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5 años después, el 15M como movimiento desobediente

La desobediencia como acto fundacional del 15M

Fuentes: Rebelión

La gran manifestación de mayo de 2011 nos pilló en Sevilla, a un grupo más o menos numeroso de activistas, muchos con una trayectoria reconocible como activistas «radicales», organizando una semana de lucha social. Esta entraba dentro de una lógica que buscaba abrirse a estratos más amplios de la población y romper el carácter habitualmente […]


La gran manifestación de mayo de 2011 nos pilló en Sevilla, a un grupo más o menos numeroso de activistas, muchos con una trayectoria reconocible como activistas «radicales», organizando una semana de lucha social. Esta entraba dentro de una lógica que buscaba abrirse a estratos más amplios de la población y romper el carácter habitualmente gregario del activismo radical de izquierdas, con una impronta ciudadanista e intervenciones que destacaban por su moderación discursiva. A pesar de esto, la falta de signos identificables de la izquierda en el 15M hizo dudar a algunos, al menos en un principio, incluso de su carácter progresista. Puede que fuese la toma de la Plaza Mayor de Sevilla lo que determinó la implicación en los acontecimientos del activismo sevillano, que inevitable y repentinamente había adquirido el adjetivo de viejo. Lógicamente las disputas entre los experimentados y los recién llegados no tardaron en surgir. El 15M no quería datar de nada más que de sí mismo y el viejo activista desconfiaba del discurso tibio y la falta de radicalidad del advenedizo. Ambos se equivocaban, obviamente. El 15M resultó un movimiento fundamentalmente desobediente y el propio acto de ocupación de la plaza mostraba este componente a la vista de todos. Pero, a diferencia de los movimientos anteriores, no era una desobediencia protagonizada por grupos identificables y acotables. El protagonismo había pasado a una masa, por mucho tiempo moderada, silenciosa y obediente, en la que el poder del Estado basaba parte de su legitimidad. Al mismo tiempo, el movimiento contenía códigos y prácticas que desarrollaban e incluso resultarían ser paradigmáticos de la línea que habían seguido en las últimas décadas los movimientos de protesta de carácter autónomo. La influencia del activismo tacticista, subversivo y libertario se haría incluso más patente conforme pasasen los primeros momentos de enamoramiento con la masa manifestante. No obstante, esta conexión con los movimientos anteriores implicó también cargar con algunas de sus limitaciones, la ubicación en una posición de pura negación, con escasa capacidad de plantear alternativas y un individualismo político radical que hacía difícil cualquier fórmula organizativa fuera de la escala local y el corto plazo.

La actual Plaza Mayor de Sevilla es hoy uno de los principales paradigmas de la producción del espacio en el capitalismo neoliberal. Un espacio simbólico de poder que concentraba muchos de los elementos que cuestionaría el 15M: La privatización no solo del edificio, sino también de la plaza misma, de un espacio en teoría público que regularmente se valla y se protege con seguridad privada para eventos particulares, el despilfarro en obras faraónicas propio de la burbuja inmobiliaria, con el concurso de la gran constructora favorecida por el poder político y todo ello bajo un gobierno de coalición entre PSOE e IU. Su inauguración estaba prevista para el verano de 2011 y, sin embargo, fueron los manifestantes de aquel mayo los que se adelantaron con la toma del espacio e instalación de un campamento que nadie sabía si ocupaba un espacio del Estado o del gran capital privado, cada vez más difícilmente distinguibles. Incluso si los objetivos de la toma nunca llegaron a estar claros del todo, lo que estaba claro era que suponía un desafío al orden imperante.

Caben pocas dudas respecto de que fue la ocupación el verdadero acto de fuerza que hizo tan relevante al movimiento. La gran manifestación fue un primer gran evento en el que, con un discurso a-partidista, la gente se descubrió a sí misma, descubrió que eran muchos en su afirmación de hastío frente a la clase política y su operancia ante crisis. Sin embargo, el gran detonante que condujo a que hablemos de un movimiento con unas dimensiones y una relevancia política indiscutible, fueron las ocupaciones de las plazas. Empezando por la acampada Sol, por supuesto, acción iniciada por tan solo un puñado de personas tras la manifestación. Este acto fue seguido por la represión y es esta, así como la respuesta masiva en un nuevo acto de desobediencia, la que genera un efecto multiplicador en la mayor parte del Estado. La radicalidad de este momento vino dada por la legitimidad que una masa de población asignó al acto de desobediencia y la deslegitimación de la represión, que implicaba la deslegitimación del orden político vigente. Los instrumentos del orden, a pesar de su amenaza constante, perdieron su eficacia frente a la masa en la calle.

Políticamente, aquel periodo puede significar cosas muy diferentes para diferentes observadores. Probablemente, la reevaluación del mismo a posteriori engrandece sus dimensiones y su radicalidad. Sin embargo, parece difícil discutir que se trató de un momento político excepcional, un momento de fractura, en la medida en que el orden social vigente estaba siendo cuestionado por la gente, por la masa. La ocupación de las plazas suponía un desafío al orden policial del espacio y a su gestión por poderes públicos y privados. Durante un periodo más bien breve, el nivel de ventas de los comerciantes de la plaza Sol contó tan poco como la propiedad privada de la Plaza Mayor de Sevilla. Los cordones policiales, las amenazas y los intentos de desalojo sirvieron principalmente para alimentar el afán desobediente de los concentrados y multiplicar su número. Al mismo tiempo, se trataba de un desafío al orden secuencial y temporal de la sociedad política. La indefinición del periodo de la ocupación, una vez asumida la imposibilidad de un desalojo rápido, era inadmisible tanto para los intereses privados como para la administración de lo público. Desde la restringida visión del fenómeno por parte de estos poderes, se pensó primero que la toma de la plaza consistiría en un acto puntual, luego que sería disuelta por la prohibición de la Junta Electoral y posteriormente que se disolvería tras las elecciones. La masa desobedeció descaradamente e impunemente la muy liberal prohibición de manifestarse en la jornada de reflexión electoral, desplazando la deliberación desde la elección entre un número de papeletas al cuestionamiento de la propia capacidad de los políticos profesionales para representar a la gente. La permanencia tras el 22 de mayo desbarató todos los pronósticos y expresó el alcance de la crítica del 15M, que no se limitaba a un partido ni a la labor de un gobierno concreto, lo que se solucionaría tras la alternancia electoral, sino que parecía entonces dirigirse a la raíz del sistema político, cuestionando la democracia parlamentaria en su conjunto. Se cuestionaba el carácter real de la democracia liberal, donde el antagonismo político había ido dejando paso progresivamente a una gestión post-política de la administración pública.

Este discurso rabiosamente contrario a los partidos y, en general, a cualquier institución, no fue totalmente innovador. Coincide en gran medida con las convocatorias y campañas anteriores de los movimientos sociales, pero alcanzando por primera vez, en el particular contexto de la crisis, un consenso masivo. Las disputas respecto de la presencia de banderas y signos partidarios era ya muy familiar para aquellos que habíamos participado en manifestaciones del movimiento anti-globalización o contra las reformas universitarias. Pero al mismo tiempo que rechazaba lo instituido, el movimiento buscaba de forma desesperada nueva fórmulas.

Ocupaciones y resistencias

La necesaria búsqueda de fórmulas que dieran salida al manifiesto político horizontalista y desobediente que fue en conjunto el primer periodo de manifestaciones y ocupación de plazas, condujo al ensayo de diversas tácticas. Si bien algunas tuvieron su fundamento en el rechazo de las injusticias más flagrantes del sistema y en el desafío al orden policial, incluso las más constructivas implicaron un afán de evadir el orden político, no solo de las instituciones del Estado sino de todas las formas que giran en torno a lo que es considerado el ámbito legítimo de la política.

Tras la disolución de las ocupaciones en las plazas, el pilar propositivo del movimiento, la asamblea, se desplazó a los barrios. Las asambleas de barrio se plantea ro n como la alternativa más factible dentro del afán prefigurativo de la política del movimiento, por oposición en lo micro-local tanto a la política de las instituciones del estado como a las fórmulas organizativas tradicionales de la izquierda (partidos y sindicatos). La búsqueda de lo local y lo comunitario como una actividad política realmente legítima, supuestamente menos contaminada por la burocratización y el capitalismo, es una tendencia que empieza a vislumbrarse en la década de los ochenta, pero que se vuelve realmente central con el movimiento anti-globalización y la influencia del zapatismo. La legitimidad de la acción política se deposita en la asamblea asociada a un ámbito geográfico local, que aspiran ofrecer una estructura radicalmente democrática a la organización social, basada en una presunta comunidad asociada a un territorio delimitado. Esta es la escala que genuinamente se crea y que refleja las tendencias del activismo autónomo post-obrerista. Si esta tendencia pone en valor la irreductible libertad del individuo, viene acompañada de otros problemas en el ámbito de la acción colectiva. Esto se haría patente en los intentos de establecer escalas de coordinación, donde el rechazo a la delegación y las suspicacias frente a cualquier tentación centralizadora o jerárquica las hizo por lo general difícilmente funcionales y de corta duración.

Por otro lado, partiendo de la primera ocupación de la plaza, la táctica de la toma de enclaves se convirtió casi en seña de identidad del activismo impulsado a partir del 15m. Son especialmente numerosas las tomas de edificios e instalaciones abandonadas, para su transformación en centros sociales o en vivienda. Los centros sociales okupados del «viejo» activismo habían asumido durante 2011 un papel subsidiario y con escaso protagonismo, apoyando al movimiento en algunos casos, aunque a un nivel logístico, mientras que en no pocos casos, los ocupas experimentados percibieron con desconfianza todo el proceso de 2011. A pesar de esto, es indudable que el activismo emergente adoptó rápidamente la táctica de la creación de centros sociales del movimiento okupa. Durante verano y otoño de 2011 las acciones de este tipo se multiplicaron por el territorio del Estado, no solo en Madrid y Barcelona, también en Cádiz, Sevilla o Zaragoza. En muchos casos el fondo y las formas de estas ocupaciones no variaban mucho con respecto a la etapa anterior y el principal cambio era el uso de la legitimidad otorgada por el apoyo masivo recabado por el movimiento. En otros casos se introdujeron innovaciones cualitativas acorde con el contexto, como la ocupación de edificios propiedad de bancos rescatados con dinero del Estado o el realojo de las víctimas de la crisis.

Por su lado, el movimiento por la vivienda que se fue consolidando desde verano de 2011, alimentado indiscutiblemente por el 15M, se remonta a las asambleas por una vivienda digna de 2006, a V de vivienda y a la creación de la PAH. No obstante, es en el nuevo contexto en el que alcanza una visibilidad, capacidad de acción e influencia social notorias, al mismo tiempo que sirve como un frente claro donde volcar energías para el nuevo activismo. Las familias desempleadas y perdiendo su vivienda se convirtieron en el mejor símbolo de los efectos desastrosos de la crisis sobre la población. Su combinación con un contexto de constantes movilizaciones dio lugar a que desde verano de 2011 se mulitiplicaran las resistencias contra desahucios, organizadas desde la PAH, desde las plataformas locales contra los desahucios o desde las asambleas del 15m. En pueblos y ciudades la gente colapsaba la calle, se encadenaba a las puertas y se tiraba al suelo para evitar que la policía antidisturbios expulsase familias de sus casas. Estas son las acciones de desobediencia que alcanzarían sin duda mayor consenso, tanto entre los activistas como entre la sociedad en su conjunto, hasta el punto de resultar dañinas para instituciones muy valoradas en la mayor parte del territorio estatal, como la propia policía. La fuerza demostrada en estas acciones ha evitado múltiples desahucios y siguen ampliamente legitimadas a pesar de los esfuerzos en contra de las instituciones del estado y de la mayor parte de la prensa.

Si el 15m continúa con una serie de tendencias marcadas previamente, es indudable que existe un cambio cuantitativo y cualitativo. Cuantitativo en la medida en que rompe los guetos activistas poniendo en su lugar una masa de población indefinible en la calle (al menos inicialmente y a menudo para volver a crear pequeños guetos y sectas a medio-largo plazo). Así, las acciones de ocupación se ven respaldadas tanto por la cantidad de gente que se concentra en torno a la idea del 15m, como por la progresiva llegada al mismo de las víctimas materiales de la crisis. El carácter masivo hace posible la resistencia a desahucios, no solo por la pura fuerza de los números, sino por lo que implica de deslegitimación del orden constituido, orden legal que adopta la forma de la orden de desahucio y de policías antidisturbios, y legitimación de la resistencia frente a ellos. Cualitativamente en la medida que se rompe con gran parte de las fórmulas discursivas, estéticas y organizativas anteriores . Esto se evidencia por ejemplo en las ocupaciones, donde a pesar de las claras continuidades con el movimiento okupa, hay también un esfuerzo relevante por alejarse de esta identidad. A veces, este alejamiento se realizó de forma burda, mediante la simple modificación de la terminología, con el abandono del tradicional CSOA. Más relevante fue el salto de unas ocupaciones basadas en la política gregaria y prefigurativa a la instrumentalización de la toma de edificios como herramienta contra las injusticias provocadas por el sistema en crisis: desahucios, pobreza, etcétera.

Mención a parte merece el uso táctico de internet, de nuevo con claras continuidades con los movimientos anti-globalización pero también con importantes diferencias. Colectivos emergentes en este contexto, como Anonymous, suponen una peculiar traducción simbólica de ideales libertarios que resultan extraños para los propios militantes tradicionales del anarquismo. Caretas de Guy Fakes inspiradas en el cómic V de Vendetta o el propio símbolo del colectivo, la figura de un líder sin cabeza, expresan de forma novedosa algunos de los ideales clásicos de la tradición libertaria en su rechazo al liderazgo y al poder y en la defensa de la libertad. No se trata ni mucho menos de un movimiento anarquista o libertario, pero sí de cierta traducción postmoderna de algunas de sus ideas. Pero sobre todo internet dota al movimiento de un espacio de encuentro para percibirse a sí mismo, que cumple una función similar a la de la asamblea de barrio. La gente (joven), nativos digitales en el uso de las redes, perciben en el espacio virtual que no están solos y que sus problemas -encontrar trabajo, buscar un piso que poder pagar- no son problemas individuales sino políticos. Podríamos hablar de una toma de las redes sociales y otros instrumentos del espacio virtual, que pasan a ser foros de debate e instrumentos de convocatoria y organización indispensables. Los bloqueos a los desahucios pasaron a convocarse en Facebook, igual que las manifestaciones, mientras que el desarrollo de las acciones o las amenazas de intervención policial eran seguidas por internet y gracias a ello encontraban una respuesta masiva. En el 15M la toma del espacio virtual y la toma del espacio geográfico se refuerzan claramente y, de hecho, el éxito de las convocatorias hubieran sido impensables de otra manera. No obstante, de nuevo, el intento de generar espacios antagonistas masivos y duraderos, como la alternativa de N-1 a Facebook, fue por lo general poco realista y efímero.

La respuesta del Estado

Las protestas iniciales del 15M no impidieron la mayoría parlamentaria del Partido Popular en 2011, que siguió profundizando en su política de austeridad y recortes. La participación fue muy baja, pero esto está más bien entre las condiciones que generan el movimiento y no una consecuencia del mismo. En este sentido, el estado se reafirma a sí mismo y demuestra una escasa flexibilidad o imaginación a la hora de lidiar con el movimiento. A pesar de la gran resonancia y legitimidad que había adquirido, le confirió un tratamiento similar al que hubiera concedido al típico grupo minoritario de izquierda radical.

La respuesta del Estado fue la única respuesta posible a la desobediencia que lo niega: la represión. La resistencia a los desalojos fue contestada con una fuerte represión policial y penal en el medio plazo, a pesar de muchas pequeñas batallas que se ganaron. También fueron muy duros los castigos contra las huelgas generales que se convocaron en 2012 y que todavía hoy están trayendo consecuencias a muchos activistas. Al igual que las resistencias a los desahucios, las ocupaciones colectivas alcanzaron un nivel de respaldo social nunca visto con anterioridad y, no obstante, esto no impidió que acabasen, con contadas excepciones, en desalojos policiales y en la apertura de procesos judiciales contra los activistas responsables. Así, la respuesta fundamental del Estado a la ola de movilizaciones fue un parapetarse del gobierno detrás de la policía antidisturbios y de los jueces. En esta línea se encuentra la más reciente Ley de Seguridad Ciudadana y la restricción galopante de la libertad de expresión, con acciones judiciales a menudo disparatadas contra activistas y artistas. Por el contrario, los intentos de modificar la legislación hipotecaria a través de iniciativas legislativas populares fueron en vano. De igual manera, las medidas adoptadas contra la exclusión o en favor de las personas desahuciadas por los gobiernos regionales, de la ley anti-desahucios andaluza a la más reciente ley catalana de emergencia social, han sido sistemáticamente recurridas por el gobierno central ante el Tribunal Constitucional y suspendidas cautelarmente.

Las instituciones políticas españolas se han mostrado particularmente cerradas a las demandas de los movimientos de protesta surgidos a raíz de la crisis. Esto puede estar vinculado al propio marco del que emergen, la famosa Transición. Este es el periodo anterior al 15m en el que podemos encontrar una movilización social masiva al mismo nivel de relevancia política e histórica. Al mismo tiempo, este momento político excepcional, en el que el orden social constituido pudo estar suspendido y cuestionado, abierto a múltiples posibilidades, se solucionó precisamente con una ruptura radical entre la movilización, el activismo de base y la política de la vida cotidiana, por un lado, y la política profesional de las instituciones del Estado, por otro. La protesta y el descontento fueron canalizadas a través de iniciativas políticas progresivamente profesionalizadas y ubicadas en una esfera independiente de la sociedad a la que supuestamente representaban. En ese sentido, la fractura entre la política institucional y las masas que se vivió en 2011 se fraguó treinta años atrás.

El impasse al que llega la protesta y la movilización socio-política a partir de 2012 puede ser explicado por la acción de la represión, pero solo en combinación con las limitaciones internas del movimiento. La realidad es que, ante la falta de avances y logros consistentes, los niveles de movilización y militancia se hicieron poco sostenibles en el tiempo. La incapacidad para articular estructuras estables y consolidar una toma de decisiones regulada y coordinada a nivel supralocal, dadas la descentralización y dispersión de gran parte del activismo, favoreció un progresivo declive de la intensidad de la protesta, a excepción de algunas movilizaciones en determinados momentos y ámbitos. En términos generales, el afán de democracia radical y el rechazo a la delegación hizo las asambleas inoperantes fuera del ámbito local e incapaces de plantear una agenda política propia.

La radical demanda de autonomía del 15M implicó una enorme creatividad en la acción colectiva y una alegre rebeldía contra todo lo instituido. Sin embargo, siempre contuvo en su interior un individualismo también radical, que no casaba bien con el compromiso político y que suponía un elemento inevitablemente disgregador. En cierta medida, el 15m pudo ser tan post-político como el régimen político institucional al que se enfrentaba, y en parte esto puede ser también consecuencia de su conexión a los procesos políticos anteriores. La desobediencia y la autonomía son señas de identidad de los movimientos sociales que recorren la historia reciente del Estado español, desde los «nuevos» movimientos sociales que se fraguaron a partir de los ochenta al 15m, pasando por las expresiones locales del movimiento antiglobalización. Esta desobediencia y este rechazo a las instituciones del Estado es la otra cara de la fractura que se fragua en la Transición. En un contexto de cooptación de la política por la economía neoliberal, la autonomía fue una forma de mantener las aspiraciones de un cambio social radical, pero también contenía las huellas de la victoria del neoliberalismo en el Estado español y en el mundo. De este contexto se deriva la perdida de la capacidad de imaginar otro modelo universal para la sociedad, además de un individualismo radical que supone un serio límite a la capacidad de acción colectiva.

¿Un movimiento contradictorio?

El balance del movimiento depende de las expectativas que se le otorguen. Por supuesto, el movimiento contenía una impugnación profunda al orden establecido, pero su radicalidad es también muy matizable. Lo que sí parece evidente con la perspectiva temporal que ahora tenemos, es que la pregunta repetida sobre si en la práctica el 15M había servido para algo tiene una respuesta compleja pero afirmativa. El 15m no cambió nada en la práctica, pero lo cambió todo en la teoría. Supuso ante todo un cambio profundo en la cultura política del país, introdujo temas y discursos antes imposibles y abrió grietas irreparables en el discurso hegemónico. Es por esas grietas culturales abiertas por el 15m por las que nuevos partidos surgidos desde entonces se colaron en las instituciones, a veces de forma tan evidente como la de la alcaldía de Barcelona en manos de la líder de la PAH Ada Colau. Es discutible que ello sea garantía de llevar a la práctica si quiera las demandas principales del 15M o que incluso llevándolas sea ese el cambio profundo que se reclamó en las plazas. Pero sin duda cualquier resultado electoral o política pública no será sino la materialización, para bien o para mal, del verdadero cambio que provocó el 15M.

Más allá de la actual coyuntura y del giro electoralista, una tesis plausible es que los movimientos del tipo 15m conllevan inevitablemente un componente contradictorio. Desarrollar sus proposiciones lleva a un impasse que solo parece dejar como vía política aquello que negaba en un principio: la participación institucional. El elemento más potente en el 15m fue su componente (como dicen algunos) des-instituyente, su negación del orden establecido, su orientación desobediente. Si bien superaba ampliamente la posición de resistencia y la marginalidad del activismo radical anterior, la vertiente más constructiva y propositiva del 15m se encontró con fuertes e inevitables limitaciones, conduciendo al movimiento a una ubicación en el campo político puramente oposicional. El 15m abre una brecha en el sentido común, supone un momento en el que se hace posible cuestionar lo incuestionable, sin embargo fracasa a la hora de llevar la política más allá de ese momento, lo que dejaba la puerta abierta a una vuelta al viejo orden o a la entrada de nuevos agentes que no tenían porque coincidir necesariamente con los planteamientos iniciales del movimiento. Así, llegamos al momento actual, en el que la fidelidad al acontecimiento invita a rechazar la participación en las instituciones y la virtual relegitimación de las mismas que conlleva, al mismo tiempo que en la práctica supone la única forma de transformar efectivamente una parte del orden que se cuestionó en 2011. Esto debe ser objeto inevitable de autocrítica, y puede llegar a verse como deseable o inevitable o como un problema que todavía está pendiente de superación.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.