El presidente de derecha extrema de la República francesa Nicolas Sarkozy reafirmó el pasado martes 3 de mayo «su fe» en la energía y en la industria atómicas. No sólo eso. Aseguró que establecer una moratoria para el desarrollo de nuevos reactores nucleares era «una elección del pasado», una vuelta a la Edad Media [1]. […]
El presidente de derecha extrema de la República francesa Nicolas Sarkozy reafirmó el pasado martes 3 de mayo «su fe» en la energía y en la industria atómicas. No sólo eso. Aseguró que establecer una moratoria para el desarrollo de nuevos reactores nucleares era «una elección del pasado», una vuelta a la Edad Media [1]. Ni más ni menos, casi como cuando los gobernantes hispánicos de los años ochenta, Narcís Serra entre ellos, afirmaban lo que sucedería a España si la ciudadanía no apoyaba la permanencia de España en la OTAN. Así de rigurosos, así de convincentes.
El presidente que ordenó y dirigió inicialmente el ataque militar contra Libia aseguró ser partidario de este tipo de energía (y de la industria que le da cobijo al igual que de la derivada militar asociada) a pesar de que no uno ni dos sino tres reactores de la central de Fukushima han igualado a Chernóbil en la escala de gravedad de los accidentes nucleares. La máxima puntuación, 7, el mismo número que asociamos a los pecados capitales.
Recogiendo sus propias palabras traducidas: «Como jefe de Estado, tengo confianza en la seguridad de los reactores». Añadió: «No fui elegido para ponerla en tela de juicio, y no voy a cuestionarla». Ambas afirmaciones las realizó ante los trabajadores de la central de Gravelines, en Dunquerque, una de las centrales más grandes del mundo: seis reactores, como la accidentada central de Fukushima.
Un presidente que habla de fe en una industria y en un tipo de energía; un presidente que amenaza con una vuelta a la Edad Media; un presidente que apuesta sin matices y sin cortarse un pelo por una tecnología fáustica que dejará tras de sí miles y miles de toneladas de sustancias radiactivas durante miles y miles de años; un presidente que no mueve o aparenta no mover ni un músculo ante la apuesta atómica a pesar de que su hómologa alemana, la señora Merkel, habla ya no de moratoria sino de abandono de la industria nuclear; un presidente que pensando con su propia cabeza, o a partir de los dictados de otros grupos con intereses afines, afirma «tener confianza» en la seguridad de los reactores tras lo sucedido en Fukushima; un político que al mismo tiempo que se salta cuando cree oportuno mil y un compromisos afirma no haber sido elegido para pensar críticamente sobre esa industria a pesar de los últimos y graves accidentes; un presidente que sostiene que no va a cuestionar una apuesta industrial llena de heridas, accidentes y temas sin resolver, un presidente así, cabe preguntarse, ¿no debería realizar un curso básico y urgente de teoría de la argumentación aunque, ciertamente, el núcleo central de esta historia de barbarie, que no de civilización ni de modernidad ilustrada, no es un asunto de argumentos o razonamientos correctos? Mientras tanto no se ponga en ello, incluso aunque se ponga de ello, no habría que hacer caso de palabras cuyo significado está en función del interesado poder que las delimita. Semántica de clase si se permite la expresión.
Nota:
[1] Público, 4 de mayo de 2011.
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