En la cultura política catalana, y en la cultura catalana en general, se suelen externalizar frecuentemente acciones y responsabilidades. No existió, suele afirmarse, el fascismo catalán ni el apoyo catalán al franquismo. Y si existió fue residual, insignificante. El franquismo fue algo exterior a Catalunya, algo estrictamente español que oprimió salvajemente la nación, su cultura […]
En la cultura política catalana, y en la cultura catalana en general, se suelen externalizar frecuentemente acciones y responsabilidades. No existió, suele afirmarse, el fascismo catalán ni el apoyo catalán al franquismo. Y si existió fue residual, insignificante. El franquismo fue algo exterior a Catalunya, algo estrictamente español que oprimió salvajemente la nación, su cultura y su lengua. Esa narrativa permite, por ejemplo, que Francesc Cambó tenga en Barcelona una importante plaza a él dedicada o que Samaranch, entre muchos otros, un franquista de casi toda la vida que jamás renunció al franquismo, fuera despedido con honores de Estado por una Generalitat presidida por un político profesional socialista (del PSC-PSOE quiero decir) como «catalán universal». Lo mismo ocurre respecto a las posiciones políticas servil-franquistas, siempre ocultadas, de Salvador Dalí o de otros grandes escritores del país, o respecto al historial fascistoide de diarios como La Vanguardia y los grupos sociales propietarios que le han dado aliento y apoyo durante décadas y décadas. O no se habla de ello o no se le da importancia alguna.
Con el PP de Catalunya ocurre casi lo mismo. No es un partido propiamente catalán sino una organización exterior, sin apenas implantación en Catalunya, sin autonomía para tomar sus decisiones, teledirigida desde Madrid, que desde luego nunca es vista como la ciudad resistente, la ciudad que aguantó combatiendo contra el fascismo hasta el último momento, como la ciudad que combatió el franquismo desde la misma primavera de 1939. El PP de Catalunya es en parte eso pero no es sólo eso. Tiene también cosecha y abonos inorgánicos propios.
Viene esto a cuento del intento de desalojo de la plaza de Catalunya, la plaza de los indignados en la mañana del viernes 27 de mayo. No fue el ministro del interior español quien tomó la decisión, quien fue responsable de ese disparate semifascista, sino el conseller de Interior catalán, el senyor Felip Puig, con el muy probable apoyo y acuerdo de la presidencia del país. Fue él, o alguno de sus consejeros, quien ordenó que los Mossos intentaran lo que intentaron y salieran con el rabo entre las piernas, eso sí, dejando el legado de represión que suele dejarse en estos casos: dos o tres decenas de heridos, no puede precisar el número exactamente, y un joven herido grave que fue operado de urgencias en la mañana del viernes en el Clínic de Barcelona (uno de los hospitales que sufrirán recortes de un 10%). Le cosieron a golpes y una bola de goma, lanzada a menos de dos metros, le golpeó brutalmente. Tiene las vías respiratorias muy afectadas y, si no ando errado, ha tenido que extirparle el bazo.
No fue «Madrid» pues en esta ocasión. Y no sólo eso. En Radio Nacional de España, en el informativo del mediodía del viernes 27, uno de los responsables catalanes de Interior, cuyo nombre no quiero recordar, no sólo justificó la intervención de los Mossos sino que además comentó que la intervención, es decir, las porras amenazantes, el helicóptero ensordecedor, las 30 camionetas policiales, el tono chulesco grisáceo de los policías catalanes, las agresiones, las cargas y los heridos, le parecía totalmente justificada y muy medida. A la altura de unas circunstancias por ello diseñadas.
La responsabilidad política, en este caso pues, no se ubica en «Madrid», sino aquí, muy cerquita nuestro. Hasta el punto que si pedimos en voz alta la dimisión de Felip Puig -«Dimissió Felip Puig, dimissió Felip Puig»- el conseller, si pone oído, nos oye.
Que el grito lanzado con más emoción ayer noche en Sol, en Madrid y en otros lugares del país de García Lorca, Castelao, Arresti y Antonio Machado, fuera «Barcelona no estás sola» indica, una vez más, lo que muchos venimos pensando desde hace décadas: que el género humano es la Internacional y, si me dejan ponerme tierno hasta la cursilería, diré también, con Gioconda Belli, que la solidaridad es la ternura de los pueblos. Gracias camaradas.
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