Asturias, desde el punto de vista de la forma cultural, es una nación que padece desde hace siglos un desgarro entre dos mundos. Uno es el mundo al que de manera natural pertenece: la Europa templada y húmeda, la Europa verde, anclada sólidamente en estructuras étnicas, sociales y productivas de corte atlántico e indogermánico. A […]
Asturias, desde el punto de vista de la forma cultural, es una nación que padece desde hace siglos un desgarro entre dos mundos. Uno es el mundo al que de manera natural pertenece: la Europa templada y húmeda, la Europa verde, anclada sólidamente en estructuras étnicas, sociales y productivas de corte atlántico e indogermánico. A fines de la Edad Media, con la absorción del reino leonés por parte de Castilla, el país asturiano hubo de ir recibiendo otra vez el impacto de estructuras políticas de dominación de raíz mediterránea, estructuras que precisamente Asturias había ido rechazando en las dos grandes oleadas imperiales, romana y musulmana. La relativa marginación del país asturiano desde entonces, le permitió no obstante conservar su identidad lingüística, etnográfica, agroproductiva, etc. casi hasta los días de hoy. La imposición de nuevos modos de producción (capitalismo industrial) sacudió violentamente el modo de ser asturiano, pero lo incorporó a su vez a la vanguardia de la lucha de clases, experiencia que nos ha dejado honda huella. Hoy, atacada la industria tanto como el campo, nos amenazan nuevas oleadas de dominación (la globalización), que en Asturias se padece bajo el signo del centralismo y de la primacía de la cultura mediterránea en detrimento de la cantábrica, debemos todos los asturianos pasar a la defensiva. Recogidas de la revista Nómadas, paso a exponer algunas reflexiones sobre estos asuntos.
El problema de una teoría científica (o al menos racional) de las diferencias étnicas y culturales inscritas dentro del Estado Español pasa precisamente por la desertización filosófica que ha sufrido la antropología cultural en las últimas décadas, que la incapacita para una auténtica consideración histórica y fenomenológica de las diferencias, que arrancan desde muy antiguo, y para la cual la delimitación de dos zonas etnogeográficas principales, atlántica y mediterránea, es únicamente dato de la intuición, en el sentido de Kant, que habrá de quedar enmarcado (entendido) en conceptos o categorías que habrán de construirse en el sentido histórico-social. Es decir una historia de la evolución de formas sociales, que los procesos históricos van transformando tomando como base esa intuición diversa y, en gran medida caótica. Ahora sólo unos ejemplos.
-Cómo veían los mediterráneos (fuentes clásicas) a los celtas: insumisos, aguerridos, no temen a la muerte porque creen en la inmortalidad (o en la reencarnación), soñadores, imaginativos, amantes de la palabra, maestros en retórica (los romanos buscaban maestros de la palabra entre los galos para instruir a sus hijos), tendencia a cierta visión holista y monista de la realidad (algo raro entre los meridionales, mucho más dicotómicos, polarizadores ….)
-Características que impone la latinización de Europa: fortísimo patriarcado (la mujer, un objeto), terratenientes en el agro, muchedumbre apelmazada en las ciudades, el cosmopolitismo de las grandes urbes mediterráneas (helenismo decadente, imperio romano) se asienta sobre una gran masa de población que en rigor, vive en el umbral de la pobreza, su moral sólo es externa y su quehacer podría denominarse «trapicheo». Se vive en la calle, como viven también los moros, los semitas. Hoy todavía se venden cosas unos a otros, todo se comercia, pero sólo en los cinturones industriales (antiguamente los barrios de artesanos de las urbes) se produce. La gente honrada, en rigor, ha permanecido en los pueblos, en provincias. O se ha muerto de inanición.
Esta polarización puede ser un punto de partida de trayectorias divergentes en la provincia, en la región que sólo la acción de superestructuras, hoy las superestructuras políticas del capitalismo (y del estado centralista) como medio de dominación han procurando trenzar. La crítica del capitalismo debe consistir también en una crítica de su homogeneidad. El capitalismo, al igual que el aparato burocrático por él originado, establece unos tratamientos formales en apariencia homogeneizadores, pero materialmente el tratamiento genera diversidad y se realiza por medio de relaciones asimétricas y control ejercido desde uno o varios centros de poder. La consolidación de los centros de poder se va decantando a través de procesos históricos en los que se va haciendo abstracción de los modos de producción cambiantes a lo largo de generaciones y siglos. Ciertas castas autoperpetuadas se instalan en las cortes, capitales o zonas, para detraer recursos, plusvalía o, simplemente, regalos, vampirizando todo un territorio circundante. El territorio se hace más extenso en tanto que la vida municipal o la solidaridad campesina han sido definitivamente aplastadas, tras momentos virulentos de rebeldía. Podemos hacer mención del movimiento de los comuneros en Castilla, y el de los agermanados en Valencia, Mallorca y Cataluña.
El capitalismo español, pues, se impuso tardíamente tras un proceso militarista e imperialista, gozando de todos los apoyos de una aristocracia cortesana al tiempo que terrateniente. El largo camino hacia la neofeudalización del país, pasó por la derrota de todo movimiento foralista, la anulación de casi todos los derechos históricos, una asfixia de la democracia municipal y gremial, una persecución de todo fermento de vida urbana independiente y de todo un agro autogestionado por pequeños o medianos propietarios. El imperio se fundó en una decidida asimetría de poder, a favor de nobles grandes que ahogaron a la burguesía, al artesanado, al municipio, al granjero, en definitiva a toda clase social emergente distintiva de una sociedad que, en el siglo de oro, va a ser llenada de parásitos, pues fuera del clero y la milicia, sólo cabe el pícaro, el bandolero, el jornalero y el desposeído. Y así será hasta el siglo XVIII.
Las consecuencias sociales, conforman una morfología verdaderamente peculiar en Occidente, la «anomalía hispana», que llega hasta tiempos muy recientes. La periferia nacional redescubre, tras sucesivas crisis de asfixia, el capitalismo comercial, y luego industrial, sólo a pesar de las gestiones centralistas. La modernidad periférica sólo fue tolerada por causa de la ineficacia controladora de la Corte, sumado al desinterés de la clase político-administrativa allí encaramada por nuevos tipos de inversiones, pues el perfil del dominador de la Corte era el propio del rentista parasitario. La falta de vida política y de conciencia ciudadana de muchas regiones interiores y meridionales del país se explica, por un lado, por esa herencia de casta terrateniente. Eran (y son) rentistas que hacían (y hacen) su fortuna sólo con la explotación pasiva de la tierra y de los lugareños. Eran (son) parásitos que viven de la política profesional y la abogacía, amén de los negocios especulativos, los cuales serían imposibles de no contar con los favores de la Corona. Una red de diputados cuneros, caciques locales, y una mutilación intelectual de todos los humildes, sepultados en la incultura y el hambre, hicieron su labor desertizadora además. En este sentido, propongo la idea de que las relaciones de producción son formas que se rellenan con un contenido social y unos sistemas de dominación autoperpetuada. Y esas mismas relaciones cosificadas a lo largo de generaciones de aislamiento político y retroceso económico son las responsables de la diversidad cualitativa del paisaje geográfico español, que sólo podemos intuir en su apariencia más externa y fenoménica.
Una totalidad social, partiendo de historias muy remotas de etnogénesis y vinculación muy diversa de esos pueblos con su paisaje, va trastocando sus apariencias y conociendo en su seno concentraciones de poder y capital. Toda acción causal emprendida por una o varias clases sociales, se hace siempre en un contexto geográfico donde los vectores socioeconómicos chocan con verdaderos «accidentes» que, ora restan o suman energía a esa línea de fuerza, ora desvían su orientación y les hace entrar en otros contextos de causalidad.
Las condiciones cambian según el centro o la periferia. Según dónde nos situemos en el mapa habrá un tipo concreto de capitalismo. Debemos partir de un todo, la formación socieconómica a lo largo de la historia, para poder ofrecer interpretaciones coherentes y críticas de las situaciones parciales. Marx parte del todo, y en ese proceso de gestación y desarrollo de la Totalidad Social es absolutamente imprescindible recibir «intuitivamente» la diversidad cualitativa que antecede, coexiste y sucede a toda transformación vectorial (cantidad orientada) realizada por un aumento de las fuerzas productivas, su estancamiento, el cambio de composición del capital, el valor de la fuerza de trabajo u otro quantum cualquiera.
El paisaje cualitativo de toda formación capitalista tiende a una desintegración social acelerada, y se plasma a la postre, en una polarización de las clases sociales, por más que queramos fijarnos en una masa social ingente, la clase media, que vive interpuesta entre los dos polos sobre los cuales se realiza la economía. Las clases medias son una interposición muy difusamente estratificada entre los dos polos, capital y trabajo, sobre los que se articula el capitalismo. Pero esa estratificación difusa e intermedia está montada sobre el eje mismo del capital y es producto secundario de la trituración de múltiples y diversos modos de vida (grupos, más que clases) que en el transcurso de la historia dejan de tener sentido. El capitalismo elimina las formas de vida y trabajo que no se transcriben a sus propios códigos y no siguen su lógica.
Veamos tan sólo unos ejemplos: la eliminación del granjero en el norte peninsular. La pequeña explotación familiar se movió, durante siglos, en unos umbrales que se acercaban a la mera subsistencia. Un aprovechamiento sabio y ancestral de los recursos, incluidos los comunales de manera muy importante, en el ámbito cantábrico del minifundismo, no evitó la emigración masiva y la reconcentración urbana al ser esas mismas regiones centros de industrialización, densamente pobladas. La inserción del Estado Español en la Unión (económica) Europea supuso la eliminación definitiva de modos autóctonos de producción que, en un ámbito institucional mejorado (reforma del minifundismo, apoyo a la comercialización de excedentes, autogobierno) harían comparable la pequeña explotación agraria con un modelo de granja que fue el fundamento de la Europa templada, y vertebración de su sociedad rural. La orientación comercialista del campo, auspiciada violentamente por la Unión Europea, con sus políticas de cuotas y su agotamiento de la pequeña producción, ha producido en cambio resultados nefastos en cuanto a calidad e higiene de los productos derivados de empresas-granja contrarias a la tradición y meramente especulativas. En la España no templada, de manera muy diversa, donde la pequeña propiedad había sido arrinconada y salteada a lo largo de siglos, ya existía una larga historia de producción especulativa, orientada no al autoabastecimiento, sino a la comercialización controlada desde la urbe (olivo, vid y otros grandes cultivos hortelanos intensivos y comerciales). Un capitalismo agrario de tradición romana, árabe, y finalmente latifundista.
Pero acabar con la pequeña propiedad agropecuaria es acabar al mismo tiempo con la sociedad rural y modos ancestrales de estar en el mundo, que se activarán de nuevo como modos soñados (ideológicos, políticos, utópicos) a partir del momento en que aquellos que deberían ser sus legatarios, ya desposeídos de sus modos de vida, vivan en ciudades que tienen su historia como embudos verdaderos, centros recogedores de hijos y nietos de campesinos. Los proyectos regionalistas, nacionalistas y separatistas, por debajo de sus errores y crueldades, parten de una realidad histórico-económica difícilmente reversible, participando siempre de un sentimiento que debe ser popular en su fondo y del que han de brotar los distintos proyectos de reivindicación y protesta sistemática. Son un grito de protesta. Pero sólo hay legitimidad cuando la protesta es netamente popular y comunitaria. Cuando no se pretenden restituir privilegios (en el viejo sentido carlista, foralista o burgués) sino que anhelan, lejos de cualquier falsa idea de superioridad, modos propios de estar en el mundo que ciertas comunidades populares han experimentado durante siglos. Esa reivindicación, en unos tiempos de globalización atroz, no debiera nunca menospreciarse, pues puede llevar implícito el grito de ¡Aún no es tarde! Rectifiquemos.
Pero no se puede rectificar a fondo si la restitución de las comunidades a su paisaje, lengua y tradición no confronta de una vez por todas el problema ecológico. Es la cercanía con el medio la que brinda todas las posibilidades de una revolución ecológica, que filtre y limite cualquier injerencia de intereses foráneos (multinacionales, planes macroestatales sobre el agua, la energía, repoblación forestal, y todo ello debe darse a partir de un fin definitivo de la corrupción de las autoridades locales).
Las relaciones del hombre con el entorno, son siempre relaciones sociales. En el proceso secular que media entre el autor de toda modificación ambiental, y el efecto objetivo de la misma, se abre toda una tradición de creencias y prácticas, así como instituciones, modos de estar sobre el territorio, etc., que dan al pasado una preeminencia insobornable a la hora de temblar ante el futuro, y emprender medidas prácticas para la mejora del entorno. Un ecologismo enraizado en la sociedad rural y en la vida municipal es el factor de defensa y el transformador decisivo ante los atentados que ciertos intereses foráneos siempre están dispuestos a ejercer sobre las comunidades poco organizadas. Transitoriamente, el nacimiento de una legislación local vigilante y severa desde el punto de vista medioambiental, coadyuva a la defensa militante que los habitantes deben realizar de lo suyo. Esa defensa militante, siempre que no incurra en contradicción con principios más altos y nobles, como la solidaridad entre países y regiones, es revolucionaria en sí misma y debe participar de una general lucha contra el desarrollismo desigual y la enajenación de las decisiones que afecten a cada territorio, proceso que suele darse a nivel local bajo iniciativas de entes foráneos. La conciencia local y regional de lo propio es un proceso generacional, que se debe lanzar sobre las masas juveniles y que se gesta de manera muy especial en los centros de enseñanza. Las medidas centralizadoras de nuestros gobernantes, so capa de uniformizar contenidos y elevar los niveles, suelen enseñar aquí y allá los dientes contra el sentimiento de lo propio. Este sentido puede hacerse muy fuerte si se rescatara el pacto de maestros, familias y alumnos en lo que hace a un aumento de esa conciencia defensiva y a un amor generalizado por lo propio, incluyendo el medio ambiente. Los supuestos valores ilustrados que en la formación estandarizada actual se imparten (solidaridad, respeto a las opiniones de los otros, participación, etc.) se transmiten de forma abstracta y celestial, por encima de territorios y realidades sociales concretas. Prácticamente nadie entre nuestros niños y adolescentes está capacitado para captarlos, como no fuera en clave de «traducción» laica de la misma formación religiosa que ya, de una forma previa, ya simultáneamente, muchos de esos mismos alumnos recibe. Si todo el aparato de formación en valores se volviera concreto (más bien que «contextualizado») en el sentido de una defensa de nuestro propio territorio, lengua y manera de ser, poco a poco la vida municipal y rural saldrían de su letargo, al que unos curricula artificiales y estándar contribuyen a condenar. La conquista y el desafío legislativo constante en cada comunidad local, frente a la estandarización estatalista (de las que son cómplices los actuales gobiernos autónomos) dotaría a la sociedad de nuevos vínculos y, desde luego, volverían a ser los centros de enseñanza «suyos», es decir, instrumentos de autodefensa y de autoconciencia comunitarias.
El despertar popular de la conciencia local, y el nuevo pacto cívico sobre cada territorio es un instrumento de la lucha de clases, en contra los procesos globalizadores. Comités de estudio y denuncia del desenfreno urbanístico, tienen que ser de una vez barreras contra los intereses especulativos que campean con mentalidad privatizadora en unos territorios que son de todos. La identificación y crítica de aquellas personalidades locales que obran de manera destructiva y colaboracionista con esos intereses foráneos forma parte de esa agitación municipal y rural.
Está demostrado en la historia que la labor pedagógica puede llegar a ser la preparación misma de esa conciencia popular que pugna por defender un patrimonio como los bosques, los ríos, los cerros o cualesquiera aspectos valiosos del entorno. La «oficialidad» de los centros de enseñanza, desde los colegios de primaria hasta la universidad, impide hoy por hoy esa toma de conciencia comunitaria por obra y gracia de un dirigismo que las autonomías han heredado desde Madrid con el traspaso y asunción de competencias. Sólo es pensable un fortalecimiento del pueblo a nivel local si en los pequeños municipios y en comités de barrio se infiltran educadores, dirigentes e «intelectuales de base» con capacidad de liderazgo directo que sustraigan a las personas de su alrededor, empezando por los jóvenes, a la acción devastadora que ejercen los medios de comunicación y los políticos oficiales. En el momento en que los alcaldes, concejales, y periodistas «oficiales» no tengan rebaño que les siga, otra masa oculta de la sociedad estará saliendo a la superficie, y los topos notarán lo mucho que ya llevan hozando. Mientras tanto el constitucionalismo indiscutido y la tesis bien pensantes de una España plural pero única, democrática y tolerante, serán sometidos de veras a análisis y debate, pues habría languidecido como falsa y atrasada Ilustración.