de auténticos creadores y la excesiva comercialización que se ha apoderado del mundo editorial, el cual ha dejado de ser un difusor de cultura, con la consiguiente servidumbre de los escritores, pendientes de encontrar temas que vendan. En este orden de cosas, el director de Editorial Tusquets, Tony López, ha llegado a decir (Babelia, El País, 6 de junio de 1998): «no podemos publicar a quienes venden menos de cinco mil ejemplares». Ni aunque fuesen, supongo, un nuevo Joyce, un nuevo Kafka o una nueva Virginia Woolf. Pero, siguiendo con la anécdota: en cuanto publicó una (muy endeble, por los demás) novela Felipe Benítez Reyes, reconocido amigo de Posada, éste cantó sus alabanza diciendo: «He aquí una de las novelas del año. Por su ambición y por sus resultados. Por su subyugante personalidad, exhibida durante cerca de quinientas páginas de caja amplia. Por su derroche verbal, por la caudalosa inventiva que la atraviesa, por la hondura de su visión. Un producto absolutamente singular en el panorama de la reciente narrativa española». Como se ve, un conjunto de afirmaciones apodícticas que nada prueban, pero que engañan al lector común, especialmente a aquellos inocentes que tengan a García Posada por autoridad. Crítica anticientífica y declamatoria donde las haya, que prueba la sumisión del que la escribe a la satisfacción y complacencia del autor y el editor. En el Centro de Documentación de la Novela Española, hay numerosos recortes que demuestran que, para García Posada, entre las varias «novelas del año», siempre están las de sus íntimos..

Si el novelista es nuevo, de fuera del sistema o, como ha dicho Vargas Llosa, enemigo, la reacción es la opuesta. A propósito de la, al menos discreta, novela de un principiante –Corazón negro, de Daniel Múgica- se despachó tonante Santos Sanz Villanueva (La Esfera, El Mundo, 4 de abril de 1998), quien, entre otras cosas, proclamaba: «un intento de suplir la insustancialidad de las anécdotas y de las vivencias con un estilo enfático y pretencioso. Un estilo, además, con no escasos errores gramaticales e hijo de un desdén por la expresión exacta. Múgica utiliza la propia novela para relativizar el uso de los pronombres y signos de puntuación, pero debiera guardar más respeto a las normas si no quiere confundir la libertad expresiva con la incompetencia lingüística». Lo mejor que se puede decir de este juicio es que hubiese cuadrado a la perfección aplicado a cualquier novela de Javier Marías, de quien Villanueva es devoto. Lo que nos lleva a preguntarnos por cómo será de rechazable el libro de Javier Marías, Negra espalda del tiempo, de que hemos hablado con anterioridad, cuando hasta Sanz se atrevió a escribir, siguiendo muy de cerca lo expuesto en diversos trabajos del C.D.N.E., lo siguiente: «No está a la misma altura [a la misma altura del contenido que, digo yo, era nula] el estilo, de cierta rudeza cuando construye frases largas, de sentido confuso a veces y no siempre acertado ni en el léxico ni en la sintaxis, pues no faltan impropiedades semánticas y gramaticales». No se atrevió a tanto como con Múgica, aunque, en realidad, hubiese podido y debido hacerlo; no le acusaba de nada parecido a confundir «la libertad expresiva con la incompetencia lingüística», que hubiese sido lo justo y lo honesto y, para colmo, enguataba su crítica con esta increíble justificación: «Pero para él [Marías] la lengua es poco más que un vehículo neutro y funcional utilizado para llevarnos a un mundo entre real y fabuloso en el que aloja cuestiones morales e intelectuales sustantivas». Sobre que, acerca de estas alturas morales e intelectuales que vislumbra Sanz desde su púlpito, se puede decir lo mismo que del carácter estremecedor, trágico, etcétera que palpaba Posada en el libro, está la estupefacción que produce leer a un crítico que, para un escritor de novelas, «la lengua es poco más que un vehículo neutro y funcional». ¿Para quién, entonces, será herramienta fundamental y de primer rango?

 

No debe faltar aquí una «anécdota» del «tercer hombre», del otro crítico que, junto con García Posada y Santos Sanz Villanueva, es el más influyente -en razón, como los otros, del medio en que publica- de nuestro país: Rafael Conte. En su crítica a la novela El pecado de los dioses, de su compañero mediático e ideológico Jaime Campmany, entre las «batallitas» que contaba (Conte, en las primeras tres cuartas partes de sus críticas, siempre cuenta cosas; sólo alude al libro en cuestión en un breve párrafo final y jamás entra a fondo en la obra ni analiza sus -posibles- valores estético-literarios), entre las «batallitas», digo, deslizaba esta afirmación, tal vez para amortiguar excesivas alabanzas anteriores: «Este libro, cuidadosamente escrito, un pelín arcaizante y más tradicional en su composición de lo que hoy se estila -las escenas juveniles no alcanzan el lenguaje debido de nuestros días ni sus comportamientos sexuales son demasiados verosímiles a veces, véanse los últimos ‘nadales'»… Es ejemplar este párrafo de lo que no debe ser una crítica ni una redacción en castellano. ¿Qué quiere decir «escenas juveniles»? ¿Es que las escenas son juveniles o avejentadas, porque intervengan en ellas jóvenes o viejos? ¿Y «el lenguaje debido»? ¿Qué quiere decir esa expresión en crítica literaria? ¿Qué tiene que ver con los valores literarios el comportamiento sexual? Y ¿de quién es el comportamiento, según redacta Conte? ¿De las escenas? ¿Es necesario escribir, según lo que hoy se lleva? Pero, sobre todo, desde el punto de vista de un análisis riguroso de una obra, ¿qué significa la referencia a «los últimos nadales»? ¿Por qué y para qué se aconseja al lector que vea los últimos «nadales»? ¿Constituye eso una obligada medición? ¿Forma parte de una escala de valores? La manera folcklórico-mundana que han ideado los editores españoles para obtener publicidad gratuita, aprovechándose de la inocente incultura del público y de la venalidad e incompetencia de la mayoría de los críticos, ¿tiene algo que ver con un análisis medianamente serio de las obras?

 

Un primer juicio derivado de los ejemplos aducidos señala desconcierto. Personalmente, aunque sin descartar éste, prefiero hablar de arbitrariedad, pues no se puede decir en justicia que, al menos dos de estos tres críticos, carezcan de la suficiente preparación. Pero ninguno de ellos ha tenido el valor necesario para pechar con el precio de la independencia. No son «espíritus libres», en el sentido nietzscheano de la expresión. Vargas Llosa y Trapiello los han acusado de amiguistas y venales. La venalidad existe, ciertamente, sea económica sea moral. Como también el amiguismo y la falta de rigor y de ética profesional.

Un seguimiento, durante seis meses, de las páginas literarias de El País, ABC y El Mundo, así como a media docena de catedráticos de Literatura y otros tantos académicos de la Lengua, llevado a cabo por el Centro de Documentación de la Novela Española, dio el siguiente resultado, con cuya exposición termino esta visión de la crítica literaria española de hoy.

 

Lo primero que hemos observado en los miembros de los tres grupos es una acusada tendencia al conformismo y al inmovilismo y, como consecuencia de ello, un terror visceral a lo nuevo, lo diferenmte, lo que es producto de una poderosa imaginación, lo original. Decía Bertrand Russell que «la gente teme al pensamiento original más que a nada en el mundo; más que a la ruina, más que a la propia muerte». Críticos, académicos y profesores, en este sentido, son «gente».

Otras de las primeras cosas que descubrimos es que los tres gremios, unas veces juntos y otras por separado, han establecido unos cuantos cánones y pactado un convenio sobre su uso, reducción o ampliación. Canon de escritores vivos, canon de escritores muertos, canon de obras, canon de lo que se puede o no se puede (debe) aceptar, sobre a quiénes se puede o no se puede (debe) tener en cuenta. La inercia prima en el quehacer de estas personas.

Es plena su disposición a decir ante todo cuanto está en las listas del convenio, a otorgarle el visto bueno. Y a rechazar a priori o a ignorar todo cuanto implique sorpresa. Fundamentalmente, cierran los ojos ante todo aquello que amenace con obligarles a emitir un juicio personal sin el auxilio de una bibliografía, aunque sea mínima, o unas consignas, generalmente provenientes, sobre todo en el ámbito de los críticos, del mundo editorial. Por razones canónicas, se sienten obligados en la actualidad a tomarse en serio a escritores como Javier Marías, Amudena Grandes, Maruja Torres, Rosa Montero, Josefina Aldecoa, Muñoz Molina, Juan Luis Cebrián, Juan Marsé, el detective Carvalho, Fernando Savater, Molina Foix, García Montero, José María Guelbenzu, Benítez Reyes, etc., porque se lo han tomado en serio antes otros, a su vez apoyados en el «juicio» de otros más, sin que nadie en la cadena caiga en la cuenta de que, en el origen del bulo, está la publicidad, los intereses comerciales, los del poder, una política bastarda y, sin duda, el ansia humana de hacer desaparecer al «otro»; más, cuanto más «otro» sea. Sobre este tema, escribió lúcidamente Juan Ramón Jiménez: «Lo querían matar / los iguales / porque era distinto».

Que esa actitud excluya, silencie, aherroje en las catacumbas a muchos valores auténticos, no les preocupa. La injusticia no les preocupa. Todo vale, con tal de no verse obligado a pensar, a poner en cuestión los criterios dominantes ni los intereses particulares y de la «organización».

Normalmnte, ninguno es capaz -ni lo busca- de ponerse en disposición de discrepar. Su tranqulidad depende de navegar a favor del viento, en la dirección de la corriente que más empuja, disimulando el vacío, la nada, la chatez, la mediocridad, la falta de una concepción del mundo y de la literatura mediante la exhibición del conocimiento de fechas, de datos, de los nombres que suenan, nunca de ideas. Ante la aparición de un nuevo Kafka, un nuevo Joyce, un nuevo Faulkner, no sabrían qué decir. Cuando hacía crítica literaria en ABC, Andrés Amorós se encontró una vez con que tenía que juzgar la primera novela de una escritora. Al principio de su comentario, escribió -cito de memoria-: «Como se trata de una primera novela, y su autora, por tanto, carece de bibliografía, al crítico le cuesta mucho trabajo decir algo sobre ella».

Finalmente, digamos que, en esta búsqueda de comunes denominadores, hemos encontrado que, por parte de los críticos, profesores y académicos, se defiende y promociona la novela costumbista y la de peripecias.

Realmente, se hace difícil entender que, a estas alturas del siglo, cuando la novela ha navegado ya por anchas mares de desarrollo contenutista, técnico y formal, reclamada, como hemos dicho, por la nueva concepción del mundo propiciada fundamentalmente por la teoría de la relatividad y la mecánica quántica, y cuando está la televisión para satisfacer las ansias de fábula de la gente más sencilla e inculta, resulta difícil, digo, comprender que esto sea así. Pero lo es, y la propaganda con que se intentan vender estos productos produce sonrojo. Véase, por ejemplo, cómo Editorial Planeta presentaba la novela ¡Soy la madre! (el título ya se las trae), de Carmen Conde, recién ingresada a la sazón en la Academia y que con ella obtuvo «casualmente», poco después, el premio que otorga dicha editorial: «El despótico cacique de un pueblo viola a la joven Laurencia y, unos años después, empujado por los celos, hace matar al modesto campesino que se había casado con la muchacha. Estos dos dramas deciden la personalidad de Laurencia, obsesionada por el odio que siente hacia don Diego y con un amor exclusivo por su hijo, Francisco, que le mueve a consagrar su vida a él. Muere don Diego y lega toda su fortuna a Laurencia, quien ahora tiene que elegir entre rehacer su vida junto a otro hombre, que le propone ser su marido o seguir viendo sólo para ser madre».

¿A quién puede ir dirigida una propaganda semejante? ¿Hay, de verdad, personas en España que sepan leer y a la vez se sientan atraídas por semejante reclamo? Pero lo más triste, lo descorazonador, no es este descenso al nivel de los más obsoletos folletines, de los más lacrimógenos seriales radiofónicos, desde posiciones que se presentan como cultas, pues el premio que concedieron a esta obra lo concedió un jurado compuesto por críticos y profesores de literatura; lo verdaderamente triste es que la novela, escrita por una autora que había tenido el honor de ser la primera mujer académica en nuestro país, responde en un todo a ese resumen que se ofreció como señuelo publicitario.

Algo parecido podríamos decir de la, más reciente, presentación de Editorial Tusquets, en la contracubierta del libro, de la novela Malena es un nombre de tango, de Almudena Grandes: secretos de una familia burguesa, celos entre hermanas gemelas, niñas que quieren ser niños, maldiciones, miedos, etc., etc. Un peliculón.

Si se atienden las páginas de cultura del diario El País, en las que prácticamente sólo se dan noticias, como en su suplemento Babelia, de las editoriales Alfaguara, Anagrama, Tusquets, Espasa Calpe, Alianza y Planeta, parece que la primera obligación que tiene hoy un novelista, para entrar en el carrusel del éxito, es contar cómo fue la década de los setenta o la de los ochenta, preferentemente en Madrid o en Barcelona. Si la descripción, más o menos pormenorizada, de décadas y urbes, urbes y décadas, se adereza con una buena dosis de sexo bruto, droga y delincuencia, por supuesto sin trascender, se cumple satisfactoriamente con la demanda. La apoyatura autobiográfica de todo este material, digamos, novelístico, es abrumadora. La falta de aportación personal, de creatividad, de imaginación, por parte del autor, ostensible.

¿Cómo unos críticos que no sólo admiten esto, sino que, cómplices de los mercaderes, lo bendicen y promocionan, con exclusión de otros escritores que también existen y que se ven obligados a publicar en editoriales semiclandestinas, van a cumplir esa misión de orientadores, historiadores y teorizadores que cumplieron gloriosamente los críticos del medio siglo?

 

 

LA CRITICA LITERARIA EN ESPAÑA, HOY

M. García Viñó
Rebelión

 

Antes que nada, una declaración de principios: una literatura que necesita de la crítica para desarrollarse plenamente en la sociedad es una literatura en crisis. Lo mismo se puede decir de la pintura y de otras manifestaciones culturales.

 

Hace alrededor de treinta años, la presencia y prepotencia de la crítica llegó a ser tan grande, que casi logró eclipsar a la creación. Lo que se decía (y se llegaban a hacer interpretaciones verdaderamente temerarias o fantásticas) de un libro era muchas veces más importante que el libro mismo. Umberto Eco contaba en una de sus obras que ideó hacer un ensayo sobre una obra inexistente de un autor asímismo fantasmal, pero que se detuvo ante las previsibles consecuencias. Es cosa de preguntarse -y yo me lo pregunto- si el hecho de que hoy no sea así -porque hoy no es así; la crítica ha vuelto a representar un papel ancilar que, muchísimas veces, desemboca en otro más innoble-, a pesar de la profusión de críticos, es bueno o malo. Por una parte, bueno, porque no es misión de la crítica suplantar a la creación, pero, por otra, malo, porque es señal de que la crítica no tiene ninguna entidad intelectual, ningún rango literario. La diferencia entre la crítica de los años cincuenta y sesenta, cuyos autores eran, por encima de simples informadores, ensayistas, teóricos de la estética, historiadores y pensadores, y la actual es tan grande como la que puede haber entre el editorialista de un periódico y quien lo vocea en una esquina.

 

Aceptado que existe la crítica -excesiva, populosa, contradictoria, ajustada a los vaivenes de las modas, atenta a las consignas, el mercado y la jet cultural-, ¿cuál es -o, para ser más precisos, cuál debería ser- su papel? Sin la menor duda, el de mediadora entre el autor y el lector. Por definición, el crítico es un lector especializado, que, por su preparación y, muy fundamentalmente, sus dotes innatas de visión y percepción, su especial sensibilidad estética, su buen gusto y su conocimiento de la teoría literaria y de las técnicas de los diversos géneros está facultado para indicarle al lector lo que podría haber visto y quizá no ha visto o lo que no hay aunque él crea que lo hay. De todo lo cual surge la que es, a mi juicio, la misión fundamental, arriesgada y heroica del crítico que, para cumplirla, tiene que ser radicalmente honesto, independiente y libre: dar a conocer los valores desconocidos y señalar los falsos valores.

 

Recientemente, Mario Vargas Llosa ha argumentado duramente contra la crítica literaria. No he podido hacerme con el texto en que lo ha hecho. Así que, como tantos han conocido las herejías y, en general, la ideas de Celso a través de las refutaciones de Clemente de Alejandría, yo he conocido lo dicho por Vargas, merced a la réplica defensiva de Miguel García Posada en su artículo Zaherir al crítico (Babelia, El País, Madrid, 5 de septiembre de 1998), donde entrecomilla extensos párrafos del autor hispanoperuano.

Los dos puntos principales de la «crítica a la crítica» de éste son los siguientes:

1.- Con «honrosas pero escasas excepciones […la crítica literaria] ha dejado de ser el hervidero de ideas y el vector central de la vida cultural que fue hasta los años cincuenta y sesenta cuando empezó a ensimismarse y frivolizarse».

2.- [La crítica está marcada por «la vacuidad»: la académica porque es] «seudocientífica, pretenciosa y a menudo ilegible»; [la periodística, porque] «cuando no es una mera extensión publicitaria de las casas editoriales, suele servir a los críticos para quedar bien con los amigos o tomarse mezquinos desquites con sus enemigos».

En su respuesta, García Posada defiende sin rubor el amiguismo, como institución «tan vieja como el mundo» y se escuda alegando «que no es planta que crezca sola en las tierras de la crítica» (pienso que no quiso decir que esta «planta» crezca acompañada por otras en esas tierras, sino que crece en otras tierras también; si no, no se entiende el argumento).

Para el poco hábil defensor de lo indefendible, si la crítica ha hecho «crisis como institución central de la vida cultural» (tampoco creo que haya que exigirle, ni esperar de ella tanto) se debe «al distinto puesto que la ‘intelligentsia’ tiene hoy en Occidente».Para él, por lo que se ve, la importancia y el valor del crítico depende del lugar donde la sociedad le sitúe. Más bien parece que debe ser al contrario: de la categoría intelectual del crítico, de su autoridad moral, dependerá el papel que los demás le concedan o le permitan representar. El puesto de guía o, menos aún, de intérprete veraz, de mediador fiable, en el sentido que hemos señalado con anterioridad, hay que ganárselo.

Finalmente, a García Posada, que Vargas Llosa considere la crítica como «una mera extensión publicitaria de las casas editoriales» le parece «un insulto que debe ser precisado con nombres y apellidos -si no, no vale-.» Conviene anotar aquí que García Posada acusa frecuentemente -a los intrusos; a los que, según él, difaman; a los críticos de La Fiera– sin dar nunca un solo nombre. Se ve que la regla es para los demás.

Ciertamente, Mario Vargas Llosa no da nombres. En un, a lo que parece, breve texto, en que ponía el dedo en varias llagas demasiado evidentes, no tenía por qué hacerlo. Pero yo sí voy a dar alguno, a guisa de ejemplo, en medio de la descripción de una secuencia de hechos que servirán para que el lector se sitúe y llegue con nosotros a donde le queremos llevar.

1.- En la pasada primavera, la Editorial Alfaguara publicó un libro de Javier Marías titulado Negra espalda del tiempo.

2.- Los críticos independientes, muy pocos, como, por ejemplo, Ricardo Senabre (Abc Cultural, 15 de mayo de 1998 ) y Manuel Asensio Moreno (Cuaderno nº 15 del Centro de Documentación de la Novela Española) hicieron críticas demoledoras no solamente a la forma, sino también al fondo del dicho libro, empleando adjetivos como «irrisorio e irritante» (Senabre) o «ridículo y chorra» (Asensio Moreno).

3.- Hasta críticos generalmente afectos al autor en cuestión, como Santos Sanz Villanueva (La Esfera, El Mundo, 23 de mayo de 1998) e Ignacio Echevarría (Babelia, El País, 16 de mayo de 1998), aunque hicieron encajes de bolillos para medio salvar el libro, hubieron de introducir en sus críticas largos párrafos muy severos, con conceptos como «prolijo, moroso e insoportable» (Echevarría) o «confuso, rudo y no siempre acertado ni en el léxico ni en la sintaxis» (Sanz Villanueva).

4.- Pasado un mes y medio desde la publicación de estas manifestaciones, en una sección que nada tenía que ver con el menester crítico, en comentario titulado La gramática y los géneros (Babelia, El País, 11 de julio de 1998), Miguel García Posada (nombres y apellidos) aprovechó para aludir a Marías y su Negra espalda del tiempo y decir que se trataba de «Un libro estremecedor , divertido a ratos, pero de indudable raíz trágica… El autor sabe saltar a los formidables abismos del tiempo, el destino y la muerte».

5.- A partir de tres días después, Alfaguara inició la inserción diaria de un recuadro publicitario, que duró varios meses, cuyo texto no era otro que el que acabamos de transcribir, subrayado, de Miguel García Posada.

6.- A mayor abundamiento, el texto es absolutamente falaz. Ni aunque el libro estuviese bien escrito -que ni mucho menos lo está-, ni aunque fuese interesante lo que en él se cuenta -que no lo es; es más bien irrisorio, ridículo, insoportable, como dijeron los críticos-, ni con todos los pronunciamientos favorables, hay nada en él que permita pensar ni remotamente que tenga nada de estremecedor, ni que por él aparezca algo parecido a los abismos del tiempo, el destino ni la muerte. Al Centro de Documentación de la Novela Española, llegó copia de la carta que una lectora, que compró el libro por causa del texto en cuestión, había dirigido a García Posada. En ella, tras aludir a la pretendida refutación de éste de las ideas de Vargas Llosa, decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Voy a dejar de lado la desorganización del mismo [del libro], así como sus numerosos defectos de léxico, de gramática y de contenido. Estará de acuerdo conmigo en que se divide en dos partes bien diferenciadas: una -casi la mitad- que trata sobre, digamos, la «historia» de Todas las almas, y otra -más de la segunda mitad- en que transcribe, muchas veces literalmente, el contenido de dos o tres obras que el autor ha leido sobre o de dos escritores ingleses, Wilfrid Ewart y Oloff de Wet, al parecer poco conocidos. Aunque una y otra narración -una y otra parte- estuviesen bien escritas y con amenidad, que no es el caso, repito, ¿usted cree honradamente, señor Posada, que contienen algo que se pueda calificar de «estremecedor»? ¿Qué página, qué pasaje es «de indudable raíz trágica»? ¿Dónde salta el autor a «los formidables abismos del tiempo, el destino y la muerte»? Y el caso es que que usted ha escrito eso, que no es verdad, y la Editorial lo ha utilizado, como dice Vargas, «como extensión publicitaria» suya.

 

En buena parte coincidente con la de Vargas Llosa, aunque todavía más dura y despectiva, fue la opinión de Andrés Trapiello, curiosamente uno de los novelistas que los citados Posada y Sanz Villanueva, así como Rafael Conte, «promocionan». (Digamos entre paréntesis, antes de continuar, que estos tres críticos, que lo son de los tres medios de comunicación más influyentes, constituyen otros tantos «modelos» -también por su situación en el jurado del Premio de la Crítica-, cuyas «anécdotas» pueden ser elevadas con validez a categorías). La expuso [su opinión sobre la crítica Trapiello] en el número de ABC Cultural de 2 de enero de 1998.

Comenzaba por definir al crítico profesional. Así: «Una de esas personas asalariadas que se ganan con esfuerzo su sustento escribiendo cada semana de éste o de aquél, según sopla el viento, y que al cabo de cuarenta años de «labor profesional» y cuatro mil reseñas periodísticas no logran reunir ni quince de ellas dignas de componer una triste plaquette con fines al menos arqueológicos».

«A menudo, seguía diciendo, leemos en los críticos profesionales tal o cual elogio hiperbólico y sin embargo nos asalta una duda (con frecuencia razonable) de venalidad u oportunismo, al tiempo que apreciamos una versatilidad en los juicios que resulta chocante».

Defendía en su artículo Trapiello la idea de que «los mejores críticos, los únicos críticos que valen, son los vocacionales, esto es, los que proceden del mundo de la creación -apasionados, subjetivos, arbitrarios, monomaníacos, invariables, inteligentes, con propia e interesada visión del mundo-, como Juan Ramón Jiménez, Azorín, Cernuda, Salinas, Cansinos, Bergamín, etc., etc.» Opinión con la que estoy absolutamente de acuerdo -¿cómo no voy a estarlo, si pertenezco a esa estirpe?- y que me lleva a hacer un inciso sobre algo -o alguien- que no es en modo alguno ajeno al tema de este artículo. En el Centro de Documentación de la Novela Española, tenemos como uno de los libros de cabecera (cabecera de las mesas, se entiende) La novela española desde 1939: Historia de una impostura (Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1994), de Manuel García Viñó, novelista y ensayista, quien, en 1967, publicó un polémico Novela Española Actual (Guadarrama, Madrid), imprescindible para conocer la situación de la creción y la crítica del momento. Pues bien, a la vista de la serie de adjetivos que empleaba Trapiello para definir a los críticos mejores y únicos válidos, me viene a las mientes que un profesor del Departamento de Filología Española de la Universidad Complutense, inteligente e independiente crítico, Angel García Galiano, excelente novelista también, que ha demostrado serlo con su reciente El mapa de las aguas, en su comentario a la Historia de una impostura de García Viñó (Letras de Deusto, nº 64, Vol. 24, Bilbao, julio-setiembre, 1994), calificaba al autor, en dos andanadas de adjetivos, de «outsider, heterodoxo por antonomasia de nuestra literatura, arbitrario, vehemente, lúcido, extremo» y «entusiasta, furibundo, rotundo, nunca aburrido, que dice verdades del barquero, que mira demasiado su propio ombligo, por entusiasta de sí mismo y de la literatura de su siglo». Quizá convenga añadir, dentro del espíritu de este trabajo, que García Viñó es uno de los escritores más implacablemente silenciados por los críticos del sistema y especialmente por los tres mencionados con anterioridad.

En la línea de Trapiello y Vargas Llosa, añadiría yo que dar coba cada semana a un escritor desde criterios coyunturales no puede servir más que para el beneficio del negocio editorial; no para nada relacionado ni remotamente con la verdadera literatura. Pero es que los críticos profesionales basan su realización personal, su éxito social, en que los escritores estén contentos con los que escriben sobre ellos y les estén agradecidos por la publicidad gratuita que les hacen; en que los editores, por lo mismo, les llamen a presentaciones, jurados y otros almuerzos y, si llega el caso, les pongan en nómina… Todo lo cual es posible merced -o quizá se deba- a la inflación de la presencia de los medios de comunicación en todos los ámbitos, y a la aplicación de la máxima posmodernista de «todo vale».

 

La situación y, más aún, la disposición de la crítica literaria actual en España es muy parecida, si no igual, a la de los últimos sesenta y primeros setenta, cuando el auge excluyente del realismo social. Descalificaba en bloque la noveslística del momento, por su falta de altura de miras intelectuales, su carencia de imaginación y su ignorancia de las nuevas técnicas narrativas, producto de la cosmovisión que habían propiciado la nueva física y las nuevas psicología y biología, pero, cuando se trataba de obras y de autores concretos, se cantaban las alabanzas de unas y de otros. Como ocurre ahora, a los no alineados les costaba trabajo entender cómo, de la suma de tantas individualidades excelentes, resultaba un conjunto tan deplorable.

Y esto nos lleva de la mano a otra «anécdota», que remacha la prueba de cuanto vengo diciendo. Durante los primeros meses de este año, García Posada dedicó varias de sus columnas semanales en Babelia a denunciar la falta de altura intelectual de la novela española hodierna, la ausencia de auténticos creadores y la excesiva comercialización que se ha apoderado del mundo editorial, el cual ha dejado de ser un difusor de cultura, con la consiguiente servidumbre de los escritores, pendientes de encontrar temas que vendan. En este orden de cosas, el director de Editorial Tusquets, Tony López, ha llegado a decir (Babelia, El País, 6 de junio de 1998): «no podemos publicar a quienes venden menos de cinco mil ejemplares». Ni aunque fuesen, supongo, un nuevo Joyce, un nuevo Kafka o una nueva Virginia Woolf. Pero, siguiendo con la anécdota: en cuanto publicó una (muy endeble, por los demás) novela Felipe Benítez Reyes, reconocido amigo de Posada, éste cantó sus alabanza diciendo: «He aquí una de las novelas del año. Por su ambición y por sus resultados. Por su subyugante personalidad, exhibida durante cerca de quinientas páginas de caja amplia. Por su derroche verbal, por la caudalosa inventiva que la atraviesa, por la hondura de su visión. Un producto absolutamente singular en el panorama de la reciente narrativa española». Como se ve, un conjunto de afirmaciones apodícticas que nada prueban, pero que engañan al lector común, especialmente a aquellos inocentes que tengan a García Posada por autoridad. Crítica anticientífica y declamatoria donde las haya, que prueba la sumisión del que la escribe a la satisfacción y complacencia del autor y el editor. En el Centro de Documentación de la Novela Española, hay numerosos recortes que demuestran que, para García Posada, entre las varias «novelas del año», siempre están las de sus íntimos..

Si el novelista es nuevo, de fuera del sistema o, como ha dicho Vargas Llosa, enemigo, la reacción es la opuesta. A propósito de la, al menos discreta, novela de un principiante –Corazón negro, de Daniel Múgica- se despachó tonante Santos Sanz Villanueva (La Esfera, El Mundo, 4 de abril de 1998), quien, entre otras cosas, proclamaba: «un intento de suplir la insustancialidad de las anécdotas y de las vivencias con un estilo enfático y pretencioso. Un estilo, además, con no escasos errores gramaticales e hijo de un desdén por la expresión exacta. Múgica utiliza la propia novela para relativizar el uso de los pronombres y signos de puntuación, pero debiera guardar más respeto a las normas si no quiere confundir la libertad expresiva con la incompetencia lingüística». Lo mejor que se puede decir de este juicio es que hubiese cuadrado a la perfección aplicado a cualquier novela de Javier Marías, de quien Villanueva es devoto. Lo que nos lleva a preguntarnos por cómo será de rechazable el libro de Javier Marías, Negra espalda del tiempo, de que hemos hablado con anterioridad, cuando hasta Sanz se atrevió a escribir, siguiendo muy de cerca lo expuesto en diversos trabajos del C.D.N.E., lo siguiente: «No está a la misma altura [a la misma altura del contenido que, digo yo, era nula] el estilo, de cierta rudeza cuando construye frases largas, de sentido confuso a veces y no siempre acertado ni en el léxico ni en la sintaxis, pues no faltan impropiedades semánticas y gramaticales». No se atrevió a tanto como con Múgica, aunque, en realidad, hubiese podido y debido hacerlo; no le acusaba de nada parecido a confundir «la libertad expresiva con la incompetencia lingüística», que hubiese sido lo justo y lo honesto y, para colmo, enguataba su crítica con esta increíble justificación: «Pero para él [Marías] la lengua es poco más que un vehículo neutro y funcional utilizado para llevarnos a un mundo entre real y fabuloso en el que aloja cuestiones morales e intelectuales sustantivas». Sobre que, acerca de estas alturas morales e intelectuales que vislumbra Sanz desde su púlpito, se puede decir lo mismo que del carácter estremecedor, trágico, etcétera que palpaba Posada en el libro, está la estupefacción que produce leer a un crítico que, para un escritor de novelas, «la lengua es poco más que un vehículo neutro y funcional». ¿Para quién, entonces, será herramienta fundamental y de primer rango?

 

No debe faltar aquí una «anécdota» del «tercer hombre», del otro crítico que, junto con García Posada y Santos Sanz Villanueva, es el más influyente -en razón, como los otros, del medio en que publica- de nuestro país: Rafael Conte. En su crítica a la novela El pecado de los dioses, de su compañero mediático e ideológico Jaime Campmany, entre las «batallitas» que contaba (Conte, en las primeras tres cuartas partes de sus críticas, siempre cuenta cosas; sólo alude al libro en cuestión en un breve párrafo final y jamás entra a fondo en la obra ni analiza sus -posibles- valores estético-literarios), entre las «batallitas», digo, deslizaba esta afirmación, tal vez para amortiguar excesivas alabanzas anteriores: «Este libro, cuidadosamente escrito, un pelín arcaizante y más tradicional en su composición de lo que hoy se estila -las escenas juveniles no alcanzan el lenguaje debido de nuestros días ni sus comportamientos sexuales son demasiados verosímiles a veces, véanse los últimos ‘nadales'»… Es ejemplar este párrafo de lo que no debe ser una crítica ni una redacción en castellano. ¿Qué quiere decir «escenas juveniles»? ¿Es que las escenas son juveniles o avejentadas, porque intervengan en ellas jóvenes o viejos? ¿Y «el lenguaje debido»? ¿Qué quiere decir esa expresión en crítica literaria? ¿Qué tiene que ver con los valores literarios el comportamiento sexual? Y ¿de quién es el comportamiento, según redacta Conte? ¿De las escenas? ¿Es necesario escribir, según lo que hoy se lleva? Pero, sobre todo, desde el punto de vista de un análisis riguroso de una obra, ¿qué significa la referencia a «los últimos nadales»? ¿Por qué y para qué se aconseja al lector que vea los últimos «nadales»? ¿Constituye eso una obligada medición? ¿Forma parte de una escala de valores? La manera folcklórico-mundana que han ideado los editores españoles para obtener publicidad gratuita, aprovechándose de la inocente incultura del público y de la venalidad e incompetencia de la mayoría de los críticos, ¿tiene algo que ver con un análisis medianamente serio de las obras?

 

Un primer juicio derivado de los ejemplos aducidos señala desconcierto. Personalmente, aunque sin descartar éste, prefiero hablar de arbitrariedad, pues no se puede decir en justicia que, al menos dos de estos tres críticos, carezcan de la suficiente preparación. Pero ninguno de ellos ha tenido el valor necesario para pechar con el precio de la independencia. No son «espíritus libres», en el sentido nietzscheano de la expresión. Vargas Llosa y Trapiello los han acusado de amiguistas y venales. La venalidad existe, ciertamente, sea económica sea moral. Como también el amiguismo y la falta de rigor y de ética profesional.

Un seguimiento, durante seis meses, de las páginas literarias de El País, ABC y El Mundo, así como a media docena de catedráticos de Literatura y otros tantos académicos de la Lengua, llevado a cabo por el Centro de Documentación de la Novela Española, dio el siguiente resultado, con cuya exposición termino esta visión de la crítica literaria española de hoy.

 

Lo primero que hemos observado en los miembros de los tres grupos es una acusada tendencia al conformismo y al inmovilismo y, como consecuencia de ello, un terror visceral a lo nuevo, lo diferenmte, lo que es producto de una poderosa imaginación, lo original. Decía Bertrand Russell que «la gente teme al pensamiento original más que a nada en el mundo; más que a la ruina, más que a la propia muerte». Críticos, académicos y profesores, en este sentido, son «gente».

Otras de las primeras cosas que descubrimos es que los tres gremios, unas veces juntos y otras por separado, han establecido unos cuantos cánones y pactado un convenio sobre su uso, reducción o ampliación. Canon de escritores vivos, canon de escritores muertos, canon de obras, canon de lo que se puede o no se puede (debe) aceptar, sobre a quiénes se puede o no se puede (debe) tener en cuenta. La inercia prima en el quehacer de estas personas.

Es plena su disposición a decir ante todo cuanto está en las listas del convenio, a otorgarle el visto bueno. Y a rechazar a priori o a ignorar todo cuanto implique sorpresa. Fundamentalmente, cierran los ojos ante todo aquello que amenace con obligarles a emitir un juicio personal sin el auxilio de una bibliografía, aunque sea mínima, o unas consignas, generalmente provenientes, sobre todo en el ámbito de los críticos, del mundo editorial. Por razones canónicas, se sienten obligados en la actualidad a tomarse en serio a escritores como Javier Marías, Amudena Grandes, Maruja Torres, Rosa Montero, Josefina Aldecoa, Muñoz Molina, Juan Luis Cebrián, Juan Marsé, el detective Carvalho, Fernando Savater, Molina Foix, García Montero, José María Guelbenzu, Benítez Reyes, etc., porque se lo han tomado en serio antes otros, a su vez apoyados en el «juicio» de otros más, sin que nadie en la cadena caiga en la cuenta de que, en el origen del bulo, está la publicidad, los intereses comerciales, los del poder, una política bastarda y, sin duda, el ansia humana de hacer desaparecer al «otro»; más, cuanto más «otro» sea. Sobre este tema, escribió lúcidamente Juan Ramón Jiménez: «Lo querían matar / los iguales / porque era distinto».

Que esa actitud excluya, silencie, aherroje en las catacumbas a muchos valores auténticos, no les preocupa. La injusticia no les preocupa. Todo vale, con tal de no verse obligado a pensar, a poner en cuestión los criterios dominantes ni los intereses particulares y de la «organización».

Normalmnte, ninguno es capaz -ni lo busca- de ponerse en disposición de discrepar. Su tranqulidad depende de navegar a favor del viento, en la dirección de la corriente que más empuja, disimulando el vacío, la nada, la chatez, la mediocridad, la falta de una concepción del mundo y de la literatura mediante la exhibición del conocimiento de fechas, de datos, de los nombres que suenan, nunca de ideas. Ante la aparición de un nuevo Kafka, un nuevo Joyce, un nuevo Faulkner, no sabrían qué decir. Cuando hacía crítica literaria en ABC, Andrés Amorós se encontró una vez con que tenía que juzgar la primera novela de una escritora. Al principio de su comentario, escribió -cito de memoria-: «Como se trata de una primera novela, y su autora, por tanto, carece de bibliografía, al crítico le cuesta mucho trabajo decir algo sobre ella».

Finalmente, digamos que, en esta búsqueda de comunes denominadores, hemos encontrado que, por parte de los críticos, profesores y académicos, se defiende y promociona la novela costumbista y la de peripecias.

Realmente, se hace difícil entender que, a estas alturas del siglo, cuando la novela ha navegado ya por anchas mares de desarrollo contenutista, técnico y formal, reclamada, como hemos dicho, por la nueva concepción del mundo propiciada fundamentalmente por la teoría de la relatividad y la mecánica quántica, y cuando está la televisión para satisfacer las ansias de fábula de la gente más sencilla e inculta, resulta difícil, digo, comprender que esto sea así. Pero lo es, y la propaganda con que se intentan vender estos productos produce sonrojo. Véase, por ejemplo, cómo Editorial Planeta presentaba la novela ¡Soy la madre! (el título ya se las trae), de Carmen Conde, recién ingresada a la sazón en la Academia y que con ella obtuvo «casualmente», poco después, el premio que otorga dicha editorial: «El despótico cacique de un pueblo viola a la joven Laurencia y, unos años después, empujado por los celos, hace matar al modesto campesino que se había casado con la muchacha. Estos dos dramas deciden la personalidad de Laurencia, obsesionada por el odio que siente hacia don Diego y con un amor exclusivo por su hijo, Francisco, que le mueve a consagrar su vida a él. Muere don Diego y lega toda su fortuna a Laurencia, quien ahora tiene que elegir entre rehacer su vida junto a otro hombre, que le propone ser su marido o seguir viendo sólo para ser madre».

¿A quién puede ir dirigida una propaganda semejante? ¿Hay, de verdad, personas en España que sepan leer y a la vez se sientan atraídas por semejante reclamo? Pero lo más triste, lo descorazonador, no es este descenso al nivel de los más obsoletos folletines, de los más lacrimógenos seriales radiofónicos, desde posiciones que se presentan como cultas, pues el premio que concedieron a esta obra lo concedió un jurado compuesto por críticos y profesores de literatura; lo verdaderamente triste es que la novela, escrita por una autora que había tenido el honor de ser la primera mujer académica en nuestro país, responde en un todo a ese resumen que se ofreció como señuelo publicitario.

Algo parecido podríamos decir de la, más reciente, presentación de Editorial Tusquets, en la contracubierta del libro, de la novela Malena es un nombre de tango, de Almudena Grandes: secretos de una familia burguesa, celos entre hermanas gemelas, niñas que quieren ser niños, maldiciones, miedos, etc., etc. Un peliculón.

Si se atienden las páginas de cultura del diario El País, en las que prácticamente sólo se dan noticias, como en su suplemento Babelia, de las editoriales Alfaguara, Anagrama, Tusquets, Espasa Calpe, Alianza y Planeta, parece que la primera obligación que tiene hoy un novelista, para entrar en el carrusel del éxito, es contar cómo fue la década de los setenta o la de los ochenta, preferentemente en Madrid o en Barcelona. Si la descripción, más o menos pormenorizada, de décadas y urbes, urbes y décadas, se adereza con una buena dosis de sexo bruto, droga y delincuencia, por supuesto sin trascender, se cumple satisfactoriamente con la demanda. La apoyatura autobiográfica de todo este material, digamos, novelístico, es abrumadora. La falta de aportación personal, de creatividad, de imaginación, por parte del autor, ostensible.

¿Cómo unos críticos que no sólo admiten esto, sino que, cómplices de los mercaderes, lo bendicen y promocionan, con exclusión de otros escritores que también existen y que se ven obligados a publicar en editoriales semiclandestinas, van a cumplir esa misión de orientadores, historiadores y teorizadores que cumplieron gloriosamente los críticos del medio siglo?