El Estatuto de los Trabajadores se asimila a una fortaleza. Intramuros, la fuerza laboral cuenta con alguna protección y ciertos derechos, aún en un marco de relaciones capitalistas. Fuera de las murallas, reinan la precariedad y la explotación de la mano de obra sin freno ni normas. Es el imperio de la economía sumergida. Aunque […]
El Estatuto de los Trabajadores se asimila a una fortaleza. Intramuros, la fuerza laboral cuenta con alguna protección y ciertos derechos, aún en un marco de relaciones capitalistas. Fuera de las murallas, reinan la precariedad y la explotación de la mano de obra sin freno ni normas. Es el imperio de la economía sumergida. Aunque inherentes al modelo productivo vigente en el Estado español, las actividades llamadas «irregulares» o «informales» se han disparado en el actual contexto de crisis.
Un informe de la Fundación de Cajas de Ahorros (Funcas) de junio de 2011 cifra la economía «no oficial» en España en el 24% del PIB (más de 4 millones de trabajadores realizan labores en «negro», según este estudio). Sin embargo, los datos comprenden hasta 2008, es decir, coinciden con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y el inicio de la crisis. Sería necesaria, por lo tanto, una corrección al alza de las cifras debido a la recesión y habría que considerar además que, al ser una actividad que escapa al control oficial, se trabaja sobre todo con estimaciones.
Otra precisión. La economía sumergida tampoco es privativa ni mucho menos del Estado español. Ni es cierto el tópico que asocia economía «informal» a países de la periferia mundial. Un informe de la OSCE de junio de 2011 alerta de la proliferación de prácticas laborales fronterizas con el esclavismo. El caso reciente de 1.200 trabajadores agrícolas que laboraban en Nápoles en condiciones miserables, en una finca (más bien un campo de concentración) y vigilados por una milicia privada, muestra los extremos a los que pueden llegar la competencia salvaje y la carrera por la disminución de costes laborales en todo el mundo.
En el Estado español un análisis de la economía sumergida requiere considerar dos variables: los sectores económicos y el proceso productivo. Por sectores, las actividades «en negro» se centran en la clásica tríada compuesta por la agricultura, la construcción y la hostelería (muy vinculada al turismo); en menor medida, abarcan las industrias textil, del calzado, juguetera, el comercio minorista y las empleadas del hogar.
El segundo elemento que condiciona la economía sumergida -el proceso de producción- requiere la participación de pequeñas y medianas empresas y, sobre todo, la aplicación de métodos de fragmentación y subcontratación en cadena. De este modo una gran empresa matriz, que controla todo el proceso, ejerce una presión vertical sobre las pequeñas empresas con el fin de fijar los precios y ahorrar costes (de paso consigue eliminar la resistencia sindical). El resultado de este modelo es la concentración del trabajo no declarado (economía sumergida) en los eslabones finales de la cadena, aunque no exclusivamente.
Por ejemplo, en el sector de la construcción el promotor de una obra puede subcontratar con una empresa de albañilería, que a su vez subcontrata con un caravistero, con un especialista en tabiquería inferior (que a su vez subcontrata con empresas del yeso y de canalizaciones), con otro en colocación de tejas y por último con un especialista en soldado y alicatado. Éste es un modelo sencillo, ya que en las grandes infraestructuras pueden registrarse más de 40 subcontrataciones. Pero la lógica es siempre la misma: el lucro máximo, la selección de las ofertas más baratas por parte de la empresa matriz y la precariedad máxima en los eslabones inferiores. Hasta la década de los 70 la gran empresa matriz se encargaba directamente de todos los trabajos.
La economía sumergida constituye para las empresas, en términos marxistas, un «ejército de reserva», al igual que los parados. De hecho, cumplen la misma función: presionan a la baja los salarios y configuran una mano de obra abundante, dócil y barata, muy útil para las empresas en tiempos de crisis. Desempleados y trabajadores «irregulares» pueden, de hecho, intercambiar su situación con relativa facilidad. Forman parte de una misma realidad.
Según Héctor Illueca, inspector de trabajo, «existe una gran hipocresía respecto a la economía sumergida; desde una perspectiva capitalista, no representa en ningún caso un problema, al contrario, permite reestructurar las relaciones capital-trabajo en un contexto de crisis a favor de las empresas; por lo tanto, más que un problema es la solución para el capitalismo».
¿Y para la clase trabajadora? Un artículo en el diario Público de la catedrática emérita de Economía Aplicada de la UAB, Miren Etxezarreta, responde a la cuestión: «Bastantes de los casi cinco millones de parados que existen logran sobrevivir por medio de trampear con trabajos irregulares en la economía sumergida; de hecho, muchos de los parados se mantienen formando parte de la misma. Mucho más teniendo en cuenta que más de 1,3 millones de familias tienen a todos sus miembros en paro, que uno de cada tres parados lo es de larga duración, que el sector público está poniendo en práctica duros programas de ajuste y que se han eliminado prácticamente las ayudas para los que ya no tenían subsidio». Sin contar con la deficiente salud laboral y el alto grado de siniestralidad que implica la economía «irregular».
La inspección de Trabajo y Seguridad Social ha realizado cerca de 150.000 actuaciones en el primer trimestre de 2011, de las que un 9% (13.528) han concluido en sanciones, en la mayoría de los casos, por la situación de trabajadores a los que no se había dado de alta en la seguridad social. Sólo dos provincias, Santa Cruz de Tenerife y Alicante, concentran -por su dependencia del turismo- el 20% del empleo no declarado. El perfil de trabajador «irregular» se ajusta básicamente a dos tipos: empleado inmigrante sin permiso de trabajo y trabajador nacional al que el empresario no da de alta en la Seguridad Social (o que realiza una actividad ordinaria en la empresa pero con la figura de «falso autónomo»).
Los inspectores han detectado casos como el de una docena de trabajadores inmigrantes que desarrollaban actividades en restaurantes y locutorios de Barcelona sin contrato ni cotización a la seguridad social, en empresas sin licencia de actividad o que la tenían para otro tipo de negocio. O el de 71 empleados inmigrantes en una finca de cítricos de Castellón que trabajaban por debajo del mínimo salarial establecido legalmente y a los que les facilitaron tres viviendas en las que vivían hacinados a cambio de 120 euros mensuales. En Elda (Alicante), la inspección constató en julio que en una empresa del calzado operaban 20 trabajadores sin contrato ni alta en la seguridad social, y a los que se les debía una mensualidad. Se trata de ejemplos que están a la orden del día.
En una coyuntura de depresión económica y con un deterioro progresivo de las relaciones laborales, ¿Cómo actúa el gobierno frente a la economía sumergida? «Con gran hipocresía, ya que no se pretende para nada atajar el problema», asegura Héctor Illueca. El Decreto-Ley del 29 de abril aprobado por el ejecutivo a instancias de la UE establecía un plazo de tres meses para la regularización del empleo clandestino, es decir, una amnistía para las empresas que afloraran el trabajo «irregular». El Decreto, del que aún se desconocen los resultados, ha suscitado muchas críticas ya que hace tabula rasa de las ilegalidades empresariales, aunque aumente las multas ante las situaciones de empleo «irregular».
Pero el problema es de fondo. La economía sumergida en general y el Decreto gubernamental en particular, se asocian a las competencias del Ministerio de Trabajo. Es decir, se interpreta como un problema estricto de trabajo no declarado y ausencia de cotizaciones a la seguridad social. Pero la economía sumergida es, sobre todo, según Illueca, «un gigantesco y masivo fraude fiscal, que no se quiere abordar, porque supondría implementar una reforma impositiva que afectaría inevitablemente a los empresarios y a las grandes fortunas».
El Informe de la Lucha contra el Fraude Fiscal que realizan los técnicos del Ministerio de Hacienda (GESTHA) abunda precisamente en esta idea: trabajadores y pensionistas ganarían -según las declaraciones de IRPF- un 75% más que empresarios y profesionales liberales que, según este informe, presentan declaraciones con ingresos cercanos a los 1.000 euros o incluso por debajo de esta cantidad. Esto pone evidencia la existencia de un fraude «estructural y masivo», concluyen los técnicos del Ministerio de Hacienda. Pero la reforma fiscal es uno de los grandes tabúes que bajo ningún concepto se quiere afrontar. Tienen muy claro que la crisis ha de cargarse sobre las espaldas de las clases populares.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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