Sobre la repugnancia y exclusión histórica de todo lo simbólico relacionado con la vida cotidiana de las mujeres
La Fiscalía acaba de declarar que representar a la virgen pariendo no supone un delito de odio. Si tenemos en cuenta que el único papel de esa mujer a la que han adorado y adoran miles de millones de personas fue parir, el asunto tiene su miga.
Yo crecí en un mundo en el que «las cosas de las mujeres» daban vergüenza y poco de asco. Las cosas de las mujeres. Un mundo de paños, compresas, sangre, parto, leche y flujo. Eran asuntos escondidos de los que no se hablaba, como mis genitales. Se llamaban «ahí» o «ahí abajo». Recuerdo «lávate ahí abajo». Del cuerpo no se hablaba, las cosas no tenían nombre. La primera menstruación llegaba como un murmullo que recorría la casa manchándolo todo un poco, ensuciando los rincones donde el pudor y el pecado jugaban a las tabas.
Recuerdo la primera vez, hace muy poco, que vi la obra en la que se representa el parto de la Virgen María tal y como se pare. Pensé en la sangre. Existe la sangre de los hombres y, por otro lado, la sangre de las mujeres. La sangre de los hombres es señal de valor, de batalla, de fuerza. La sangre de las mujeres, en cambio, la menstruación, el parto, despierta mohines de repugnancia, forma parte de los lugares oscuros que dan miedo y un asco pringoso. Y sin embargo, la sangre de los hombres está ligada al dolor y a la muerte, mientras que la de las mujeres supone vida.
Lo vi y me sorprendió. A quien afirme que dicha obra no le causa cierto estupor, o cosas peores, no le creo. Por la simple razón de que apenas existen representaciones de la sangre de las mujeres. Se representa la de los hombres. En cuadros, películas, documentales, fotografías. Toda nuestra educación y nuestra cultura están plagadas de hombres armados, de tajos, de batallas, bombas, torturas, asesinatos, guerras, decapitaciones. Un hombre con la cabeza coronada de espinas, el rostro cubierto de sangre, el tronco atravesado por una lanza, clavado a un madero, su imagen omnipresente, su sangre, la salvación. Bebedla en conmemoración mía. Sangre de beber. Ah, pero la de las mujeres se guarda para las estancias íntimas, para lugares donde las cosas se lavan sin palabras, y se vuelven a lavar, y de tanto lavarlas ya no existen.
Recuerdo la letanía en el colegio de las monjas. Abraham engendró a Isaac; Isaac engendró a Jacob; Jacob engendró a Judá y a sus hermanos; Judá engendró a… y así decenas de engendradores. Una recua de hombres engendrando y ningún parto. Sobre eso hemos levantado la miserable edificación donde, al fondo, en cámaras oscuras, las mujeres sangran.
Estas navidades, la vicealcaldesa de València y portavoz del Gobierno municipal, Sandra Gómez, felicitó las fiestas con la obra en la que la Virgen pare como parimos. El asunto ha llegado incluso a la Fiscalía. Qué barbaridad. Alguien vio en ello un delito de odio. Y sí, ahí late el odio, un odio ancestral y violento contra el cuerpo de las mujeres. El odio no está en la imagen sino en quien la denuncia.
Les da miedo y asco la sangre de las mujeres. Celebran y representan la sangre de los hombres. Representan y celebran la muerte. Esconden y vomitan ante la vida. Son idiotas.
Fuente: https://blogs.publico.es/cristina-fallaras/2021/01/20/la-divina-sangre-de-las-mujeres/